E-Book, Spanisch, 250 Seiten
Rubini Viejos, me mudo a Londres
1. Auflage 2012
ISBN: 978-1-62309-447-8
Verlag: BookBaby
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 250 Seiten
ISBN: 978-1-62309-447-8
Verlag: BookBaby
Format: EPUB
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Una novela turística para quien quiere conocer Londres desde adentro. 'Viejos, me mudo a Londres' describe los distintos aspectos de la vida en Londres a través de la pícara mirada de Juan Martinez, un joven argentino que vive un gran shock cultural.
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Capítulo II – Turisteando en Londres
“Londres siempre me recuerda a un cerebro.
Es complicada y tortuosa. Muchas ciudades están
dispuestas con calles en líneas rectas, con muchos
ángulos rectos. Pero Londres es un glorioso desastre.
Se desarrolló a partir de una veintena de pueblos
distintos, que se fusionaron y engranaron a medida
que sus límites se ampliaban. Como resultado de ello,
Londres es un laberinto, lleno de giros y de quiebres,
al igual que un cerebro.” James Geary – escritor americano. Martes por el Thames Juan se levantó a las 9:30 am, gracias a su alarma. ¡Qué sueño! Londres tiene tres o cuatro horas de diferencia con Argentina, dependiendo de la época del año. Para su cuerpo, eran como las 5:30 de la mañana y él tenía una fiaca terrible de levantarse, quería quedarse pegado a la cama por un siglo o dos. Sin embargo, con lagañas y todo, Juan iba a comerse el desayuno inglés: estaba incluido, había que aprovechar. Bajó de su habitación en unos pantaloncitos cortos que usaba para dormir y para jugar a la pelota. Tenía todo el pelo parado y una cara que parecía que había venido de la guerra. La gente en el restaurante ni lo notó. En el hotel tenían un desayuno buffet con un poco de todo: salchichitas, un chorizo negro que parecía morcilla, huevos, frutas, yogures en frascos de vidrio, medialunas, cereales… Juan comió todo lo que pudo y se preparó para salir, después de otra ducha caliente. Se encontraba con las chicas taiwanesas a las 11 en la estación Victoria para pasear por la orilla del río Thames. Antes de salir, pasó por recepción para averiguar qué bondi se tenía que tomar. En la recepción lo atendió María, una chica griega, de piel morena, pelo negro ondulado y unos ojazos marrones. Juan se perdió la explicación, flechado por la mirada y la sonrisa perfecta de María. ¡Qué pedazo de mujer! Le costó unos segundos recuperarse de la sorpresa de ver una chica tan linda. Estaba en las nubes. María debió haberse quedado con la impresión de que Juan era medio retardado. Así fue como salió del hotel flechado por la griega y le cayó como un balde de agua fría el hecho de que el cielo estuviera nublado. Se fue a la parada del bondi, a esperar a uno de esos hermosos buses rojos de dos pisos que, en Inglaterra, llaman double decker. En la parada, pasó un camión a toda velocidad y, al pisar un charco… ¡lo empapó! Unos minutos más tarde, llegó el bus colorado y Juan subió al segundo piso y se sentó en la fila de adelante. Se secó con unos pañuelos de papel que tenía en su mochila, peló su cámara y empezó a sacar fotos. Fotos de los autos último modelo que paseaban por Londres, de un parque muy pintoresco por el que pasó y de la gente que veía en la calle. Los double decker son interesantes porque terminan de forma vertical, muy recta. Al estar sentado en la primera fila del piso de arriba, Juan notó lo cerca que el bondi paraba de los autos y otros colectivos. Al principio le dio julepe, porque todo el tiempo daba la impresión de que iba a chocar. El bus estaba equipado con la última tecnología, iba cantando las paradas y hasta se veía en un monitor lo que capturaban las seis cámaras de seguridad instaladas a bordo. Juan estaba nervioso porque no tenía ni idea si iba a llegar puntual a destino. Había mucho tráfico y no quería perderse la oportunidad de ver a sus nuevas amigas otra vez. No quería tener que llamar de larga distancia a Taiwán, quién sabe cuánto costaría. A las 11, Juan seguía en el double decker. Medio desesperado, se bajó porque pensaba que caminando iba a hacer más rápido. Preguntó a un par de personas cómo llegar a Victoria y se puso a correr. ¿Estarían las taiwanesas todavía esperándolo? Al llegar a Victoria, Juan se dio cuenta de que era un punto de encuentro demasiado grande: la estación tenía trenes, colectivos y hasta un shopping. Por suerte, ni tuvo que entrar ahí. Se encontraban en la puerta de Pachá, la disco internacional que tiene el logo de dos cerezas y, en Londres, queda justo frente a la estación. Juan guardaba buenos recuerdos de la matinée de