Pirzâd | Nos acostumbraremos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 265, 260 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Pirzâd Nos acostumbraremos


1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-16120-15-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 265, 260 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-16120-15-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Un magnífico retrato de la vida cotidiana de las mujeres en el Teherán actual. «Un texto vivísimo y ágil que nos habla, entre risas y lágrimas, de los tabúes, las profundas heridas y las alegrías de un país que apenas conocemos, salvo por los clichés de los telediarios.» Page Arezu es una mujer iraní divorciada, que vive con su hija adolescente y dirige la pequeña agencia inmobiliaria que fundó su padre. Una mujer moderna e independiente, que se divide entre los deseos de su hija de ir a Francia para vivir con su padre y una extravagante madre de mentalidad tradicional y obsesionada con el qué dirán.Todo se hace más complicado cuando comienza una relación sentimental con Zaryu, un cliente de la agencia, y ha de enfrentarse al rechazo y la presión de su entorno más cercano...Zoyâ Pirzâd dibuja, con ligereza e inteligencia, el retrato de una sociedad iraní llena de contradicciones y el de un personaje femenino tan fuerte y fascinante como una heroína de las novelas de Jane Austen.

Zoyâ Pirzâd (Abadán, Irán, 1952) es la escritora iraní más destacada del panorama internacional. De origen ruso-armenio, se crio en el sur del país y actualmente vive en Teherán. Ha publicado dos novelas y tres libros de relatos, que han recibido múltiples premios, como el prestigioso Hooshang Golshiri Literary Award a la mejor novela del año o el premio a la mejor obra extranjera publicada en Francia (Prix Courier International) en 2009. Sus obras han sido traducidas a más de seis idiomas.

