E-Book, Spanisch, Band 250, 408 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Ribas / Hofmann Don de lenguas
1. Auflage 2013
ISBN: 978-84-15803-07-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 250, 408 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-15803-07-2
Verlag: Siruela
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Una absorbente novela policiaca ambientada en la Barcelona de 1952, en la que una joven y valiente aspirante a periodista se enfrenta a una peligrosa trama enraizada en los más oscuros secretos de la alta sociedad. «Allí estaba Mariona. Blanca, rubia, carnosa y muerta.» Barcelona, 1952: quedan pocas semanas para el Congreso Eucarístico, y la consigna oficial es dar una imagen impoluta de la ciudad, pues está en juego la legitimidad internacional del Régimen.Ana Martí, novata cronista de sociedad de La Vanguardia, encontrará en el encargo de cubrir el asesinato de Mariona Sobrerroca, una conocida viuda de la burguesía, su oportunidad para escribir sobre temas serios. El caso ha sido encomendado al inspector Isidro Castro de la Brigada de Investigación Criminal, un hosco policía de doloroso pasado, que tendrá que aceptar de mala gana que Ana cubra la investigación.Pero la joven periodista pronto descubrirá nuevas pistas que se apartan de la versión oficial de los hechos y recurre a la ayuda de su prima Beatriz Noguer, una eminente filóloga. Lo que en principio parecía una inofensiva consulta lingüística sobre unas misteriosas cartas encontradas entre los papeles de la difunta se convertirá en el inicio de una serie de revelaciones en las que están implicadas personas muy influyentes de la sociedad barcelonesa... En medio de un ambiente hostil poblado de funcionarios y políticos corruptos, porteras entrometidas, policías violentos, prostitutas y ladrones de buen corazón, la inteligencia y el arrojo de Ana y los conocimientos lingüísticos y literarios de Beatriz serán sus únicas armas para resolver el caso.
Rosa Ribas (Prat del Llobregat, Barcelona, 1963) estudió Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona, y desde 1991 reside en Alemania, en Fráncfort. Ha escrito las novelas: El pintor de Flandes, La detective miope, Miss Fifty y la serie policiaca protagonizada por la comisaria hispano-alemana Cornelia Weber-Tejedor. En Siruela ha publicado, en coautoría con Sabine Hofmann, las novelas policiacas Don de lenguas y El gran frío, traducidas con gran éxito a distintos idiomas.
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2 A las nueve de la mañana, mientras contemplaba con ojos adormilados la taza de café medio vacía, Ana Martí oyó el teléfono en la escalera. El aparato estaba en un hueco, debajo del primer tramo, metido en un cajón con una puerta de rejilla cerrada con un candado. La llave solo la tenían Teresina Sauret, la portera, y los Serrahima, los vecinos del principal, que eran los dueños del edificio. Cuando el teléfono sonaba, la portera lo cogía y se encargaba de avisar al vecino a quien iba dirigida la llamada. Si le apetecía, porque a veces no le venía en gana. Las propinas o los aguinaldos de Navidad, tanto la expectativa de recibirlos como la generosidad con que se hubieran presentado, la animaban a subir las escaleras. Ese día seguramente la posibilidad de reclamar los dos meses de alquiler que debía Ana le concedió más agilidad a sus piernas y poco después de que el sonido estridente del aparato la hubiera sacado de su piso, la portera ya había subido hasta el tercero, que con el principal era un cuarto, y aporreaba la puerta. –Señorita Martí, teléfono. Abrió. Teresina Sauret, plantada en mitad de la puerta, le bloqueaba la salida. Por el espacio que no cubría su cuerpo rechoncho embutido en una bata de felpa entró un aire frío y húmedo. Ana estiró la mano para coger el