Pachá en Buenos Aires, con sus bailes alocados. Unos años atrás, había manejado una barra desde la que le servía gaseosas a la conchetada porteña en medio de mucha música electrónica y punchi punchi. Al llegar ahí, las taiwanesas no estaban. Había llegado quince minutos tarde. Juan se sintió mal consigo mismo, no había logrado calcular bien los horarios y ahora iba a tener que pasear por su cuenta. Sin embargo, a los diez minutos aparecieron las chicas made in Taiwán, con sus miradas inocentes: ellas también se habían demorado en el tráfico londinense. Después de saludarlas, Juan les chamuyó que en Argentina la gente se saluda con tres besos y aprovechó para robarles unos besos. Los tres enfilaron para Buckingham Palace, parada obligada para todo turista. Estaba contento de poder compartir este paseo con las chicas. El palacio es una gran mansión, construida hace tres siglos, con un gran jardín. Es la casa de la reina. En el frente, había una banderita levantada que, según le explicó Juby, quería decir que la reina estaba en casa. Durante todo el día hay un par de soldaditos parados en frente de la puerta, vestidos de chaleco rojo y pantalones negros, con un ridículo sombrero en la cabeza. A Juan, el sombrero le recordó el peinado azul de un conocido personaje femenino de dibujos animados, sólo que en negro. Los soldados se quedaban paraditos, quietos, sin hablar durante todo su turno. “¿Podés imaginarte qué embole?”, pensó Juan, “Todos los días haciendo lo mismo.” La gente los ve desde lejos, como a 50 metros, porque hay un cerco que impide acercarse. A las 11:30 en punto, empezó el legendario cambio de guardia que hacía famoso al Buckingham Palace. Los soldaditos que estaban quietos empezaron a moverse practicando una coreografía para la gente, y otros llegaron para reemplazarlos. Una vez terminado el espectáculo, Juan emitió un gran bostezo y observó sus alrededores. No le había copado mucho el desfile. Alrededor de Buckingham había una gran plaza llena de turistas sacándose fotos sin parar. Juan agarró su cámara y empezó a sacar. Le impresionó lo bien cuidado que estaba el jardín. Había muchísimas flores, todas lindísimas, entre ellas tulipanes amarillos y naranjas, y otras que Juan jamás había visto. Después de Buckingham, el trío dinámico enfiló para St. James park, donde se echaron a tomar sol por un rato. Ellas estaban bien preparadas, con todo lo necesario para armar sándwiches. Tenían un cuchillo y hasta un pote de mayonesa, y le armaron uno grandote a él. En ese momento, relajado en el parque, sin preocupaciones, atendido por dos maravillosas taiwanesas, Juan sintió que no podía pedirle nada más a la vida. Una vez terminado el almuerzo, empezó a sentir mucha ansiedad porque sabía que la siguiente parada era el puente que alberga una de las atracciones londinenses más famosas, el Westminster Bridge. Es allí donde está el Big Ben, el famoso reloj inglés. Hace años que Juan soñaba con conocerlo y ahora estaba a tan sólo minutos de verlo. Las chicas, sin embargo, ya lo habían visto y no se sorprendieron mucho. A él, en cambio, lo tomó por sorpresa. Doblaron en una calle secundaria y, de la nada, apareció esa enorme y dorada estructura. Juan se quedó paralizado. Era mucho más lindo que en fotos. Instalado en una torre dorada, adornada con miles de detalles y conservado a la perfección, el Big Ben está al lado del Westminster bridge, un puente que cruza el Thames. El puente es el mejor lugar para apreciar al Big Ben y también para sacarse fotos. Pero no sólo el Big Ben fue sorprendente: del otro lado del puente, una rueda giratoria gigante, como de parque de diversiones, resultó ser el famoso London Eye, que es todo lo opuesto al Big Ben: moderno, dinámico, innovador y cambiante. Sin embargo, el contraste le gustó. La gente no tiene autorizado el acceso a la torre del gran reloj, pero sí se puede dar un paseo de media hora en la rueda. Juan decidió sacarse fotos con el London Eye de fondo, aunque no se subió porque había mucha cola y era caro. Se prometió que el próximo viaje lo haría. El recorrido planeado por las chicas siguió por el South Bank, que es la parte sur del Thames. La gente critica mucho la contaminación del río, aunque a Juan no le pareció tan grave. Él había navegado varias veces con unos amigos en el Río de la Plata y este río le pareció mucho más limpio. Hasta tenían unas balsas ancladas que funcionaban como filtro, atrapando basura que navegaba por el río. Pasaron caminando frente al museo de Dalí, en la puerta había una estatua de un elefante flaquito, con las piernas largas de jirafa y las taiwanesas se exaltaron porque Dalí es famoso en...