E-Book, Spanisch, Band 24, 160 Seiten
Reihe: Cuadernos de horizonte
Schwarzenbach Lorenz Saladin
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17594-71-8
Verlag: La Línea Del Horizonte Ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Una vida para las montañas
E-Book, Spanisch, Band 24, 160 Seiten
Reihe: Cuadernos de horizonte
ISBN: 978-84-17594-71-8
Verlag: La Línea Del Horizonte Ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
No es extraño encontrar en la corta vida de este alpinista, fotógrafo y viajero suizo, los elementos románticos que abrazó en vida Annemarie Schwarzenbach. Tempranamente desaparecido tras el descenso al Khan Tengri, en la cordillera Tian Shan de Asia Central, la personalidad de Saladin y su pasión por las montañas atrajo como un imán a la escritora suiza. El tesón para sobrevivir con los más variopintos trabajos, la pasión por el nomadismo, la afición al riesgo de la alta montaña y un sentido inusual de la belleza, que se plasmó en sus fotos, conformaron este alter ego deslumbrante. Schwarzenbach viajó a Rusia para investigar su vida, hablar con sus compañeros de expedición y consultar sus trabajos fotográficos. Dos años después de la muerte de este atractivo personaje ya había reunido los datos de su azarosa vida en esta biografía a la que la escritora da volumen con hermosas descripciones de las costumbres y los paisajes de Asia Central que conocía tan bien.
Lorenz Saladin (Nugar-StPantaleon, Suiza, 1896 - Khan Tengri, Kazajistán, 1936). Alpinista y fotógrafo suizo que realizó diversas escaladas de relieve en los Alpes suizos, el Cáucaso, Pamir y la cordillera Tian Shan, donde encontró la muerte tras el descenso del su mítico pico: el Khan Tengri. Previamente había llevado una vida nómada viajando y trabajando en diversos oficios por América y Europa. Documentó fotográficamente muchas de sus expediciones.
Annemarie Schwarzenbach (Zürich, 1908 - Sils, Engadina, 1942). Arqueóloga, escritora y periodista suiza. Vivió con intensidad una vida nómada que la llevó a ejercer la arqueología, el periodismo, la narrativa de viajes y la literatura en cuatro continentes. Algunos de sus relatos y correspondencia fueron destruidos a su temprana muerte, pero otros sobrevivieron. De ella hemos publicado El valle feliz y aparece en el relato de su viaje con Ella Maillart, El camino cruel, también en esta editorial.
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LA EXPEDICIÓN SUIZA
AL CÁUCASO DE 1933
Lorenz Saladin ya tiene en estos momentos treinta y seis años. Ha visto mundo, ha estado escalando en su país, en los Pirineos, en el Altiplano de México y en las Rocky Mountains de Estados Unidos. Muchas veces ha regresado a Suiza y se ha esforzado por sentar la cabeza, poner un negocio, ejercer el oficio de montador de sanitarios. Pero no lo ha conseguido. Lo que realmente le gusta no lo encuentra allí. No se ha casado, no está atado a nada, no tiene obligaciones ni responsabilidades que lo retengan. Sigue siendo tan libre como aquel chiquillo de seis años que abandonó la carnicería donde era aprendiz o como aquel joven de veinticuatro que deseaba ver mundo y, en la frontera entre Francia y España, avistó las primeras montañas extranjeras. Sin embargo, sí ha cambiado en algo: Saladin ya sabe —él mismo lo reconoce abiertamente— que en la montaña ha encontrado su verdadero destino. Ya es un adulto, no le cabe duda, sus planes no tienen nada de casual ni de provisional. Ya se han acabado sus años de «viaje y aprendizaje». Y cuando está de vuelta en casa, ni se le pasa por la cabeza volver a tratar de establecerse como montador, de conseguir una cierta seguridad económica. No es que —al igual que otros que se habían marchado a América— se hubiera vuelto un extraño en su propio país, o que hablase un alemán peculiar con acento inglés o que sobresaltara a propios y extraños con anécdotas y aventuras de un mundo que a ellos les estaba vedado. Sigue siendo suizo de pura cepa, tiene a sus amigos, a los compañeros de escalada de su juventud, a su hermano Peter, siempre