Scott Fitzgerald | El gran Gatsby | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 13, 231 Seiten

Reihe: Literatura Reino de Cordelia

Scott Fitzgerald El gran Gatsby


1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-940405-0-4
Verlag: Reino de Cordelia
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 13, 231 Seiten

Reihe: Literatura Reino de Cordelia

ISBN: 978-84-940405-0-4
Verlag: Reino de Cordelia
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Escrita por Francis Scott Fitzgerald en Francia durante una tormentosa etapa de la relación con su mujer, Zelda Sayre, El gran Gatsby es su mejor novela, considerada actualmente un clásico de la literatura norteamericana. Fue publicada en 1925, cuatro años antes de que estallara la gran depresión económica de 1929, y narra una historia de amor imposible entre Jay Gatsby, un hombre de origen humilde que ha hecho fortuna tras combatir en la I Guerra Mundial, y Daisy Fay, emblema de una generación de jóvenes ricos y descontrolados que viven rápido, inmersos en una resaca colectiva que acabará por destruirlos. Definida por la crítica como la traición del sueño americano, ha sido llevada al cine en varias ocasiones, la última de ellas en 2012 por Baz Luhrmann, con Leonardo Di Caprio y Carey Mulligan de protagonistas.

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Capítulo I


CUANDO ERA JOVEN Y MÁS VULNERABLE mi padre me dio un consejo sobre el que he pensado mucho desde entonces.

«Cada vez que sientas deseos de criticar a alguien —me dijo—, recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas con las que has contado tú».

No añadió más, pero siempre hemos sido extraordinariamente comunicativos sin perder nuestra discreción, y entendí que quería decir mucho más de lo que dijo. Como consecuencia de ello tiendo a reservar mis opiniones, una costumbre que ha llevado a sincerarse conmigo a muchas personas de naturaleza curiosa y que también me ha convertido en víctima de no pocos pelmazos profesionales. Las mentes anómalas son rápidas para detectar dicha cualidad y pegarse a ella cuando aparece en una persona normal, por eso en la Universidad se me acusó injustamente de ser un político, porque estaba al tanto de las penas secretas de hombres desenfrenados y desconocidos. La mayoría de las confidencias que me hacían eran espontáneas; con frecuencia he simulado sueño, preocupación o una frivolidad hostil al comprender por algún gesto inconfundible que una revelación de carácter íntimo asomaba temblorosa por el horizonte, pues las revelaciones de carácter íntimo de los jóvenes, o al menos el modo en que las expresan, suelen ser plagiarias y verse deslucidas por supresiones de lo más obvio. Reservar las opiniones propias es una cuestión de esperanza infinita. Aún temo perderme algo si olvido que, como mi padre tan presuntuosamente sugirió y yo tan presuntuosamente repito, la conciencia de las convenciones sociales básicas se reparte de forma desigual al nacer.

Y después de haber presumido de tolerante, paso a admitir que tengo mis límites. La conducta puede asentarse sobre piedra dura o sobre blandos pantanos, pero llega un momento en el que me da igual sobre qué se asiente. En otoño, cuando regresé del Este, sentí que el mundo debía ir de uniforme y estar siempre en una especie de alerta moral; no quería más excursiones desenfrenadas con visiones fugaces y privilegiadas del corazón humano. Solo Gatsby, quien presta su nombre a este libro, se libraba de mi reacción; Gatsby, que representaba todo aquello por lo que siento un sincero desprecio. Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos acertados, en él había algo magnífico, una sensibilidad superior para detectar las promesas de la vida, como si estuviera emparentado con una de esas máquinas complicadas que registran terremotos a diez mil millas de distancia. Esa receptividad no tenía nada que ver con la sosa capacidad de impresión a la que ennoblecemos llamándola «temperamento creativo»: era un don extraordinario para la esperanza, una disposición al romance que nunca he encontrado en otra persona y que no es probable que encuentre jamás. No; al final Gatsby resultó ser bueno. Fue lo que atormentaba a Gatsby, ese polvo contaminado que flotaba en la estela de sus sueños, lo que temporalmente redujo mi interés por las penas fracasadas y los breves regocijos de los hombres.

DESDE HACE TRES GENERACIONES mi familia ha estado compuesta por gente prominente y acaudalada de esta ciudad del Medio Oeste. Los Carraway somos una especie de clan y la tradición dice que descendemos de los duques de Buccleuch, pero el verdadero fundador de mi rama fue el hermano de mi abuelo, que llegó aquí en 1851, envió a otro en su lugar para que luchara en la guerra civil y puso en marcha el negocio de ferretería al por mayor que hoy dirige mi padre.

