Queffélec | El rector de la isla de Sein | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 34, 188 Seiten

Reihe: Literaria

Queffélec El rector de la isla de Sein


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-1339-523-4
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 34, 188 Seiten

Reihe: Literaria

ISBN: 978-84-1339-523-4
Verlag: Ediciones Encuentro
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Esta apasionante novela relata de forma estremecedora la vida áspera y salvaje de la isla de Sein en el siglo XIX. Es una visión que ilumina las difíciles condiciones de vida, a veces bastante sombrías, las revueltas semejantes a la naturaleza atribulada de este pedazo de tierra sometido a los caprichos furiosos del mar. Ante este aterrador telón de fondo, un honrado ciudadano, que había asumido el papel de sacristán, decide un día, espoleado también por la población, ejercer de párroco, ya que la ausencia de un sacerdote en un mundo tan angustioso era una cruel carencia para el pueblo y nadie del continente quería asumir el papel en las duras condiciones de la vida isleña. La novela describe la tierra natal del autor, Bretaña, y se estructura a partir del sentido religioso como sentimiento original de una dependencia inevitable, una dependencia que exige un apoyo físico, como la que los isleños buscan en el sacristán. Henri Queffélec es un nombre consagrado en la literatura francesa contemporánea. Esta magnífica novela fue llevada al cine como Dieu a besoin des hommes (1950) dirigida por Jean Delannoy y con guion del propio Queffélec, y resultó ganadora del Premio OCIC del Festival de Venecia de 1950.

Henri Queffélec (Brest, 1910 - Maisons-Laffitte, 1992) fue un escritor y guionista francés. Se le considera el gran novelista marítimo en francés del siglo XX. Fue autor de más de 80 libros, muchos de ellos inspirados en su Bretaña natal y en el mar. En 1958 recibió el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa por Un royaume sous la mer, en 1967 el Premio Jean-Walter de la Academia francesa por el conjunto de su obra, y su carrera fue reconocida por el Gran premio de literatura de la Academia francesa en 1975. En 1988 fue condecorado con la Orden del Armiño. Henri Queffélec es el padre del escritor Yann Queffélec (Premio Goncourt 1985 con Las bodas bárbaras).