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2 La verja estaba abierta de par en par. El R5 azul marino entró en el jardín y se detuvo al pie de la escalinata. Desde el porche, una mujer delgada y esbelta exclamó: –¡En el jardín no, que molesta! Aparca en la calle. Tenía el pelo recogido en un moño y llevaba unos pendientes de oro y rubíes. Arezu, Shirine y una joven bajaron del coche. –¡Vale, Monir yan! –dijo Arezu–. ¿Al menos nos da permiso para sacar las bolsas de la compra? ¿Dónde está Naim? Dígale que venga a ayudarnos. –No hace falta molestar a Naim –intervino Shirine–, podemos llevarlas entre las tres. –Buenos días, abuela –dijo la joven, reuniéndose con su abuela en el porche. –Oye, oye, señorita Ayeh –exclamó Arezu–, no te vayas con las manos vacías, haz el favor. Coge un par de bolsas. –¿Yo? –preguntó Ayeh, que ya estaba en la escalinata. –Sí, tú. Ven aquí, he dicho. La madre de Arezu abrió los brazos para besar a su nieta. –Pero llama a Naim y a Nosrat. ¡Con esta cintura de avispa, mi nieta no está hecha para cargar peso! ¿Cómo está mi niña querida? Le apartó el velo unos centímetros para acariciarle el cabello lacio. Un mechón se escapó de la tela y le cayó a la joven sobre el hombro, y otro, detrás de la oreja. –Nuevo peinado, por lo que veo. ¡Bravo! ¡Estás preciosa! Abuela y nieta entraron en casa, abrazadas por la cintura. Naim bajó la escalinata, seguido de una gruesa mujer vestida con una falda plisada y una blusa de flores. Arezu avanzó hacia ella, presentándole la mejilla para que se la besara. –Hola, Nosrat, ¿cómo estás? La mujer le tomó el rostro entre las manos y le dio dos besos en cada mejilla. –Hola, preciosa. ¡No toques nada! Usted tampoco, Shirine janom. Y, volviéndose hacia Naim, exclamó: –Pero ¿qué haces ahí parado? Lleva todo esto a la cocina. ¡Y rapidito! Se volvió después hacia Arezu y Shirine y les dijo: –Por favor, adelante. Subieron las tres la escalinata. En el salón había una hilera de sillones de madera dorada tapizados con telas estampadas en azul celeste y azul marino. En la chimenea chisporroteaba el fuego, y encima de la repisa había un retrato de una mujer de ojos azules sentada en un sillón de madera dorada. Cada vez que se hablaba de ese cuadro, la madre de Arezu se acariciaba el cabello castaño claro, y en su boca de labios rosas se dibujaba una sonrisa. «Le dije a Kazarian: “Maestro, ¡pínteme ojos azules, a juego con los colores de mi salón!”.» Contenía una risita antes de añadir: «Azul y dorado: ¡los colores reales!». Arezu arrojó su bolso sobre el primer sillón que le pilló a mano. –¡Bienvenida al castillo de Versalles! Pero ¿dónde está María Antonieta? Su madre entró por la puerta del vestíbulo. –Ayeh ha ido a leer sus correos electrónicos. Volviéndose hacia Arezu, le dijo: –Quita el bolso del sillón, no seas desordenada. Y, dirigiéndose a Shirine, añadió: –¿Cómo estás, preciosa? Te veo más delgada. Miró a Arezu de reojo. –Tu amiga, en cambio, ha vuelto a engordar. ¿No es ese el vestido que te compraste el año pasado para Nauruz6? Te queda muy apretado. Se sentó en un sillón. –Shirine, siéntate aquí, anda. ¡Qué vestido más espléndido llevas! ¿Es de Yasi Abrahi? ¡Qué elegante estás! Shirine se sentó, desplegando sobre el sillón su larga falda rojo vivo con bordados malva. Cruzó las piernas riendo. –¡Aún no me puedo permitir los vestidos de Yasi Abrahi, mi querida Monir! Mah-Monir frunció el ceño: –¿Qué dices? ¡Pero si los trajes de Yasi Abrahi no son tan caros! Además, ¡algo hay que pagar por la elegancia y la belleza, no hay más remedio! No conozco ropa de mejor gusto, tan elegante ni tan bonita como la que hace esa muchacha. Arezu se enderezó el vestido negro y metió tripa. –¡Mah-Monir está ensayando su papel para la función! Quitó su bolso del sillón y lo dejó junto a la mesa de madera dorada, sobre la que había dispuestos varios cuencos de cristal y de plata, de todos los tamaños, que contenían frutos secos, dulces, baklavas y bombones extranjeros. Sonó el timbre de la puerta, y minutos después se oyó la voz de Mah-Monir: –¡Hola, Nasrine! Hola, querida. Muchas gracias por venir, qué ilusión me hace verte. Naim, el abrigo del doctor. ¡Maliheh, qué precioso pañuelo llevas! Los invitados eran, en su mayoría, las mismas personas a las que Arezu llevaba viendo todos los primeros jueves de cada mes en casa de su madre desde hacía muchos años. Cuando era niña, todos le parecían altos o viejos. Pero hoy faltaban algunos de los más ancianos, y los demás habían envejecido o al menos no parecían tan altos. Cuando estaba en primero de primaria tenía que levantar muy alto la cabeza para ver a Nasrine, que iba al instituto. Ahora esta, vestida con un traje sastre de rayas, estaba de pie al lado de la chimenea, contando la boda de su hija en Los Ángeles: –Había una orquesta tradicional iraní y otra occidental, pagadas ambas por el novio. Nosotros tampoco escatimamos: un Rolex de oro macizo para el novio... Uno de esos jueves, Arezu le preguntó a Shirine: «¿Tú crees que Nasrine se ha hecho un lifting?». Shirine se echó a reír y replicó: «Y el papa, ¿se ha vuelto católico?». Mah-Monir soltó una risita burlona y añadió: «¡Mi pobre Arezu, mira que eres boba, hija mía!». Se oyó una carcajada en un rincón de la habitación. Arezu no necesitó mirar para saber que se trataba de Hesam, el hermano de Hamid. La madre de los dos hermanos era la hermana mayor de Mah-Monir. De joven había sido comadrona. Tras su muerte, esta siempre se había referido a ella como «mi querida hermana la doctora». Hesam vestía un traje azul marino y un pañuelo de seda. Se acercó a Nasrine para susurrarle algo al oído. –¡Tú y tus bromas maliciosas! –contestó ella riendo. «Es igualito que Hamid», pensó Arezu mirándolo. Justo acababa de terminar el bachillerato cuando Hamid y Hesam volvieron de Francia, una vez concluidos sus estudios. Unos días después, Mah-Monir le dijo a Arezu: «Hesam y Hamid tienen intención de casarse... Tu tía y yo hemos pensado que...». Siguió hablando durante media hora y, al final, le preguntó: «¿Cuál de los dos? ¿Hamid o Hesam?». Sin apartar los ojos de las flores de la alfombra, Arezu había hecho sus cálculos. Hesam se quedaría en Irán, y Hamid volvería a marcharse a Francia. Así que contestó: «¡Hamid!». Con una taza de té en la mano, Shirine fue a sentarse a su lado. –¿Otra vez en la luna, como de costumbre? Arezu cruzó las piernas. Se tiró de la falda para taparse las rodillas. Su madre tenía razón: había vuelto a engordar. –Estaba pensando que si hubiera sido Hesam el que quería volver a Francia... –con un gesto de la cabeza señaló a Hesam, que estaba diciéndole algo al oído a una mujer de cabello teñido–, probablemente me habría casado con él y no con Hamid... –¡De modo que te casaste con Francia! –contestó Shirine riendo. Arezu ahogó una carcajada. Le presentó a Mahbubeh, la mujer del cabello teñido, hija del señor Yalali, un amigo de su padre. Había estado enfadada con Mah-Monir durante años, pero acababan de reconciliarse. La madre de Mahbubeh odiaba a la de Arezu. Hasta su muerte, había repetido mil veces a todos sus amigos que Mah-Monir le tiraba los tejos a su marido. Shirine tomó un sorbito de té abriendo unos ojos como platos. –¿Y era cierto? –¡Pues claro que no! –contestó Arezu riendo–. ¡La madre de Mahbubeh nunca entendió que el encanto de mi madre no era nada peligroso! Se volvió para observar a Mah-Monir, que estaba saludando a una señora bajita y menuda. –Mi madre es una seductora nata. Seduce a los hombres, a las mujeres, y, probablemente, cuando está sola delante del espejo, también a sí misma. Se volvió hacia Shirine para seguir hablándole de Mahbubeh. Su primer marido era inversor inmobiliario, pero ella y toda su familia lo llamaban «ingeniero». Su segundo marido era un comerciante del bazar al que todos apodaban Hayyi aga7, lo cual irritaba sobremanera a Mahbubeh. Su tercer marido se dedicaba a la importación de material médico, y Mahbubeh, como todo el mundo, lo llamaba «doctor». Vivieron juntos muy felices hasta que el doctor la repudió para casarse con una veinteañera. Shirine adoptó una expresión de asombro. –¿Una veinteañera? –¡No, gracias! –le dijo Arezu a Naim, que le presentaba la bandeja del té. Le lanzó una mirada dubitativa a Shirine, como si quisiera decirle «¿De qué te extrañas?». Esta dejó su taza al pie de la estatuilla de porcelana, sobre la mesita baja que había junto al sillón en el que estaba sentada. Ella también indicó con un gesto que no quería más té. Ayeh la llamó desde el otro extremo de la habitación. –¡Tía Shirine! Blandiendo un CD, gritó: –¡Jacques Brel! Shirine...



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