E-Book, Spanisch, 290 Seiten
Reihe: Literaria
Salisachs Roviralta El declive y la cuesta
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-9055-839-3
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 290 Seiten
Reihe: Literaria
ISBN: 978-84-9055-839-3
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
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Hito importante en la novelística de Mercedes Salisachs, El declive y la cuesta es un relato directo y valiente que, partiendo del conocido episodio evangélico del 'buen ladrón' crucificado junto a Cristo, nos narra con gran hondura el desgarro y la angustia de una madre por el destino de su hijo. Salisachs recrea a lo largo de esta obra la posible vida de la madre de Dimas, a la que le da el nombre de Eva, y la imagina subiendo al Calvario codo a codo con la propia Madre de Dios. Eva representaría a toda madre aprisionada por la duda, la desesperación o el dolor provocados por su propio hijo, pero que mantiene abierta, contra viento y marea, la puerta de una salvación que esté más allá de la pura justicia humana. 'Nada importaba que la humanidad estuviera enferma, nada importaba que la terquedad y la crueldad de los hombres los llevara a torturar a Su Hijo; el propio Nazareno se canjeaba por ellos y María aceptaba aquel trueque porque, de hecho, todos los hombres, todos, incluso Dimas, tenían derecho a la redención'.
Mercedes Salisachs Roviralta (Barcelona, 18 de septiembre de 1916 - 8 de mayo de 2014) se educó en un colegio de religiosas de Barcelona y más tarde cursó estudios en la Escuela de Comercio, graduándose con el título de Perito Mercantil. Contrajo matrimonio en 1935 y tuvo cinco hijos. Miguel, el segundo de ellos, falleció con solo 21 años víctima de un accidente de automóvil. Durante la Guerra Civil estuvo refugiada en San Sebastián.
Mercedes Salisachs ha sido una de las escritoras españolas más importantes de la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI, con más de una treintena de novelas, --además de varios libros de cuentos y algunos ensayos--, escritas en un arco temporal que va desde su juventud hasta poco antes de su fallecimiento en 2014. Recibió a lo largo de su vida diversos premios literarios, de entre los que destacan el Premio Planeta de 1975 --tras haber sido finalista del mismo en 1956 y 1973-- por La gangrena, su obra más conocida, el Ciudad de Barcelona en 1956 por Una mujer llega al pueblo, el Ateneo de Sevilla en 1983 por El volumen de la ausencia y el premio Fernando Lara en 2004 por El último laberinto. Cuenta también en su haber con la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio (1999).
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UNO
1 Los primeros recuerdos de Eva venían siempre condicionados a la prohibición sabatina. Los sábados se habían creado para el descanso absoluto y nada permitía infringirlo. Cualquier esfuerzo estaba prohibido. Ni siquiera se podía frotar las espigas para separar la barcia. Tampoco se podía masticar los granos: «Sería lo mismo que trillarlos y molerlos». Más de una vez sus padres le habían dicho cuando era niña: «Desconfía de tus manos, Eva; sin darte cuenta las verás atando nudos a los camellos o ciñendo tus sandalias...». Y como en cierta ocasión ella se acobardara, su madre añadió: «Bueno, si puedes arreglarte con una mano, bien está. Pero jamás uses las dos». Desde entonces había adoptado la costumbre de contemplar sus manos como si fueran dos armas homicidas capaces de desmandarse en cualquier momento y por cualquier motivo. Todo se reducía a envarar los impulsos, dominarlos y anularlos a costa de lo que fuera. Había incluso quien aseguraba que comer un huevo puesto en sábado por una gallina que ignorase la Ley, era pecado. Las gallinas normales no solían poner huevos en ese día: «Son aves endemoniadas», le decían. Y ella lo aceptaba. El sábado era un