Roldán / Birulés Bertrán / Gómez Ramos | Vivir para pensar | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 464 Seiten

Reihe: Pensamiento Herder

Roldán / Birulés Bertrán / Gómez Ramos Vivir para pensar

Ensayos en homenaje a Manuel Cruz
1. Auflage 2012
ISBN: 978-84-254-3123-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

Ensayos en homenaje a Manuel Cruz

E-Book, Spanisch, 464 Seiten

Reihe: Pensamiento Herder

ISBN: 978-84-254-3123-4
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection



Manuel Cruz ha desempeñado un papel muy activo en el debate filosófico español durante las últimas décadas. Catedrático de filosofía contemporánea de la Universidad de Barcelona y profesor visitante en diversas universidades europeas y americanas, forma parte del consejo de redacción de numerosas revistas de su especialidad, tanto nacionales como extranjeras. Es, además, autor de una amplia producción ensayística, director de varias colecciones editoriales y colaborador habitual en medios de comunicación españoles y argentinos. Los textos que componen el presente volumen de homenaje a este filósofo se han organizado en distintos bloques en torno a lo que han sido y son los ámbitos generales de reflexión en su prolífica actividad intelectual: el significado de la filosofía y el papel del filósofo ('En qué repara el filósofo'), la cuestión del tiempo y de la memoria ('La comprensión del pasado'), la política y la responsabilidad ('La dificultad de vivir juntos') y, finalmente, la acción y el sujeto ('Tiempo de subjetividad'). Coordinado por Fina Birulés, Antonio Gómez Ramos y Concha Roldán, y con un prólogo a cargo de Emilio Lledó, el libro cuenta con la colaboración de destacados pensadores españoles y extranjeros y se cierra con una entrevista en la que Manuel Cruz pasa revista a momentos destacados de su trayectoria intelectual y dialoga acerca de alguno de los temas que ha sido objeto de una mayor atención a lo largo de su obra.

