E-Book, Spanisch, Band 351, 312 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Pitcher El silencio es un pez de colores
1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-16854-63-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 351, 312 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-16854-63-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Annabel Pitcher nació en un pueblo de Yorkshire y estudió Filología Inglesa en la universidad Oxford, y desde entonces ha trabajado en medios de comunicación y como profesora de inglés. Su afán por escribir una novela le hizo viajar por el mundo, tomando notas en autobuses peruanos, en el Amazonas y a la sombra de los templos vietnamitas, lo que dio origen a esta novela. Actualmente vive en Yorkshire.
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Capítulo 1
En internet tiene que haber alguna lista de qué comprar en caso de querer irte de casa, pero mi teléfono, como de costumbre, está muerto. Juraría que siempre decide apagarse en el momento en el que las cosas se ponen feas. Ahora lo llevo grogui en el bolsillo y no puedo buscar una lista de artículos indispensables para la vida del fugitivo, aunque una linterna infantil con forma de pez de colores me parece una elección muy sensata. Tiene una pinta bastante simpática con esa carita naranja y, sin duda, un amigo me vendría de perlas ahora mismo, así que a la cesta que va. Desde allí me observa con unos ojitos negros y brillantes mientras cojo tampones, pañuelos, dos chocolatinas y una revista.
El trayecto en tren desde Manchester a Londres dura dos horas, así que voy a necesitar algo para leer y para ocultarme porque, conociendo mi suerte, Jack llamará a la policía en cuanto me eche en falta y, para cuando llegue a la estación Euston, habrá fotos mías empapelando las paredes de los servicios con un letrero que diga «Encuentren a mi Tessie-T» en fuente negrita extragrande.
No nos engañemos, Jack no es el tipo de persona que le hace ascos a un buen drama, y que tu hijo desaparezca debe de ser lo peor que le puede ocurrir a un padre. Cuando pienso en ello me dan ganas de tirar la cesta y correr de vuelta a casa, de manera que tengo que recordarme a mí misma que mi supuesto padre es ahora, y desde que vi lo que vi en su ordenador, mi enemigo número uno. Sin embargo, me duele en el alma imaginarme la expresión de su cara, con la mirada fija en mi cama vacía y en el nórdico de Star Wars. Lo compré el año pasado fingiendo que se trataba de una sarcástica declaración de intenciones, cuando en realidad lo hice porque quería dormir con Luke Skywalker. Como para no querer, viendo cómo maneja su espada láser...
Mamá gritará un «¡Jack, ven aquí!» con una voz más crispada de lo habitual tratándose de un día cualquiera a las siete de la mañana, cuando tiene la costumbre de entrar sin avisar en mi cuarto con una taza de té, como si fuera el cuco de un reloj de pie. Sí, es preciso, pero también bastante desquiciante. No estoy de broma, llevo tres años sin beberme ese té. Simplemente me resulta demasiado agotador levantar la cabeza de la almohada a esas horas intempestivas; pero lo agradezco, y mamá lo sabe. Me estruja con cariño los pies mientras le dedico un «gracias» con voz ronca.
Eso es amor, preparar té día tras día para alguien que nunca se lo bebe solo por si acaso esa mañana le pueda apetecer un sorbo. Quiero arrojar el té a mamá en toda la cara, pero también quiero saborearlo, y ya no podré hacer ninguna de las dos cosas porque no voy a volver a verla nunca. Dentro de una hora, aproximadamente, se dará cuenta de que me he ido y mirará con horror mi cama vacía, sobre la que Jedi se subirá de un salto queriendo darme un lametón, y se lamentará gimoteando cuando descubra que no estoy.
Y yo también me lamento en este ir y venir por los pasillos: los pies me palpitan dentro de unas botas Dr. Martens plateadas porque este es el mayor ejercicio físico que mis piernas han hecho en, más o menos, cuatro años. Hubo una época, hace tiempo, en la que lo mejor del mundo era correr a lo loco con el viento silbando a través del hueco de mis dos paletas. Podía extender los brazos y volar como una enorme mariposa. Jo, cómo recuerdo mis deslumbrantes colores... Luego se destiñeron y ahora camino lentamente, arrastrando los pies. Llevo caminando así desde las dos y diez de la madrugada cuando hui de casa, silenciosa como un ninja, con la necesidad de sentir tierra firme bajo mis pies, de asegurarme de que la Tierra seguía ahí aunque mi mundo acabara de desmoronarse. Deambulé por calles conocidas, perdida en la oscuridad, demasiado asustada de los pensamientos que me rondaban por la cabeza como para preocuparme por cualquier otra cosa.
Y aquí estoy, llevando a cabo un plan con un pez de colores como segundo de abordo, que, ahora mismo, está totalmente fuera de juego. Esto es posiblemente lo último que él se imaginaba que le iba a ocurrir cuando se despertó esta mañana junto a las garrafas de anticongelante de la gasolinera Texaco, el único hogar que había conocido en su vida.
