E-Book, Spanisch, Band 3, 445 Seiten
Reihe: 3 Libros para Conocer
Sacher-Masoch / Cleland / Lawrence 3 Libros para Conocer Ficción Erótica
1. Auflage 2021
ISBN: 978-3-98551-837-1
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 3, 445 Seiten
Reihe: 3 Libros para Conocer
ISBN: 978-3-98551-837-1
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Ficción Erótica
- La Venus de las pieles por Leopold Ritter von Sacher-Masoch.
- Fanny Hill por John Cleland.
- El amante de Lady Chatterley por D. H. Lawrence.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.
Leopold von Sacher-Masoch (Lemberg; 27 de enero de 1836 - Lindheim, Fráncfort del Meno; 9 de marzo de 1895) fue un escritor austríaco. Su celebridad se debe ante todo al escándalo que acompañó la publicación de algunas de sus novelas, en particular de La Venus de las pieles, y a ser el apellido Masoch el inspirador de la palabra masoquismo, cuya utilización para definir ciertos comportamientos sexuales aparece por primera vez en Psychopathia sexualis (1886), de Krafft-Ebing, quien le otorgó este nombre a causa de las peculiares aficiones de sus personajes.
John Cleland (24 de septiembre de 1709 - 23 de enero de 1789) fue un novelista inglés muy famoso conocido por escribir Fanny Hill. John Cleland fue el último hijo de William Cleland (1673/4 - 1741) y Lucy Du Pass. Nació en Kingston upon Thames, en Surrey, Londres. Su padre fue un oficial de la Armada británica.
David Herbert Richards Lawrence (Eastwood, Inglaterra; 11 de septiembre de 1885-Vence, Francia; 2 de marzo de 1930) fue un escritor inglés, autor de novelas, cuentos, poemas, obras de teatro, ensayos, libros de viaje, pinturas, traducciones, y críticas literarias. Su literatura expone una extensa reflexión acerca de los efectos deshumanizadores de la modernidad y la industrialización,1? y aborda cuestiones relacionadas con la salud emocional, la vitalidad, la espontaneidad, la sexualidad humana y el instinto.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
Fanny Hill
John Cleland Primera carta
Señora: Tomo la pluma para daros una prueba innegable de que considero vuestros deseos como órdenes. Entonces, y por desagradable que sea mi tarea, volveré a recordar esas escandalosas etapas de mi vida, de las que ya he salido, para disfrutar de todas las bendiciones que pueden otorgar el amor, la salud y la fortuna; estando aún en la flor de la juventud, y no siendo demasiado tarde para emplear los ocios que me proporcionan mi gran fortuna y prosperidad, cultivando mi entendimiento, cuya naturaleza no es vil, y que ha ejercitado, aun dentro del torbellino de placeres relajados en el que me vi envuelta, más observaciones sobre los caracteres y las costumbres mundanas de lo que es frecuente entre las que practicaban mi desgraciada profesión, quienes contemplan todo pensamiento o reflexión como su principal enemigo, los mantienen a la mayor distancia posible o los destruyen sin piedad. Odiando mortalmente todo prefacio innecesariamente largo, no os haré perder más vuestro tiempo y no intentaré disculparme; preparaos para ver la parte libertina de mi vida, escrita con la misma libertad con que la llevé. ¡Verdad! La verdad cruda y desnuda es la palabra, y no me tomaré el trabajo de arrojar ni un velo de gasa sobre ella, sino que pintaré las situaciones tal como aparecieron naturalmente ante mí, sin cuidarme de infringir esas leyes de la decencia que nunca se aplicaron a unas intimidades tan candorosas como las nuestras, ya que vos tenéis demasiado entendimiento y demasiado conocimiento de los mismos originales para desdeñar remilgadamente a sus retratos. Los hombres más grandes, los que tienen gustos más refinados e influyentes, no tienen escrúpulos en adornar sus habitaciones privadas con desnudos, aunque se pliegan a los prejuicios vulgares y piensan que no serían un