E-Book, Spanisch, Band 218, 264 Seiten
Reihe: Impedimenta
Peskov Los viejos creyentes
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17553-79-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Perdidos en la taiga
E-Book, Spanisch, Band 218, 264 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17553-79-1
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
A finales de los años setenta, un piloto ruso que sobrevolaba un tramo montañoso y remoto de la taiga siberiana, descubrió, en medio de una escarpada zona boscosa, un pequeño rectángulo de terreno, con una cabaña. En aquella olvidada parte del mundo, la existencia de núcleos humanos era estadísticamente imposible. Poco después, un grupo de científicos se lanzaron en paracaídas sobre la zona y, atónitos, descubrieron que en la primitiva cabaña campesina de madera habitaba una familia, los Lykov, pertenecientes a la secta de los Viejos Creyentes, cuya vestimenta, concepción de la vida y lenguaje, se habían congelado en el siglo XVII, en tiempos del zar Pedro el Grande. Para cuando Vasily Peskov, periodista del Pravda, conoció esta historia, no habían contactado con nadie en casi cincuenta años, rezaban diez horas al día, no habían probado la sal y no podían siquiera concebir que el hombre hubiera pisado la luna. El único miembro que quedaba tras la muerte de sus padres y de sus hermanos debido al hambre y a las enfermedades era Agafia: la hija más joven de la familia. 'Los viejos creyentes' es una poética celebración de la belleza indomable de la taiga siberiana. Un testimonio conmovedor sobre el poder de la voluntad humana.
Vasili Mijáilovich Peskov
Nace en 1930 en Orlovo. Fue reportero gráfico, periodista y presentador televisivo. En 1960, publicó Notas de un fotógrafo, y le siguieron los siguientes títulos: Steps on Dew (1963), Premio Lenin de Literatura en 1964, The Roads of America (1973), y Los viejos creyentes (1994), libro que ahora publicamos. Es Premio del Presidente de la Federación Rusa y Premio del Gobierno de la Federación de Rusia. Terminó sus días la noche del 12 de agosto a los ochenta y cuatro años en Moscú, tras una larga enfermedad. A su muerte, deseó que sus cenizas se esparciesen en un campo cerca de su pueblo natal, al borde del bosque.
Traductora
Marta Sánchez-Nieves (Madrid, 1974) es licenciada en Filología Eslava por la Universidad Complutense. Ha sido profesora de ruso en la Escuela Oficial de Idiomas de Zaragoza y en la de La Laguna y lleva quince años traduciendo literatura rusa al español. Algunos de los libros que ha traducido son Relatos de Sevastópol de Lev Tolstói, Mónechka de Marina Paléi, Refugio 3/9 de Anna Starobinets o Noches blancas de Fiódor Dostoievski, premio Esther Benítez 2016. Y ahora Los viejos creyentes para Impedimenta.
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Un año después
Ahí está otra vez el Abakán. Vuelo, espoleado por la propia curiosidad y por el mandato de los lectores, que se han tomado a pecho el relato del año pasado sobre la familia Lykovy. Este es el mandato: «Tiene que ir a visitarlos, estaremos esperando». Yeroféi vuelve a ser mi compañero en este viaje, también mi paisano de Vorónezh, Nikolái Nikoláievich Sávushkin, ahora jefe de la administración de bosques en Jakasia, que volaba en parte por curiosidad, en parte por una petición mía relacionada con la vida diaria de los robinsones. El tiempo no era muy allá. El helicóptero se deslizaba por el cañón repitiendo los meandros de un río caprichoso. Cuanto más cerca al nacimiento más estrecho es el Abakán, con mayor frecuencia se ven troncos obstruyendo el cauce. Ya se ven las «quijadas»: dos paredes de piedra altísimas entre las que fluye suave el agua. Desde el río se gira hacia la montaña y ya estamos sobre el pantano que conocemos. Al igual que el año pasado, lanzamos desde el helicóptero en vuelo estacionario nuestras bolsas, a continuación, saltamos nosotros. Una señal con la mano al piloto y el mundo corriente desaparece junto con el estruendo en