abrigo, por si la llamada era larga, y las llaves para cerrar e impedir miradas curiosas de la portera. Esta debió de pensar que buscaba el dinero y se hizo a un lado. Ana aprovechó el hueco para salir del piso y cerrar la puerta. Dejó a la portera a pocos centímetros de la madera con la cara a la altura de la mirilla de bronce redonda como un ojo de buey. Las de las otras tres puertas brillaban a la luz de la bombilla que colgaba desnuda del techo del rellano. No había lámparas en los pasillos de las plantas de alquiler, solo en la entrada del edificio y en el principal, para las visitas de los Serrahima; que los inquilinos de los pisos de alquiler no las tuvieran y lo que estos pudieran opinar traía sin cuidado a los dueños de la casa. La portera masculló algo; no sería ni bonito ni agradable, pero Teresina Sauret tomaba la precaución de no decirlo demasiado alto para que si alguien en la casa lo escuchaba no lo entendiera y, con todo, a ella, a la morosa, le bastara percibir el tono para entender el mensaje. Mientras tanto, Ana bajó corriendo las escaleras, llegó al hueco y cogió el pesado auricular de baquelita que la portera había dejado apoyado en la caja. –¿Diga? –¿Aneta? Era Mateo Sanvisens, jefe de redacción de La Vanguardia. –¿Conoces a Mariona Sobrerroca? ¿Cómo no iba a conocerla? Llevaba casi dos años escribiendo notitas de sociedad, a la fuerza tenía que conocerla. Viuda de un médico de postín, pubilla de un antiguo linaje catalán, era parte del elenco fijo en todas las fiestas importantes de la ciudad. –Claro –respondió. Después de separarse de la puerta, Teresina Sauret había iniciado el descenso y ralentizaba el paso para poder captar parte de la conversación. Los pies se acercaban con una lentitud exasperante. –Pues ya no la conoces, la conocías. –¿Y eso? –Está muerta. –Y necesitáis la necrológica para mañana... –empezó a decir. Las líneas del texto ya se escribían en su cabeza, «Nos ha dejado la ilustre Mariona Sobrerroca i Salvat, viuda de Garmendia, gran benefactora de...». Sanvisens le arrancó de un golpe la máquina de escribir de la cabeza. –Aneta, hermosa, ¿eres boba o te has atontado de ir demasiado al Liceo? ¿Crees que te llamaría yo para una necrológica? Llevaba suficiente tiempo también haciendo de negro para el periódico como para saber cuándo no había que responder a la preguntas de Sanvisens. Aprovechó el silencio para despedirse con una inclinación de la cabeza de la portera, quien por fin había logrado alcanzar el último peldaño. Teresina Sauret se metió en su casa. El roce de sus zapatillas se detuvo, como era de esperar, justo detrás de la puerta. –La han asesinado. Sobresaltó a la portera con la exclamación que se le escapó al escuchar estas palabras, porque se oyó un golpe en la puerta. «Ojalá se haya dado un buen cabezazo», pensó Ana. –Me gustaría que siguieras el asunto. ¿Quieres? Se le acumularon muchas preguntas. ¿Por qué yo? ¿Por qué no lo hace Carlos Belda? ¿Qué dice la policía? ¿Qué quieres que haga? ¿Por qué yo? Se le acumularon tantas preguntas que solo dijo: –Sí. Mateo Sanvisens le pidió que fuera de inmediato a la redacción. Colgó. Subió a zancadas hasta su piso, se puso unos zapatos de calle, cogió el bolso y se lanzó escaleras abajo. Teresina Sauret estaba cerrando la puertecilla del teléfono. –¡Qué modos! ¡Vaya carreras! –escuchó mientras salía corriendo a la calle en dirección a la Ronda. Pasó de largo sin mirar la pintada que había estampado el rostro de José Antonio sobre unas letras de molde que proclamaban «¡Presente!», contra cuyo vandalismo nadie se había atrevido a protestar por temor a significarse. Como no venía ningún tranvía en dirección a la plaza de la Universidad, prefirió no esperar e ir a pie. Caminó tan rauda hasta la calle Pelayo, que pronto dejó de notar el fresco en las piernas. En