Nunca vi a ese tío abuelo, pero dicen que me parezco a él, sobre todo al compararme con el retrato de hombre curtido que cuelga en el despacho de mi padre. En 1915 me gradué en New Haven, exactamente un cuarto de siglo después que mi padre, y un poco más tarde participé en esa emigración teutona aplazada que se conoce como la Gran Guerra. Disfruté tanto con los contraataques por sorpresa que regresé inquieto. Para entonces el Medio Oeste parecía el punto más lejano y andrajoso del universo, en lugar de ser el cálido centro del mundo, así que decidí ir al Este y aprender el negocio de los bonos. Todos mis conocidos se dedicaban al negocio de los bonos, por lo que imaginé que bien podría mantener a un soltero más. Mis tías y tíos lo discutieron entre ellos como si se tratara de escoger un colegio privado en el que completar mis estudios y al final dijeron: «Bueno, sí», con rostros serios e indecisos. Mi padre aceptó financiarme durante un año y después de varios retrasos llegué al Este —para siempre, creía yo— en la primavera de 1922.

Lo más práctico era buscar alojamiento en la ciudad, pero la estación era templada y yo venía de un lugar lleno de céspedes y árboles agradables, así que cuando un joven de la oficina propuso que alquilásemos juntos una casa en una ciudad dormitorio me pareció una idea estupenda. Él buscó la casa —pequeña, deteriorada y de paredes tan endebles que parecían de cartón— por ochenta dólares al mes, pero en el último momento la empresa lo destinó a Washington y me fui solo a vivir al campo. Tenía un perro, al menos lo tuve unos días hasta que se escapó, un viejo Dodge y una finlandesa que me hacía la cama y el desayuno mientras murmuraba ante el hornillo eléctrico creencias populares de su tierra.

Me sentí solo un día o dos, hasta que una mañana un hombre que había llegado más recientemente que yo me detuvo en el camino.

—¿Cómo se llega a la población de West Egg? —me preguntó sin esperanza.

Se lo dije. Cuando seguí camino ya no me sentía solo. Era un guía, un explorador, un colono. Por casualidad, aquel hombre me había otorgado las llaves del vecindario.

Y así, entre el sol y las grandes cantidades de hojas que crecían en los árboles, como crecen las cosas en una película a cámara rápida, sentí esa conocida certeza de que la vida comenzaba de cero con el verano.

Tenía tanto por leer y tanta buena salud por extraer de aquel aire joven y vivificante. Adquirí una docena de libros sobre banca, crédito e inversión en valores, que se erguían en el estante cubiertos de rojo y oro como dinero recién acuñado, prometiendo revelar los excelentes secretos que solo Midas, J. P. Morgan y Mecenas conocían. También tenía toda la intención de leer muchos otros libros. En la Universidad había dedicado tiempo a las letras —un año escribí una serie de artículos para el , muy solemnes y que no aportaban nada nuevo— y quería recuperar todo aquello para volver a ser el más limitado de todos los especialistas: «El hombre completo». Esto no es exactamente un epigrama; al fin y al cabo, la vida parece mucho más satisfactoria si se contempla desde una única ventana.

Fue una casualidad que alquilase mi casa en una de las comunidades más extrañas de Norteamérica. Se encontraba en esa isla estrecha y ruidosa que se extiende al Este de Nueva York y donde, entre otras curiosidades naturales, existen dos formaciones de tierra muy poco comunes. A veinte millas de la ciudad un par penínsulas en forma de huevos enormes, de idéntico contorno y solo separadas por una bahía tan pequeña que casi no merece el nombre, sobresalen y se adentran en la masa de agua salada más mansa del hemisferio occidental, el gran redil antiprohibicionista del estrecho de Long Island. No son óvalos perfectos —al igual que el huevo de Colón, ambos están aplastados en la base, el istmo que los une a tierra— pero su parecido físico debe ser motivo de asombro continuo para las gaviotas que los sobrevuelan. A los que no tienen alas les parece un fenómeno más interesante su desigualdad en todo, excepto en forma y tamaño.

Yo vivía en West Egg —el huevo Oeste—, que era el menos elegante de los dos, aunque se trate de una etiqueta demasiado superficial para expresar el extraño contraste, y bastante siniestro, que existía entre ambos. Mi casa se encontraba en el extremo del huevo, a solo cincuenta metros del estrecho, apretujada entre dos propiedades enormes, de esas que se alquilaban por doce o quince mil dólares la temporada. La que quedaba a mi derecha resultaba colosal desde cualquier punto de vista. Era una imitación de algún palacete de Normandía, con una torre en un lateral, flamante bajo una fina barba de hiedra joven, una piscina de mármol y más de cuarenta acres de césped y jardín. Era la mansión de Gatsby. Mejor dicho, como no conocía a Gatsby, era una mansión habitada por un caballero de ese nombre. Mi casa era un adefesio, pero un adefesio pequeño que todos habían pasado por alto, y yo disfrutaba de vistas al mar, una vista parcial al césped de mi vecino y la reconfortante proximidad de los millonarios: todo por ochenta dólares al...



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