disminución. Encontramos el sendero que sale del pantano y andamos unos cuarenta minutos. Por pura coincidencia, es el mismo día de julio que el año anterior. Pero el inicio de este verano ha sido frío. Y donde habíamos visto bayas de momento solo hay flores. Tardío es el olor del cerezo aliso. En el huerto de los Lykovy la patata recién empezaba a verdear. Azulea con timidez la franja de centeno. Los guisantes, las zanahorias, las habas…, todo crecía con un mes de retraso, mínimo. Cerca de la choza ralentizamos el paso… ¿Hay cambios? ¡Para nada! Como si hubiera sido ayer cuando estuvimos al pie de este cedro. Igual de vigilante está el gato cauteloso en el tejado. También un mirlo acuático sobrevuela el riachuelo espumoso. Las deportivas con suela de goma roja que olvidé siguen al pie de una pícea. Esta vez no tuvimos que llamar a gritos a nuestros anfitriones. Nos habían visto llegar por la ventanita. Los dos, cual ratones caseros grandes, salieron a nuestro encuentro dando pasitos cortos y seguidos. —¡Yeroféi! ¡Vasili Mijáilovich…! —La alegría es sincera, una alegría tal que parece que lo adecuado es abrazarse. Pero no, el saludo no cambia: las palmas unidas a la altura del pecho y una inclinación. Acto seguido, los dos quisieron presentarse ante sus huéspedes con un aspecto no tan gastado. Allí mismo Karp Ósipovich se quitó las botas de fieltro y se puso las de goma, después se coló por la puerta y regresó vistiendo un blusón azul, arrugado, pero limpio, y luego de sacar de debajo del tejado uno de los tres sombreros de fieltro ensartados entre sí, se lo puso —estos sombreros los había traído algún donante generoso—. El anciano se quitó un par de pajitas de la barba y, con dos de los cinco dedos, le dio el aspecto adecuado para la ocasión. Mientras, Agafia se había aviado detrás de la puerta con una especie de saco color burdeos oscuro que le llegaba hasta los talones, se había cambiado el pañuelo y también se había puesto las botas de goma. Se nos había preparado en la choza una alfombra roja de bienvenida en forma de paja de centeno del año anterior. Con esto el cuarto estrecho y lleno de hollín se había vuelto ostensiblemente más claro. Incluso el aire había mejorado. Y sus dueños lo habían comprendido. Y les agradaba invitarnos a pasar, a estar debajo de su techo. Que Agafia esperaba cumplidos era evidente. Y los recibió agradecida, con una sonrisa infantil a la punta del pañuelo regalado el año anterior. Esta vez, sobre todo traía lo que nuestros lectores compasivos habían enviado «para entregar en la vía sin retorno». Calcetines de lana, telas, medias, leotardos, un impermeable, una manta, un chal, manoplas, todo aceptado con agradecimiento, con la petición de «escriba a toda esta buena gente por su favor y gracia». Yeroféi me había aconsejado que no trajera la comida, solo el grano. Que sí aceptaron. «Es arroz —dijo Agafia tras echar un vistazo al saquito—. Uy, ¿y esto otro qué es?» «También es arroz —dije yo—, pero de otra clase, vietnamita.» «Padrecito mío, mira esto, es arroz, aunque raro, como palitos…» Lo que más alegró al anciano fue un atado con cinco docenas de velas de buena calidad y una linterna de bolsillo. Ya se habían acostumbrado a las velas y las sentían como algo necesario. La linterna al principio suscitó sospechas por su insólita luz. —Una maquinita… —dijo Agafia con la sospecha de que hubiera una cámara de fotos dentro de la cajita de hierro. Pero el anciano no se asustó y presionó el botón, iluminó el horno, debajo del banco, una bota de fieltro que estaba junto a la cama y, para nuestra sorpresa, no dijo el acostumbrado: «No está permitido». «Dios es quien ha persuadido para un invento así. Vendrá bien por la noche. Solo hay que dar y ya está encendida.» Lo único que no aceptaron fue el último de nuestros regalos. Un lector inocente, o puede que ingenioso, del periódico envió en un sobre un billete de diez rublos «para los Lykovy». —Uy, qué es esto… qué papel… —Agafia reculó hasta un rincón. Todos juntos intentamos