día peligroso. Un día que hubiera sido mejor ignorar. Más de una vez Eva había pensado: «Si fuera romana no tendría ese problema». Pero enseguida desechaba la idea para no ser infiel a los suyos. Era duro ser judío. Era duro comprobar que, por culpa de aquellos prejuicios, el mundo entero los dominaba. Sin embargo, lo que se practicaba desde la infancia, por duro que fuese, podía, con los años, convertirse en algo arbitrario y mecánico. Por eso cuando Eva fue mujer y le dieron marido, el sábado ya no era para ella un día siniestro: era el día de su hombre. El día de paz. El temor ya no la atosigaba y las jornadas podían ser alegres. El porvenir, entonces, se le antojaba ancho, interminable y lleno de luz. De hecho, Lucio era un hombre sin ambiciones, pero incapaz de ceder a la tentación del ocio. Trabajaba en el campo y como todo buen campesino era parco en palabras, pero profuso en ideas. Todo el mundo solía ponerlo como modelo: «Un judío sin tacha —decían— sabrá educar a sus hijos». Sin embargo, los años iban pasando y los hijos no llegaban. «Todavía eres joven», le decía Salomé para animarla. Había un punto de nostalgia en aquella frase suya. Tampoco Salomé había tenido hijos y la edad de tenerlos se le estaba esfumando. Eva contemplaba a su hermana con cierto temor: «También a ti te decían lo mismo, Salomé». Cuando al fin supo que estaba encinta, no quiso perder tiempo y se fue corriendo hacia los Olivos. Lucio la vio llegar jadeante, el rostro enrojecido y alegre. No le preguntó a qué venía tanta premura. Tampoco Eva se lo dijo. Y él se limitó a sonreír como sonríen los advenedizos. Cuando Eva quiso hablar, se le fue todo en risas. —Miriam lo ha confirmado —exclamó. Y ya no hicieron falta más aclaraciones. Miriam no podía equivocarse: había ayudado a traer al mundo a casi todos los niños de la vecindad. Lucio carraspeaba, sus dientes encarados al sol: —Habrá que dar gracias a Dios... Hacía esfuerzos grandes por asir aquella serenidad que perdía. Y sus compañeros dejaban de varear para contemplarlos. De repente, Lucio se dio un golpe en la frente y rompió a reír: —Por la memoria de David... ¿Qué va a decir Salomé? 2 Y fueron al Templo a dar gracias a Dios, porque la fertilidad era la mayor bendición que las mujeres de aquel pueblo podían esperar. Pero nada adormecía tanto el cumplimiento de los deberes como la alegría. Por eso con frecuencia Salomé le advertía: —No lo olvides, Eva. Incluso las bendiciones pueden suscitar la ira de Dios si no sabemos aprovecharlas. Salomé aseguraba que había tentaciones solapadas que no se percibían hasta que se había caído en ellas. Cosas difíciles de prever que, al instante, lo transformaban todo y lo debilitaban todo. —No le hagas caso —rezongaba Lucio cuando la veía preocupada—. Envidia. Pura envidia. Aquella misma tarde le había dicho algo parecido. Eva lo veía dormitar en el jergón de la cocina. Tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Su sueño era tranquilo; propio de un hombre sin remordimientos de conciencia. Contempló luego el huso caído en el suelo con los pañales del hijo a medio tejer. Cogió ambas cosas tranquilamente, como si aquél fuera un día cualquiera: un día sin gallinas endemoniadas, sin huevos herejes, sin la prohibición de ahechar los granos y sin temblor en los dedos. Hilaba absorta, imaginando cómo sería aquel hijo que se revolvía en sus entrañas, cuando el pañal ciñera su cuerpo. Lo plasmaba tan vivo en su mente, que incluso podía olfatear su aroma. Ensimismada en la tarea, no escuchó el crujir de la puerta ni el chirrido del gozne mientras se abría. Recordó de pronto que aquel día era sábado. Se volvió rápidamente y el huso cayó despedido de sus manos. Protegido por la penumbra vio un bulto indefinido bajo el dintel. Iba envuelto en un manto negro. Escuchó una voz: era bronca, anciana, siseante y fría. —Maldito el fruto de tus entrañas —le oyó decir. Y el bulto desapareció cerrando. 