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Desde un homenaje
Emilio Lledó* No podemos escapar a la rueda del tiempo. Se repite, pero no en cada uno de nosotros, sino en los que nos siguen; aunque, tal vez, esa repetición sea una forma de encontrarse a sí mismo, de continuarse a sí mismo. Las vueltas de esa rueda de inmóvil eje van dejándonos un poco más alto, año tras año, hasta que empieza, en un determinado instante, un lento y, esperamos siempre, sosegado descenso. Con ese movimiento que nos inserta en una forma de sucesión y en el que circulamos, descubrimos a veces a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nuestros alumnos. Comprobamos que ellos también están allí, allí donde nosotros estuvimos, en aquel punto de una personal historia, del círculo siempre mágico de una vida. Mágico porque la existencia es, como sabemos, una mezcla de azar y necesidad, de sorpresas y determinaciones, de coherencias e imprevistos. Pero ese juego debe tensarlo, cuando los años nos han dejado suficiente memoria, un hilo de felicidad, de tranquilidad con el propio ser, por muy duro que pudiera haber sido nuestro encuentro con el infortunio. Uno de los más grandes tesoros de la memoria consiste precisamente en esa posibilidad de reencuentro, en esa forma sutil de revivir. Ahora, en el desplazamiento pausado de esa gigantesca, implacable, rueda del tiempo veo alzado, en su sexagésimo aniversario, a Manuel Cruz. Y repetimos siempre esa frase, ya famosa, con la que se expresa la sorpresa del paso de los días y la extrañeza de su inmediatez y, al par, de su distancia: «¡Parece mentira!». Hace poco más de veinte años, yo mismo estuve ahí, en lo alto de esa curvada superficie. Manuel Cruz, Miguel Ángel Granada y Ana Papiol se acordaron de mí y publicaron un libro de homenaje en ese aniversario de los sesenta años.1 Y ahora, de pronto, muy de pronto, me encuentro con que uno de ellos ha alcanzado ese punto de la rueda del tiempo y de su existencia que yo alcancé, y cumplido los años que yo también tuve. ¡Parece mentira! Esa apariencia engañosa me lleva a reflexionar sobre tal hecho y evocar cómo sucedió, cómo fue sucediendo. Por supuesto que un pequeño ramalazo de melancolía te aborda muchas veces con los recuerdos; pero esa melancolía no puede ahora teñir la alegría que acompaña el homenaje a quien ha cumplido, en una parte de su vida, un fructífero recorrido en el que el azar me puso para que fuese testigo. Claro que ese camino lo ha hecho Manuel Cruz solo, con su constancia, con su empeño, con su inteligencia, con su entusiasmo. En una ocasión me recordó que empezó la Universidad en 1968, en el otoño inmediato al famoso Mayo francés y en el curso en que se produjo el asalto al Rectorado de la Universidad de Barcelona y que provocó su cierre. En l970, comenzó la especialidad de Filosofía, después de los dos años de estudios comunes, tal como estaban, entonces, organizados los cursos en las facultades de Filosofía y Letras. Yo me había incorporado como catedrático de Historia de la Filosofía en octubre de l967. Recuerdo que, cuando conté a Gadamer y Löwith en qué consistían aquellos ejercicios de oposiciones de un programa oficial que abarcaba toda la historia de la filosofía, quedaban realmente asombrados. Me comentaban que, por supuesto, habrían sido suspendidos. ¿Cómo dominar con la misma soltura a los presocráticos, a Aristóteles, a Agustín, a Descartes, a Hume, a Kant, a Hegel, a Comte, a Marx, a Nietzsche, a Bergson, a Husserl, a Russell, a Heidegger, por ejemplo? Cito este recuerdo porque expresa la concepción asignaturesca, acartonada, paralizada de la enseñanza universitaria. Por supuesto que yo había tenido que presentar un programa completo al opositar a la cátedra de «Fundamentos de Filosofia e Historia de los Sistemas Filosóficos» de los dos cursos comunes en la Universidad de La Laguna. Pero en una oposición a los tres años de especialidad para una cátedra que, como «especialista», había de abarcar, más o menos, veintitantos siglos de la historia de las ideas filosóficas, el disparate era, no sé si divertido o trágico. De todos los sucesos académicos de Manuel Cruz en los que me he encontrado, solo recordaré algunos de ellos. En esa evocación no tengo más remedio que inmiscuirme. No podría escribir estas líneas, aunque sea más brevemente de lo que quisiera, sin que perciba que el homenajeado empezó a ser parte de mi vida, amigo y compañero, hace más de cuarenta años. Porque no podemos desgajar, sin herirlos, sin mutilarlos, aquellos recuerdos que cuando eran latidos, miradas, palabras, luz, formaban ese bloque denso y maravilloso de la existencia. En el momento de encontrar, con la memoria, la presencia de Manuel Cruz, me doy cuenta de que estoy en medio de ella, que soy en ella. Revivo un encuentro casual en 1974 en la Diagonal cerca de la que entonces se llamaba plaza de Calvo Sotelo. Manuel había hecho ya la tesina, ese trabajo requerido al concluir la licenciatura y previo a una posible tesis doctoral. Era un escrito que me había llamado la atención por el tema, y por la madurez y la inteligencia con que su autor lo había abordado. Se publicaría en 1977, en un denso volumen de trescientas páginas con el título La crisis de stalinismo: El caso Althusser. En realidad era ya mucho más que una tesina y reflejaba no solo la capacidad investigadora del autor, sino que a través de sus páginas traslucía la vida histórica, la realidad ideal y social de muchos de los problemas que entonces –¿solo entonces?– nos inquietaban. En aquel encuentro le pregunté por lo que hacía. Yo tenía de él, como alumno, un recuerdo magnífico, y de aquel trabajo de fin de carrera. Al ser algo así como el hermano mayor de una larga sucesión de alumnos, una filiación, en el sentido más creativo de la palabra, un deber que los profesores jamás debemos olvidar me llevó a proponerle que solicitase una de las becas para la «formación de personal investigador» que por entonces se anunciaban. Una manera, pues de recobrar a esos estudiantes distinguidos que, aunque por su talento pudieran ellos solos recobrarse, el azar podía de alguna manera prolongar ciertas esperas y la posibilidad se transformase en urgencia por las, según se dice, necesidades de la vida. No recuerdo bien si me dijo que, a lo mejor, se presentaba a cátedras de Instituto. Yo tenía la experiencia de que algunos alumnos excelentes, intelectual y humanamente, de las universidades de La Laguna y Barcelona proyectaron sus vidas hacia lo que entonces se llamaba Enseñanza Media. En este mismo contexto evoco lo que mi mujer, Montse, catedrática de alemán en el Instituto Zorrilla de Valladolid, me dijo para consolar mi disgusto, cuando en 1964 volví de Madrid, tras haber soportado los seis ejercicios de oposición a la cátedra de Historia de la Filosofía de la Universidad de Valencia, que no conseguí. «¿No estamos ya bien, felices incluso, en esta ciudad, en este trabajo?». Y, efectivamente, lo estábamos. El azar nos dio la posibilidad de juntar nuestras dos cátedras en la misma ciudad, cosa complicada a veces entre funcionarios del Estado en la enseñanza pública. Eso había determinado, entre otras cosas, nuestro regreso a España y tomar, en principio, la nada fácil decisión de retornar en aquellos años a este país. Una cierta forma de felicidad nos habitaba, con nuestro primer hijo, con los alumnos y las alumnas de los dos institutos, con los nuevos y siempre inolvidables amigos. Manuel Cruz en cualquier dedicación, dentro de sus proyectos intelectuales y humanos, habría sido también feliz. La felicidad es algo personal y, por supuesto, transferible. El principio de la felicidad parece que consiste no solo en compartir momentos de bienestar, de salud y alegría con el propio cuerpo, a lo que todos los seres humanos tienen derecho, sino del bienser que se siente en el empeño de habitar espacios sociales, posibilidades colectivas como ese luminoso don, ese regalo, de poder practicar una forma de amistad que es la enseñanza, de comunicar, de poder hablar de saberes que te empujan a hacerlos propios, a decirlos, a luchar por su interpretación, por su enriquecimiento; a luchar por ti mismo en la vida de los otros, en el amor hacia los otros, y en el ámbito abierto de un aula. Ámbito abierto porque las palabras de quien está ante nosotros hablándonos son, deben ser, como un río en el que nos embarcamos, un río de perspectivas, de propuestas, de interpretaciones, de conocimientos elaborados siempre por quien habla, por muy pequeño que pudiera ser aún su saber, por muy seca que pudiera ser la «asignatura»: ese nombre terrible que ha dominado los «planes de estudio» en nuestro país y que ha paralizado muchas veces la posibilidad de pensar, de crear, incluso de progresar. Por cierto, el mismo día en que escribía estas líneas, leía en la prensa noticias y algún artículo manifestando el deseo de acomodarse a los planes «bolónicos». Esa acomodación implicaba desterrar de la enseñanza ese nombre funesto, decían, de «lección magistral». ¡Qué más hubiera querido yo, en mi época de estudiante, que tener ante mí a verdaderos maestros, y sentirme envuelto, acompañado, estimulado, como en mis años de Heidelberg, con las palabras, con la sabiduría de Gadamer, de Löwith, de Regenbogen, de Dirlmeier, bajo el cobijo y el estímulo de lecciones...



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