decorado decente en sus escalinatas o en sus salones. Habiendo sentado estas premisas más que suficientes, me lanzo de cabeza en mi historia personal. Mi nombre de soltera era Frances Hill. Nací en un pueblecito cercano a Liverpool, en Lancashire, de padres muy pobres y creo, piadosamente, extremadamente honestos. Mi padre, que había quedado baldado de las piernas, no podía realizar las faenas más laboriosas del trabajo del campo y, tejiendo redes, aseguraba su magra subsistencia que no mejoraba mucho porque mi madre mantuviera una escuela para niñas de la vecindad. Habían tenido varios hijos, pero ninguno vivió mucho, aparte de mí, que recibí de la naturaleza una constitución perfectamente sana. Mi educación, hasta los catorce años, fue de las más vulgares; leía o más bien deletreaba, escribía con letra ilegible y bordaba torpemente; eso era todo. Y el fundamento de mi virtud no era más que una total ignorancia del vicio y la cautelosa timidez que caracteriza a nuestro sexo en esa tierna etapa de la vida, cuando los objetos alarman o atemorizan más que nada por su novedad. Claro que este temor se cura con frecuencia, a expensas de la inocencia, cuando la señorita, gradualmente, logra no mirar a un hombre como a una criatura de presa que va a devorarla. Mi pobre madre había dividido tan completamente su tiempo entre sus pupilos y sus pequeñas tareas domésticas que había dedicado muy poco a mi instrucción, ya que por su propia inocencia de toda maldad, nunca pensó ni remotamente en preservarme de ella. Estaba yo por cumplir quince años cuando sufrí la peor de las desgracias, perdiendo a mis tiernos y cariñosos padres que me fueron arrebatados por la viruela con pocos días de diferencia; mi padre murió antes, apresurando así el fin de mi madre, y dejándome huérfana y sin amigos, ya que mi padre se había afincado allí accidentalmente y era originario de Kent. La cruel enfermedad que había sido tan fatal para ellos también me había atacado, pero con síntomas tan suaves y favorables que pronto quedé fuera de peligro y —cosa que no aprecié enteramente en aquellos momentos— sin ninguna marca. Omitiré referir aquí la pena y la aflicción que naturalmente sentí en una ocasión tan melancólica. Pasó algún tiempo y el atolondramiento de la edad disipó prontamente mis reflexiones sobre la irreparable pérdida, pero nada contribuyó tanto a reconciliarme con ella como las ideas que de inmediato me metieron en la cabeza de ir a Londres a servir, en lo que una tal Esther Davis me prometió ayuda y consejo, ya que había venido a ver a sus amigos y, después de unos días, debía retornar a su colocación. Como ahora ya no me quedaba nadie vivo en el pueblo, nadie que se preocupara por lo que pudiera sucederme o que pusiera peros a este proyecto, y como la mujer que cuidaba de mí desde la muerte de mis padres más bien me animaba a seguir adelante, pronto tomé la resolución de lanzarme al ancho mundo y dirigirme a Londres para hacer fortuna, una frase que, por cierto, ha arruinado a más aventureros de ambos sexos, provenientes del campo, que los que se beneficiaron de ella. Tampoco Esther Davis se privó de hacerme reflexionar, animándome a aventurarme con ella, aguijoneando mi curiosidad infantil con los hermosos espectáculos que se podían ver en Londres: las Tumbas, los Leones, el Rey, la Familia Real, las maravillosas funciones de teatro y ópera; en una palabra, todas las diversiones que podía esperar quien estaba en su situación; sus detalles hicieron dar vueltas a mi cabecita. Tampoco puedo recordar sin reírme la inocente admiración, no desprovista de una pizca de envidia, con la que nosotras, chicas pobres cuyos vestidos para ir a la iglesia no superaban las camisas de algodón basto y las faldas de paño, admirábamos los vestidos de satín de Esther, sus cofias ribeteadas con una pulgada de encaje, sus