E-Book, Spanisch, 346 Seiten
Reihe: Ensayo
Pankhurst Mi historia
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-124977-0-0
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 346 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-124977-0-0
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Activista política británica y líder del movimiento sufragista, el cual ayudó a las mujeres a ganar el derecho a votar en Gran Bretaña. Fundó en 1903 la Unión Social y Política de las Mujeres (Women's Social and Political Union o WSPU). En 1999, la revista Time nombró a Pankhurst como una de las 100 personas más importantes del siglo XX. Murió el 14 de junio de 1928, pocas semanas antes de que se aprobara la Representation of the People Act (1928) del gobierno Conservador, la cual extendía el voto a todas las mujeres mayores de 21 años el 2 de julio de 1928.
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01
Afortunados aquellos hombres y mujeres que nacen en una época en la que se está llevando a cabo una gran lucha por la libertad humana. Es una suerte aún más grande tener padres que participen personalmente en los grandes movimientos de su tiempo. Me siento alegre y agradecida por el hecho de que ese fuera mi caso.
Uno de mis primeros recuerdos es el de un gran mercadillo que se organizaba en mi ciudad natal de Mánchester, cuyo propósito era recaudar dinero para mitigar la pobreza de los recién emancipados esclavos negros de Estados Unidos.[2] Mi madre tuvo una parte activa en este esfuerzo, y a mí, que era una cría, se me confió una bolsa con la que ayudaba a recolectar dinero.
A pesar de lo joven que era —no podía tener más de cinco años—,[3] conocía perfectamente el significado de las palabras esclavitud y emancipación. Desde mi más tierna infancia me había acostumbrado a presenciar debates a favor y en contra de la esclavitud y de la guerra civil estadounidense. A pesar de que finalmente el Gobierno británico decidió no reconocer la Confederación, la opinión pública en Inglaterra estaba muy dividida con respecto a las cuestiones de la esclavitud y la secesión. En términos generales, las clases propietarias estaban a favor de la esclavitud, pero había muchas excepciones a la regla. La mayor parte de las personas que componían el círculo de amigos de nuestra familia estaban en contra de la esclavitud, y mi padre, Robert Goulden, fue siempre un ardiente abolicionista. Era lo suficientemente importante dentro del movimiento como para ser designado miembro del comité que dio la bienvenida a Henry Ward Beecher[4] cuando este vino a Inglaterra para una gira de conferencias. A mi madre le gustaba tanto la novela de Harriet Beecher Stowe, La cabaña del tío Tom, que la usaba continuamente como fuente de los cuentos con los que regalaba nuestros fascinados oídos al acostarnos. Aquellas historias que me contaban hace casi cincuenta años permanecen hoy en día tan vivas en mi mente como los acontecimientos detallados en la prensa de esta mañana. De hecho, son más vívidas, pues causaron una impresión más profunda en mi conciencia. Aún recuerdo con claridad la emoción que experimentaba cada vez que mi madre nos relataba la historia de la huida de Eliza hacia la libertad sobre el hielo quebrado del río Ohio, la agónica persecución y el rescate final a manos de un resuelto y viejo cuáquero. Otro relato apasionante era el de la huida del muchacho negro de la plantación de su cruel amo. El chico nunca había visto un tren, así que, cuando caminaba con torpeza por las vías y escuchó el rugido del ferrocarril que se acercaba, el repiqueteo de las ruedas se le antojó a su confundida imaginación como una voz que repetía una y otra vez las terribles palabras: «Atrapa a un negrata, atrapa a un negrata, atrapa a un negrata». Esta era una historia terrible y, durante toda mi infancia, siempre que viajaba en tren, pensaba en aquel pobre esclavo huido que escapaba del monstruo que lo perseguía.
Estoy segura de que estas historias, junto con los mercadillos, los fondos benéficos y las suscripciones de las que tanto oía hablar, dejaron una huella permanente en mi cerebro y en mi carácter. Despertaron en mí dos clases de sensaciones que han estado siempre presentes a lo largo de mi vida: primero, de admiración por el espíritu de lucha y el sacrificio heroico, que son lo único que puede salvar el alma de la civilización; y, después, de aprecio por ese espíritu más dulce que se ve impelido a reparar las ruinas de la guerra.
No recuerdo una época en la que no supiera leer, ni ninguna época en la que la lectura no fuese una fuente de dicha y de consuelo. Desde que alcanzo a recordar he amado las historias, especialmente las de naturaleza romántica e idealista. El progreso del peregrino fue una de las primeras que se contó entre mis favoritas, además de otras aventuras visionarias de Bunyan que no son tan conocidas, como La guerra santa. A los nueve años descubrí la Odisea, y poco después otro clásico que ha sido durante toda mi vida una fuente de inspiración. Se trata de La revolución francesa, de Carlyle, que recibí con la misma emoción que experimentó Keats cuando leyó la traducción que hizo Chapman de Homero: «[…] como un observador de los cielos, cuando un nuevo planeta se desliza en su visión».