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VI El domingo, cuando se encontró frente a una parroquia atenta, pronta a admirarle, Thomas Gourvennec desfalleció. Nunca podría renovar su hazaña. Levantó la mano para enjugarse la frente, y en vez de hacer esto último, se santiguó. Todo el mundo se santiguaba, las mujeres, los niños, los hombres, los de la nave, que le veían, y los de las naves laterales, que no le veían e imitaban a los de la nave central; tenía el mismo poder que un sacerdote. Sus grandes ideas se habían dispersado bruscamente. El mostrar a los isleños de qué favor les rodeaba Dios era una cosa bella pero difícil. Aquellas gentes no necesitaban tanto conocer su fortuna, sino más bien que las hirieran, que las reprendieran, recibir una tempestad de reproches... su orgullo levantaría demasiado pronto la cabeza. Injurió copiosamente a su auditorio... Como el domingo anterior, después de los cánticos bretones se fue a la sacristía y, por la pequeña ventana, contempló la duna rasa. Cuando salió, se fue directamente a casa de su padre, que le repetía: —¿Dónde vas a buscar todo eso? Dios mío, ¿dónde vas a buscar todo eso? —sin atreverse a mirarle más que a hurtadillas. —¿Crees que hago bien? —le preguntó Thomas, que quería saber si le había gustado su sermón. Guillaume juró que su hijo hacía un bien inmenso, que hablaba como un sacerdote y hasta mejor que un sacerdote, y que todos le admiraban. Lo que a veces les hacía daño a los rectores era que les tenían miedo a sus fieles. Sabían demasiada ciencia de los libros, ciencia del confesionario, de la misa y del Espíritu Santo, pero no sabían acudir a sus fieles. Sabían hablar de cada uno de ellos, por separado, pero no a todos juntos. Un hombre que ha calumniado a un amigo, al hablar con otro, y los ve juntos a los dos, no se queda más cortado que los rectores durante sus sermones. A lo largo de todo el domingo, los isleños desfilaron por casa de los Gourvennec. —Cuando se tiene un hijo así, que honra a toda la isla, es lo menos que puede hacerse —se excusaban las mujeres al presentar sus regalos. Pan, galleta, vino, pescado seco. Avara o ingenua, la Fanchic del Poul-Dû le trajo un pedazo de lieu, que estaba podrido, pero, como decía más tarde Corentin a otra vieja, aquella basura serviría de cebo. Al caer la noche, entró solemnemente toda la familia Kernéis. Mathieu, antes de franquear el umbral, pidió la gracia divina para los habitantes de la casa. Traía vino y sal. Scolastique no levantó los ojos. VII Una tempestad equinoccial, que agitaba el mar, aprisionó a los isleños en su arrecife, y hubo veladas y conciliábulos, corrientes de viento aullador en las callejuelas tortuosas, comidas escasas cortadas por lentas frases... Si alguien moría durante la tempestad, ¿moriría como un perro? El viento silbaba, aullaba, cantaba, azotaba. Era una mezcla de ruidos, ladridos y música. A pesar de eso, había a veces días claros, un cielo luminoso se pegaba a las ventanas y parecía como si, al cabo de unos momentos, fuera a verse el viento, que agitaba el aire y hería el mar con la fuerza de una varilla de acero. Acababa de oírle pasar bajo la puerta, tocar el techo, correr en la racha. ¡Diablo de ser! Unos minutos de paciencia y luego, de repente, le pondrían la mano encima, como a un ladrón que se acecha. Pero seguía invisible. La isla, herida de costado, recibía el insulto. Hasta llegaba a felicitarse de su quilla rocosa, formada de un suelo duro que le aseguraba su equilibrio. El mar alzaba la mano contra aquella isla que le roía la faz, pero la isla era más resistente que la mano, y las raíces de su cuerpo eran profundas. La isla se pegaba al agua. Estaba cosida al mar con sus estratos de roca. El mar no la vencería. Los ancianos se reunían durante el día en las casas de uno o de otro, pero las lenguas no recobraban su agilidad hasta la noche, a la luz del hogar, cuando las almas, libres de una luz mezquina, contemplaban sus recuerdos. Se hablaba del tiempo, de los muertos y de los ausentes, de la pesca, se contaban leyendas. A fin de agradar a las mujeres, que esperaban aquella ocasión para intervenir, y que, hasta entonces, permanecían silenciosas, se hablaba de la iglesia. ¿La isla era una parroquia sin sacerdote? ¡Thomas Gourvennec predicaba tan bien como cualquier párroco! Los niños del dueño de la casa, acostados juntos en sus camas cerradas, escuchaban atentos y se les oía moverse sobre los colchones de fucus secos. Una noche, mientras contemplaba el fuego, Yves Lannuzel, a quien llamaban el tío Lannuzel, emitió la opinión de que Thomas debería irse a vivir al presbiterio, y la isla se encargaría de alimentarle. El tío Lannuzel era un hombre que había tenido muchas