fiel, siempre apoyándole aun cuando los envidiosos hablen mal de él y, desde el punto de vista de una vida burguesa, opinan que es un vagabundo que nunca llegará a nada. Ahora, Peter vuelve a ayudarlo con los preparativos de su próximo gran proyecto: la primera expedición suiza al Cáucaso. Peter también es montañero, le encantaría acompañar a su hermano mayor, pero ya es un hombre casado, trabaja en Zúrich de chófer y tiene que ocuparse de su mujer y sus hijos. No puede permitirse abandonar todo de repente y marcharse unos meses. Sin el menor resentimiento admira en su hermano esa independencia a la que él ha renunciado. En esta ocasión, Lorenz Saladin no parte hacia lo desconocido ni a probar fortuna únicamente. Por vez primera forma parte de una expedición a gran escala que ha sido organizada a conciencia y que le va a llevar a una zona tan valorada entre los alpinistas como aún inexplorada: el Cáucaso ruso, la frontera entre Asia y Europa. El principal impulsor de la expedición es el A.S.C.Z., el Alpine Ski Club Zúrich, aunque también el Alpen Club de Suiza contribuye a la financiación a condición de que le cedan fotos y reportajes para sus publicaciones. Una parte de la suma necesaria se obtiene mediante aportaciones individuales, así se llega por fin a disponer de la considerable cantidad de diez mil francos. Los miembros de la expedición son cinco jóvenes suizos, todos ellos alpinistas experimentados: Werner Weckert, que es el responsable, Lorenz Saladin, Otto Furrer, Paul Bühler y el más joven de todos, Walter Rickenbach. Puesto que no cuentan con la seguridad de poder conseguir en Rusia todo lo que necesitan, prefieren llevarse desde Suiza el equipamiento, los alimentos, el material fotográfico, los sacos de dormir y los utensilios de escalada. Han escogido tres macizos: primero el del Adai-Joj, situado más al este, también la pared de Bezengui y finalmente la zona de Svanetia, que se encuentra en la parte sur del macizo central y que destaca por el pico Ushba, tan famoso y complicado. Su plan coincide con bastante exactitud con el recorrido de la expedición alemana al Cáucaso de 1929, si se exceptúa que los alemanes, Willy Merkl, Fritz Bechtold y Walter Raechl, renunciaron a subir el macizo del Adai-Joj, que era de más difícil acceso, y escogieron el de Sugán. Cambio, por cierto, que también tendrán que hacer los suizos llegado el momento. La expedición parte de Zúrich a principios de junio de 1933 y toma la ruta más común y más rápida que pasa por Berlín, Varsovia, el paso fronterizo de Negoreloye y lleva hasta Moscú. Allí Intourist, la agencia de viajes estatal, se ocupa de ellos y les consigue sin problemas visados turísticos, además de asignarles un guía e intérprete, Pollak, un austriaco de nacimiento que, sin embargo, no parece muy acostumbrado a la montaña: «Ese chiquillo no aguantaba el aire de altura y se pasaba el día quejándose». Los suizos van descubriendo las descomunales distancias del Imperio Ruso: necesitan tres días y tres noches de viaje en tren desde Moscú a Nálchik, la última estación, que alcanzan el 26 de junio. Es un viaje maravilloso: aún no ha comenzado el calor del verano. Pasan por Vorónezh, recorren la fértil cuenca del Don, el enorme río que, de camino a Rostov, hay que cruzar varias veces. Las estribaciones azules del Cáucaso aparecen poco después de pasar por Rostov; la llanura va quedando atrás y las colinas se van agrupando. Tras pasar la ciudad de Mineralnie Vody se alcanza Projladnaya, donde se toma el ferrocarril Norcaucásico hasta Nálchik, la capital de la República de Kabardia-Balkaria. Se trata de una ciudad muy hermosa, situada en un paisaje de colinas que en tiempos fue únicamente un balneario. Ahora ya tienen aquí, entre las casitas blancas y limpias, una nueva sede de la administración, un banco y un hospital, así como un parque enorme con instalaciones deportivas en medio de la ciudad. Buena parte de sus habitantes trabajan en la nueva fábrica de pan. Los suizos no se quedan mucho tiempo en Nálchik y continúan su camino hacia el