la redacción del periódico esperaba que Sanvisens diera respuesta a sus preguntas. Tal vez incluso a la pregunta de por qué la había llamado a ella y no a Carlos Belda, que era quien siempre se encargaba de las noticias de sucesos. –Carlos está enfermo. Estará de baja por lo menos una semana, sino dos –le dijo Sanvisens después de saludarla y mirar el reloj como si hubiera cronometrado el tiempo desde la llamada. Solo por cortesía, ella preguntó: –¿Qué tiene? –Unas purgaciones. Se las han tratado con penicilina y le ha hecho reacción. –Igual lo que estaba mal era la penicilina. No hubiera sido algo tan extraño. Había más de un caso de penicilina y de otros medicamentos adulterados que habían dejado un rastro de muertos y enfermos crónicos. Adulterar penicilina estaba penado con la muerte. También se castigaba hacerlo con el pan o con la leche. Pero se hacía. –Igual sí –dijo el redactor jefe. Mateo Sanvisens no era un hombre especialmente aficionado a la conversación trivial. Era parco en palabras, adusto –seco, decían algunos– como su cuerpo, el cuerpo fibroso de un alpinista veterano con las manos llenas de aristas como talladas por un cincel. En su juventud había llegado a escalar varios picos altos de los Alpes y conocía los Pirineos, de donde era originario, mejor que los contrabandistas. Tenía en el despacho imágenes de algunos de los picos más altos del mundo, entre ellas una del Everest. –La montaña más alta, aunque tal vez no la más difícil. Eso es algo que muchas veces averiguas cuando ya estás subiendo. Esta caerá pronto –solía decir. Al lado estaba la página enmarcada de La Vanguardia en la que se daba la noticia de la coronación del Annapurna por parte de una expedición francesa, hacía dos años, en 1950. En cuanto Ana se hubo acomodado frente a su escritorio, Sanvisens pasó enseguida a darle informaciones sobre el asunto: –La criada de Mariona Sobrerroca la encontró muerta ayer en su casa. –¿Cómo la mataron? –Le pegaron y después la estrangularon. –¿Con qué? Se avergonzó del hilito de voz con que le salió la pregunta, pero la creciente excitación le había atenazado la garganta. –Con las manos. Sanvisens imitó el movimiento de estrangulación. En pocas palabras se habían resuelto el cómo, el dónde y una parte del cuándo. –¿De verdad se va a cubrir la noticia? –preguntó. Las noticias de asesinatos no eran bien recibidas por los censores. En un país en el que se suponía que imperaban la paz y el orden, los crímenes locales no debían cuestionar esa imagen. Había claras consignas al respecto, pero también, como en todo, excepciones. Parecía que ese asunto iba a ser una de ellas. –No se puede ocultar. Mariona Sobrerroca es demasiado conocida y su familia, sobre todo su hermano, tiene las mejores relaciones tanto aquí como en Madrid; por eso las autoridades consideran que es mejor que se dé cuenta de las labores de investigación y se muestre con ello la efectividad de las fuerzas del orden. Las últimas palabras sonaron como si estuvieran entrecomilladas. Ana captó la ironía. –¿Y si resulta que la ha matado alguien próximo a ella, alguien de la alta sociedad? –preguntó. Por la mente de Ana cruzaron, como si pasara las hojas de un álbum, una serie de fotos de Mariona Sobrerroca en las páginas de sociedad: vestida de gala en el Liceo junto a las esposas de altos cargos políticos de la ciudad; llevando regalos de Reyes a los niños del Auxilio Social en compañía de varias dirigentes de la Sección Femenina; en una puesta de largo; con un grupo de señoras en la fiesta de la banderita de la Cruz Roja; en bailes, conciertos, misas solemnes... –Pues sería un ejemplo de que todos somos iguales ante la ley –el tono irónico no desaparecía de la voz del periodista–. Pero no creo. Parece que ha sido un robo. Sea lo que sea, vamos a informar sobre ello. En...