explicarles lo que significaba ese papel. —Del mundo… —El anciano iluminó el billete con la linterna—. Hagan el favor, guarden eso, para nosotros es algo pecaminoso. Y así fue nuestro encuentro. La cena… Nosotros comimos junto al fuego, rodeados de gatos que penaban por el olor a carne. Con solemnidad, a la luz de una vela, Agafia y el viejo degustaron kasha de arroz vietnamita. Prestaron oídos a nuestro consejo de añadirle un poco de miel de la traída de regalo. —Comida del paraíso —dijo el anciano recogiendo con los dedos los granos de arroz caídos en las rodillas—. Y siento que es una auténtica fiesta para la tripa. Al oír esa queja sobre su estómago, Nikolái Nikoláievich y Yeroféi entonaron un himno a la miel y, ya que estaban, a la leche. —Lo sabemos, lo sabemos… —reconoció el anciano con cierta tristeza. De pronto, se animó—: Quizá el helicóptero pueda traer una imanuja…[12] —Pero él mismo cortó la inesperada explosión de fantasía—. Imanuja… Claro que también haría falta un chivo, a ver qué leche va a haber sin chivo… Esa tarde la conversación giró, principalmente, sobre cómo habían vivido este último año, cómo habían pasado el invierno. Y todo llevaba a la comida, la ropa y el calor. Habían tenido buena cosecha de patatas. Pero en los primeros días de septiembre nevó, fueron a ver a los geólogos y les pidieron ayuda. Estos no tardaron en llegar. Pudieron sacarlas todas, 250 cubos. Recogieron también 30 cubos de nabos y rábanos, 5 de centeno, un saco de vainas de guisantes y zanahorias. En otoño, aun a riesgo de enfriarse, el anciano estuvo pescando y sacó 2 cubos de tímalo. Pero por primera vez vivieron sin nada de carne. La antigua reserva desecada, preparada por Dmitri, se gastó y no habían conseguido hacer una nueva. Agafia había vigilado tres trampas, «pero nada ha picado». El invierno, según las palabras del anciano, no fue bueno, «húmedo y harto largo». Alimentándose solo de piñones, patatas, sopa aguada de centeno, nabos y rábanos (el pescado se les había acabado en enero), «hemos pasado grandes penurias». En marzo, aun sabiendo que en ese mes no hay pesca, el anciano bajó al río y pasó una semana junto al agua con una caña, y atrapó de casualidad solo un «pececillo poco más grande que mi mano». A pesar de todo, en la colonia de los geólogos los «taiguestres» se mantenían firmes en sus prohibiciones: ¡nada de pan, carne, pescado, kasha o azúcar! «No está permitido.» Y no había nada que hacer. Aun así, ya habían dado un pequeño paso hacia lo prohibido. Yeroféi y la cocinera los habían convencido para que se llevaran, aparte de la sal, un saquito de grano. Al parecer, la relación de la pequeña isba taiguestre con Dios no había sufrido complicaciones por culpa del alforfón. En la visita inmediata no se mostraron testarudos y se llevaron mijo y cebada perlada. Después, Yeroféi les dio a conocer el arroz. Agafia tenía un aire más saludable que el verano anterior, aunque todavía se quejaba de que le dolía la mano. La cara de color blanco harinoso tenía ya cierto tono moreno. —¿Te gusta la zanahoria? —pregunté, comprobando mi suposición sobre la carotina. Esbozó una sonrisa. Lo tomó como una sugerencia y salió corriendo a la despensa con una fuente de corteza de abedul. En un año Karp Ósipovich había decaído muchísimo. Estaba más encorvado, hablaba más bajo, solo se le oía si estabas a dos o tres pasos. Estaba abrumado por la perspectiva de la cosecha de la taiga y del huerto. La patata no prometía ser abundante. Sin embargo, este año la cosecha cedrina sí había sido buena. Pero ahora la preocupación era cómo piñonear. «Ya no puedo encaramarme a las cedras. A Agafia le da miedo, claro, ¿y si la mano se le entumece?» ¿Probar a golpear con un mazo sacudidor? Hasta entonces no lo habían hecho, velaban por los cedros, y ahora ya no tenía fuerzas para usarlo. Los piñones de cedro solo crecen con tal abundancia uno de cada tres años. Yeroféi lo anima: «¡Os echaremos una mano!». El anciano, acostumbrado a una vida autónoma, aceptó la ayuda como una...