3 Aterrada, Eva se protegía el vientre con las manos. —¿Qué he hecho, Dios Altísimo, qué he hecho? Miraba en torno buscando un asidero, algo capaz de justificar su culpa. Lucio dormía. La calle estaba desierta. Nunca un silencio le había parecido tan hueco y tan grande como en aquellos momentos. Quería despertar a su marido y contárselo todo. Pero la vergüenza de su culpa la detenía. Tal vez Lucio no llegase a comprender lo ocurrido. Tal vez hubiera sido inútil decirle: «Yo no recordaba que era sábado...». Lucio era un hombre demasiado recto para admitir aquel descuido: «Tu obligación era recordarlo», acaso le respondiera. Se dejó caer en el banquillo. El pecho se le hinchaba y su vientre le dolía. Tenía miedo. Un miedo ineludible y angustioso. Salomé le repetía: «Te lo advertí, Eva... No se puede uno confiar...». —¿Qué va a ocurrir ahora? No se atrevía a pensar. No se atrevía a moverse. Las hipótesis futuras la dejaban sin fuerzas. Cada poro de su cuerpo recogía aquella maldición. —Acaso muera antes de nacer... Y la habitación entera se le antojaba un estuche cerrado, cada vez más pequeño, cada vez más sofocante. 4 Pero el hijo seguía moviéndose en sus entrañas y Miriam le aseguraba que su parto iba a ser normal. Miriam era experta en aquellos lances. No había razón para dudar de su palabra. —No debes atormentarte, Eva. Nacerá vivo —solía repetirle cuando ella le confiaba sus temores—. Aprensiones de primeriza. Todas las mujeres temen por sus hijos cuando van a dar a luz. No se atrevía a explicarle lo que le había ocurrido. Miriam no la hubiera comprendido. Probablemente le hubiese reprobado su negligencia. Probablemente ella jamás había caído en tentaciones tan graves como la de Eva. Toda la vecindad la respetaba precisamente por su rectitud de principios. Había quedado viuda hacía cinco años y apenas había necesitado ayuda ajena para sacar adelante a su hijo Silo. «Una mujer organizada, una mujer incapaz de torcerse», decían cuando se referían a ella. Lo peor era afrontar la ilusión de Lucio: —Será un varón, Eva, estoy seguro. Algo me dice que será un varón, fuerte, trabajador, un israelita perfecto. Y cuando tú seas vieja... «Cuando yo sea vieja...». Le costaba sobreponerse a frases como aquélla. No podía imaginarse a sí misma abatida por la vejez y buscando apoyo en aquel ser que todavía no había nacido. Tenía la impresión de que la vejez era algo que «ocurría a los otros», algo que ella nunca iba a experimentar. Y llegó el parto. Un trance extraño, entretejido de lamentos, de dolores y de angustias. Cada grieta de su cuerpo se fundía, sin saber por qué, a las grietas de la tierra. La creación entera se trastocaba cada vez que el hijo se abría paso para salir a la luz. La conciencia de lo que ocurría venía a ella a ráfagas inasibles, fugaces. Únicamente sabía algo concreto: todo dependía de su aguante. El universo entero iba a quedar en suspenso hasta que ella, Eva, la mujer, hubiera cumplido su misión. Lo demás se perdía; incluso la maldición de aquella vieja sin rostro. Probablemente aquella vieja no había existido nunca. Probablemente la había soñado. —Adelante, Eva, ya falta poco. La voz de Miriam podía con todos los temores y todos los remordimientos. Supo que Lucio no se había equivocado en cuanto lo oyó llorar. Las niñas lloraban de otro modo. No hacía falta que su marido se acercara a ella, sonriente, para decírselo. Una placidez inmensa y suave invadía su cuerpo. La tierra volvía a cerrarse. La hierba crecía. El remanso perdía oleaje. Los vientos se encalmaban. —Será un muchacho fuerte, Eva. ¡Si vieras la anchura de sus hombros! 5 A pesar de todo, tardó varios días en percatarse de que aquel montoncito de carne, blanda y rosada, era una criatura como todas, sin lacras, sin rémoras de ninguna especie. —Debes sentirte orgullosa, Eva —le aseguraba...