desgracias... y por eso le escuchaban. Condenado por injusticia a cinco años de galera, mientras cumplía su condena había perdido a su mujer, que se había vuelto loca y se había ahorcado, luego de estrangular a sus dos hijos. Lannuzel había vuelto a casarse. Su segunda esposa murió al dar a luz un niño muerto... Al cabo de un momento de silencio, Mathieu Kernéis le preguntó cómo se imaginaba que podía hacerse aquello. Hubo una pausa. François Guillerm declaró que la Iglesia era dura con los pobres. Permitía que cualquier persona administrara el bautismo, ¿y por qué no la extremaunción? —No, no digo que Thomas sea párroco de Sein, digo que reemplazaría al párroco de Sein —respondió el tío Lannuzel. Otros opinaban que un párroco le haría bien a la isla. Su opinión, que no conseguían sacar de debajo de sus modestias, era que la isla no existiría realmente hasta el día en que tuviera un sacerdote. ¿Podían decir, hoy en día, que eran cristianos, es decir, hombres? Al cabo de un silencio, Mathieu Kernéis opinó que si algún isleño tenía derecho a reemplazar al párroco, ese isleño era, sin duda, Thomas. —¡Ya ha empezado a hacerlo! —exclamó Guillerm. La tempestad envolvía la isla. Estaban allí como en un navío, y un navío no tiene sacerdote, pero el día en que ese navío aborda un país cristiano, desde el puente se ven los campanarios de la ribera. Los campanarios de iglesias con sus sacerdotes... Al día siguiente, la tempestad seguía envolviendo la isla cuando François Guillerm entró en casa de los Gourvennec. Llevaba dos velas y una cuerda, que ofreció a Corentin en señal de gracias por lo que Thomas hacía por la parroquia. Thomas no contestó nada. François le rogó que saliera con él y, afuera, en la callejuela curva, le detuvo para preguntarle qué empleo pensaba darle a las dos monedas de oro. Roto en mil pedazos por la línea incierta de la callejuela, el viento no azotaba a los dos hombres. Pasaba alrededor suyo como una corriente, empujando las ramillas. El ruido del mar y el ruido del viento en los tejados les llenaba los oídos y tuvieron que interrumpirse. Con un gesto, François le mostró la iglesia. Se apresuraron a franquear el porche glacial. Thomas tomó agua bendita y, después de haberse santiguado, quiso rezar un poco, pero el otro, agarrándole del traje y hablándole con la boca casi pegada a la suya, le pidió una explicación inmediata. —No te imaginarás que te he llevado dos velas y una cuerda gratis pro deo. Devuélveme mis monedas. Thomas le dijo que no se las devolvería, y François le sacudió del traje, con las dos manos, bajando la cabeza. —¡Ándate con cuidado! —exclamó—. ¡Ándate con cuidado! ¡No hagas eso! ¡Yo, François Guillerm, te lo aconsejo! —después cambió de tono—: Te he apoyado en una velada. He propuesto que te instales en el presbiterio y que te sirvas de la casa del sacerdote como de tu propia casa. ¡Eso es algo, no! Devuélveme mis monedas, que me lo he merecido. —¡Lo que se da a la iglesia no se puede volver a tomar! Como François insistía, levantando cada vez más la voz, sin respetar las viejas estatuas, el catafalco, ni aquel olor de Dios que lo envolvía todo, Thomas interrumpió la discusión. —¡Vamos a la sacristía! —le replicó el otro, y una vez en la sacristía, se mostró más tratable aún. No reclamaba sus monedas aquel mismo día. Solamente imploraba que, algún día, cuando Thomas lo juzgara pertinente, le pusiera de nuevo en posesión de su oro. Thomas Gourvennec había perdido la paciencia y, soltando su traje, se cruzó de brazos. —¿No te da vergüenza? ¡No volverás a ver tus monedas! ¡Las he tirado al agua! —¡Si supiera que habías hecho eso, te mataría! ¡Pero lo dices por asustarme! ¡Ten cuidado! ¡Te lo aconsejo! Ahora yo soy el que pierde: ¡pierdo dos monedas de oro, dos velas y una cuerda! ¡Pero ya me lo cobraré todo! Cuando llegó la noche, Thomas, con el pretexto de satisfacer una necesidad natural, salió de su casa, pero, en realidad, se disponía a tirar al mar las dos monedas de oro que tantos disgustos le habían dado. Se creía con derecho para hacerlo y, al mismo tiempo, desharía una mentira... Apretando el puño sobre las famosas monedas, gozaba de la tormenta. Por el occidente de la isla, las olas se estrellaban contra los arrecifes, gruñían entre los escollos, las oleadas de agua rodaban sobre las playas planas y guijarrosas. En el estrépito se distinguían dos o tres líneas de ruidos, que sobrepasaban la queja aguda, agria y discordante del viento... ¡Iba a acercarse a Dios tirando a la nada una materia vil y brillante que enloquecía a los hombres! Caminaba contra la tempestad, apartándola a izquierda y derecha, y en su vigor físico acabó por...



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