vistosas cintas y sus zapatos con hebillas de plata; imaginábamos que todo eso crecía en Londres e influyó grandemente en mi determinación de tratar de obtener mi parte. Sin embargo, la idea de llevar consigo a una mujer del pueblo, fue motivo de poca monta para que Esther se comprometiera a hacerse cargo de mí durante mi viaje a la ciudad, pues, según me dijo con su estilo peculiar, «muchas chicas del campo hicieron fortuna para ellas y sus familias, ya que preservando su virtud, algunas habían hecho tan buenas relaciones con sus amos que se habían casado con ellos, y ahora tenían carruajes y vivían a lo grande y felizmente, y hasta algunas habían llegado a ser duquesas; la buena estrella lo era todo y ¿por qué yo no?», añadiendo otras historias con la misma finalidad, que me pusieron ansiosa de iniciar ese prometedor viaje y de dejar un lugar que, aunque fuera aquél donde había nacido, no contenía parientes que pudiese extrañar y se me había vuelto insoportable a causa del cambio de los tiernos usos por la fría caridad con que se me recibía, aun en la casa de la única amiga de la que podía esperar cuidados y protección. Sin embargo, fue tan justa conmigo como para convertir en dinero las fruslerías que me quedaron después de saldar las deudas y los entierros, y en el momento de la partida puso en mis manos toda mi fortuna, que consistía en un magro guardarropas, guardado en una caja muy portátil y ocho guineas con diecisiete chelines de plata, metidos en una cajita de muelle, que eran el tesoro más grande que jamás hubiese visto y que me parecía imposible se pudiera gastar enteramente. Por cierto que estaba tan poseída por el júbilo de ser dueña de una suma tan inmensa, que presté muy poca atención al buen consejo que se me dio junto con ella. Entonces, Esther y yo tomamos plazas en el coche de postas de Londres. Pasaré por alto la poco interesante escena de la despedida en la que dejé caer algunas lágrimas, mezcla de pena y alegría. Por las mismas razones de insignificancia, me saltaré todo lo que me sucedió en el camino, como el carretero que me miraba empalagosamente y las trampas que me tendieron algunos de los pasajeros, que fueron evitadas gracias a la vigilancia de Esther, quien, para hacerle justicia, cuidó maternalmente de mí, al mismo tiempo que me cobraba su protección obligándome a hacerme cargo de los gastos del camino, que sufragué con la mayor alegría, sintiendo que aún estaba en deuda con ella. Por cierto que se cuidó de que no nos estafaran ni cobraran con exceso y también de comportarse lo más frugalmente posible, la prodigalidad no era su vicio. Llegamos a la ciudad de Londres bastante tarde, una noche de verano, en nuestro medio de transporte, lento, pese a que seis caballos tiraban de él. Mientras pasábamos por las anchas calles que llevaban a nuestra posada, el ruido de los coches, las prisas, las multitudes de peatones, en una palabra, el nuevo paisaje de tiendas y casas me agradó y me asombró al tiempo. Pero imaginad mi mortificación y mi sorpresa cuando llegamos a la posada y nuestras cosas fueron bajadas y entregadas y mi compañera de viaje y protectora, Esther Davis, que me había tratado con tierna solicitud durante el viaje y no me había preparado con ningún signo precursor del golpe abrumador que estaba por recibir, cuando, como digo, mi única amiga en este extraño lugar, asumió conmigo un tono extraño y frío, como si temiera que me convirtiera en una carga para ella. Entonces, en vez de prometerme que continuarían su asistencia y sus buenos oficios, con los que yo contaba y que nunca había necesitado tanto, pareció considerarse, en apariencia, dispensada de sus compromisos para conmigo por haberme traído, sana y salva hasta el final del viaje, y pareciéndole que su proceder era natural y ordenado, comenzó a besarme para despedirse mientras yo me...