pueblecito de Bezengui, en plena Balkaria, donde dejan sus provisiones. Se encuentran en mitad del Cáucaso más pintoresco. Los campesinos balkaríes usan unos largos gorros hechos de piel de borreguillo; sus abrigos de piel, largos y pesados, ahora en verano los llevan del revés, con la lana hacia afuera; ya no andan armados, pero aún llevan cananas cosidas a las chaquetas. Y es en Bezengui donde empiezan los contratiempos: a las cuatro de la tarde, Otto Furrer comienza a quejarse de dolor de vientre, dos horas después siente escalofríos, a las ocho está sin conocimiento y con 42 grados de fiebre. Tiene disentería, una enfermedad que puede llegar a ser muy peligrosa y de la que los europeos llegados a Oriente por vez primera casi nunca se libran. Furrer se retira y el austriaco se lo lleva de vuelta a Nálchik; agotado por la fiebre, en un desesperante viaje a caballo que dura tres días. Una vez llegados, ingresan a Furrer en el hospital. Los restantes miembros de la expedición pretenden salir de Bezengui, cruzar por el paso de Shtulu para llegar al glaciar Karaugom y desde allí al macizo del Adai-Joj. Sin embargo, después de tres días de marcha, se ven obligados a regresar: hay demasiada nieve en el paso y los caballos no pueden avanzar. Sin otros medios no es posible continuar, y es ahí donde se nota lo exigente que resulta el Cáucaso para los montañeros. En los Alpes uno no se preocupa más que de la ascensión: llega en automóvil o en funicular, a menudo casi al pie de la montaña, y allí, en restaurantes, hoteles y refugios, puede disfrutar de calor y de comodidad. Lo único que tiene que llevar son botas, cuerda, piolet y la comida necesaria para el camino. En el Cáucaso no tenían nada de esto. Parece que la administración de los soviets había estado organizando algunos campamentos base y había construido o reparado algunas carreteras que, sin embargo, no alcanzaban las primeras cotas de las rutas de alta montaña, a las que solo se llegaba tras varios días de marcha agotadora con animales de carga y, a partir de cierto punto, solo con porteadores y ni los unos ni los otros se consiguen con facilidad. En las aldeas de osetios, de esvanos y de balkaríes, los únicos que saben ruso son el maestro de escuela y uno o dos campesinos del koljós, los demás solo hablan la lengua local. Sin conocimientos de ruso o sin la ayuda de un intérprete no sería posible hacer el más mínimo negocio con esas gentes. Una vez que la caravana ya está organizada y dispuesta para partir, comienzan las dificultades y las penurias de la vida de campaña. Todos los días, a media tarde, es necesario encontrar un lugar adecuado, seco, con pasto para las bestias y agua corriente en las inmediaciones, montar las tiendas y preparar comida. A la mañana siguiente, ya solo volver a cargar los animales supone mucho tiempo. La gestión de las provisiones es también un asunto que exige prudencia y que a los suizos no acaba de salirles bien, seguramente porque, siendo inexpertos en ese tipo de expediciones, no han previsto todas y cada una de las dificultades. El responsable de las provisiones tenía que esforzarse para que todos entendieran que no era posible que, cada vez que uno tuviera ganas, se llevara simplemente una tableta de chocolate y se la comiera. Cuando tuvieron que desistir de la escalada en el macizo del Adai-Joj, montaron el campamento unos setecientos metros por debajo de la cota del collado, para desde allí hacer varias rutas por la zona de Sugán. Evidentemente aún no era la mejor época del año para ello: el mal tiempo y la nieve dificultaban todos y cada uno de sus propósitos. Tuvieron que interrumpir el intento de coronar el Sugán-Tau por su arista oeste debido a una fuerte tormenta de nieve y después de tener que hacer noche a 4100 metros en una cueva de hielo, los cuatro amigos llegaron a la mañana siguiente sanos y salvos a su campamento. Pocos días después, como el tiempo estaba mejorando, decidieron emprender la ascensión del Doppaj-Tau. Salieron a las dos de la mañana y a las nueve ya habían alcanzado el...