Nunca he perdido esa primera impresión, que ha afectado profundamente a mi actitud frente a los acontecimientos que tuvieron lugar durante mi infancia. Mánchester es una ciudad que ha sido testigo de muchos hechos excitantes, sobre todo de índole política. En términos generales, sus ciudadanos han sido liberales en sus opiniones y han defendido la libertad de expresión y de pensamiento. A finales de la década de los sesenta tuvo lugar en Mánchester uno de esos sucesos terribles que son la excepción que confirma la regla. Tuvo que ver con la revuelta feniana de Irlanda.[5] Durante unos disturbios fenianos, la policía arrestó a sus líderes. A estos hombres los llevaron a la cárcel en un carruaje policial. Por el camino, el carruaje fue asaltado en un intento de rescatar a los prisioneros. Un hombre disparó una pistola para romper la cerradura de la puerta del carruaje y, a resultas de ello, un agente cayó mortalmente herido y varios hombres fueron arrestados y condenados por asesinato. Recuerdo los disturbios con claridad, pues, aunque no fui testigo directo de ellos, mi hermano mayor me los relató con todo lujo de detalles. Yo había pasado la tarde con una amiguita, y mi hermano me había ido a recoger después de la hora del té. Mientras caminábamos en medio del crepúsculo de noviembre, me habló con entusiasmo de los disturbios, del disparo fatal y del agente asesinado. Casi podía ver al hombre sangrando en el suelo mientras la gente se movía y gritaba a su alrededor.
El resto de la historia revela una de esas terribles meteduras de pata que no son tan infrecuentes en la justicia. A pesar de que no se disparó a matar, los hombres fueron juzgados por asesinato y tres de ellos condenados a la horca. Su ejecución, que tuvo en vilo a los ciudadanos de Mánchester, fue una de las últimas ejecuciones públicas, por no decir la última, que se permitió en la ciudad. Por aquel entonces yo estaba interna en un colegio cerca de Mánchester y pasaba los fines de semana en casa. Cierta tarde de sábado se me ha quedado grabada en la memoria, pues cuando regresaba a casa del colegio vi que una parte de los muros de la prisión había sido derribada y que en el enorme hueco que había quedado se veía el rastro de una horca que acababa de ser retirada. El horror me dejó paralizada, y me invadió la repentina convicción de que la horca era un error. Peor aún, un crimen. Fue mi despertar a uno de los hechos más terribles de la vida: que la justicia y la cordura habitan a veces mundos aparte.
Si relato este incidente ocurrido durante mis años formativos es para ilustrar el hecho de que las impresiones de la infancia con frecuencia tienen más que ver con la personalidad que con la herencia o la educación. También lo cuento para mostrar que mi proceso hasta llegar a ser una defensora del activismo estuvo muy relacionado con la empatía. Personalmente, no he sufrido las privaciones, la amargura y las penas que llevan a tantos hombres y mujeres a ser conscientes de las injusticias sociales. Mi infancia estuvo protegida por el amor y viví en un hogar acomodado. Sin embargo, siendo aún muy niña, comencé por instinto a sentir que algo fallaba, incluso en mi propia casa: cierta concepción falsa de las relaciones familiares, cierto ideal incompleto.
Ese sentimiento confuso fue transformándose en convicción cuando llegó el momento de mandarnos al colegio a mis hermanos y a mí. La educación de un muchacho inglés, tanto entonces como ahora, se consideraba un asunto mucho más serio que la educación de la hermana del muchacho inglés. Mis padres, sobre todo mi padre, hablaban de la cuestión de la educación de mis hermanos como un tema de suma importancia. Mi educación y la de mi hermana apenas se debatían. Por descontado, nos enviaron a una escuela femenina elegida cuidadosamente, pero más allá de asegurarse de que la directora fuera una dama y que el resto de las alumnas fueran niñas de mi misma clase social, no se preocuparon de mucho más. En aquella época, la educación de una niña tenía como objetivo principal el arte de «hacer que el hogar resultase agradable», supongo que para los parientes varones que entraban y salían. No lograba comprender el motivo por el que yo tenía la obligación de hacer que nuestro hogar resultase agradable para mis hermanos. Nos llevábamos muy bien, pero a ellos nunca se les sugirió siquiera que tuvieran el deber de hacer que nuestra casa me resultase agradable a mí. ¿Por qué no? Nadie parecía saberlo.
La respuesta a estas desconcertantes preguntas me llegó de forma inesperada durante una noche en que estaba tumbada en mi pequeña cama, aguardando a quedarme dormida. Era costumbre de mi padre y de mi madre hacer la ronda por nuestras habitaciones antes de irse ellos mismos a la...