Noto que se me hinchan los ojos, como si fueran nubes de lluvia. A punto están de descargar y eso no puede ser, ¿verdad? Así que finjo ser otra persona, alguien que ronda los treinta, con la vida solucionada y que va a coger un tren al centro de Londres para asistir a una reunión importante, en lugar de lo que soy: una quinceañera con el pelo teñido de negro y las raíces descoloridas, y huérfana de padre. Y digo huérfana de padre, aunque igual podría ser hija de ese hombre que está justo ahí, trabajando tras la caja registradora, a pesar de que no tenga aspecto de haber engendrado una prole.
Sin ánimo de ofenderme a mí misma, pero soy de hueso ancho y estoy bien entrada en carnes, y ese tipo parece una gallina escuchimizada con cara de pollo. Me mira sin prestarme demasiada atención mientras pongo la cesta sobre el mostrador, luego picotea en la caja registradora con una mano huesuda, marcando el precio del pez de colores ya que no tiene código de barras.
—Lo siento —le digo, como si fuera culpa mía.
El hombre pasa de mi disculpa, lo que saca a relucir su falta de educación o lo que sea, aunque no me importa demasiado porque si no existo, mejor para todos.
Sé perfectamente en qué planeta vivo, ¿vale?, y ya me he cansado de fingir encajar, de matarme por alcanzar el centro del sistema solar. Mi verdadero lugar en el universo está bastante claro, y si no que se lo pregunten a la anciana encargada del comedor de mi escuela que se percató de ello a la legua. Durante la primaria, mientras los niños intentaban hacer amigos, yo trataba de encontrar un espacio que mi imaginación pudiera llenar con lo que quisiera, casi siempre mariposas porque para mí eran la perfección: hadas auténticas con alas mucho más bonitas. A la hora del recreo me convertía en ellas, no en una única mariposa, sino en cientos de ellas; mis brazos se transformaban en un caleidoscopio de colores mientras bailaba sobre el césped húmedo. Entretanto, mis compañeros de clase jugaban al pillapilla, persiguiéndose los unos a los otros alrededor de unos cuantos metros de asfalto. No alcanzaba a comprenderles y les preguntaba una y otra vez en mi cabeza «¿No hay demasiada gente?».
—No te preocupes, angelito —me dijo la encargada del comedor cuando me pescó observando a los otros niños con cara de confusión—. Tú eres como Plutón: te sientes mucho más a gusto en soledad. —Me dedicó una sonrisa plagada de arrugas—. No hay nada de malo en ello.
Creí en sus palabras hasta que empecé el instituto. Daban una fiesta de bienvenida para los alumnos de primer curso de secundaria con un DJ que no era el padre de ningún alumno, sino todo un adolescente con el tatuaje de un carácter chino en el bíceps.
—Pollo kung pao —respondí a dos chicas que me preguntaron mi opinión acerca de su significado mientras miraban con ojos atónitos— con arroz frito.
Pasaron de mí y se alejaron bailando, momento que aproveché para escapar del alboroto del salón de actos en dirección a la sala donde los profesores estaban vendiendo chuches, y, ¡madre mía!, el puesto de chocolatinas estaba hecho un desastre, así que no me quedó más remedio que colocarlas en pilas ordenadas para la señora Miller. Después salí fuera a sentarme en un muro, bajo un árbol.
Cuando llegué a casa, Jack me preguntó si me lo había pasado bien. Lo hizo como si ya conociera la respuesta de antemano, pero, desafiando todas sus expectativas, asentí al pensar en la forma en que la luz de la luna se había filtrado a través de las ramas iluminando mi piel con sus rayos plateados.
—¿En serio te has divertido? —Su voz se animó, también su cara—. ¿De verdad? Eso es maravilloso, Tessie-T. Realmente maravilloso. Nuevo instituto y todo. Nuevo comienzo. ¿Qué hiciste?
—Me senté debajo de un árbol —le respondí, y su rostro se ensombreció.
—¿Con un amigo? Dime que estabas con un amigo, Tess. Ya hemos hablado de esto.
Me miré los dedos de los pies a través de las medias. Antes de la fiesta, mamá me había pintado las uñas de rosa brillante a pesar de que nadie las vería.
—¿Tess? —dijo mamá sentada en el sillón, medio escondida tras una montaña de correcciones—. Papá te está hablando. ¿Saliste de la fiesta con alguien?
—Claro que sí —respondió Jack—. Ella recuerda nuestra charla, ¿verdad, Tessie-T? Acerca de la importancia de encajar. Eso es lo que estás haciendo, ¿a que sí? Encajar.
Solo había una respuesta posible, y estaba bastante claro cuál era. Ellos no querían un Plutón. Querían un Mercurio o, por lo menos, un Venus. Asentí con la cabeza, moviéndola arriba y abajo y, a continuación, Jack me propinó tal manotazo en el omóplato, justo donde solía estar mi ala izquierda, que provocó que mi cabeza casi saliera despedida hacia delante.
—¡Esa es mi chica! —exclamó. Si su voz se había animado antes, ahora se había venido arriba, arriba, arriba muy por encima del temor al que siempre tendría que enfrentarme por encajar—. Cuéntanoslo todo acerca de ella, ¿o es un él? —me preguntó, guiñándome un ojo al tiempo que me obligaba a sentarme en el sofá. Como siempre, este se resintió con un crujido y, también como siempre, tuvimos que acomodar los cojines. Los dos proferimos un gruñido exagerado cuando mamá se apretujó...




