Sádaba | La religión al descubierto | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 168 Seiten

Reihe: Pensamiento Herder

Sádaba La religión al descubierto


1. Auflage 2016
ISBN: 978-84-254-3823-3
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

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Reihe: Pensamiento Herder

ISBN: 978-84-254-3823-3
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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En este paseo filosófico que nos propone Javier Sádaba, la concepción de la religiosidad se presenta como característica intrínsecamente humana. El ensayo se estructura en tres partes entrelazadas entre sí. En la primera, se expone el funcionamiento de las religiones, en qué consisten las creencias religiosas y cuáles son sus momentos más importantes. En la segunda, se contrapone la religión a la ética y a la política, explicando con detalle que la ética no tiene por qué someterse a la religión y que tanto religión como política han de ser dos dimensiones bien diferenciadas. En la última parte, la más original, el autor da cuenta de cómo nuestro cerebro condiciona las diversas formas de las manifestaciones religiosas e introduce el concepto de 'neurorreligión'. Este texto -escrito en un lenguaje claro y ameno, sin perder por ello rigor- será una lectura sugerente y didáctica para cualquier persona interesada en el fenómeno de la religión.

Javier Sádaba nace en Portugalete (Vizacaya, 1940) y ha sido hasta su jubilación Catedrático de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid. Estudió en las Universidades Pontificias de Comillas, Salamanca y Roma. En esta última se licenció en Teología. Amplió estudios en Alemania, Reino Unido y EE. UU. Cuenta con más de treinta libros publicados y numerosos artículos, tanto especializados como a ras de tierra. Y ha dado numerosas conferencias fuera de nuestro país. Sus áreas de interés van desde la Ética hasta la Filosofía de la Religión pasando por la Bioética o el estudio de la obra de L. Wittgenstein. Tanto en sus escritos como en sus comparecencias públicas ha estado en contacto constante con los problemas de la vida cotidiana perteneciendo a una generación de filósofos que han comprometido su opinión en los diversos medios de comunicación. Después de la Filosofía sus dos pasiones son la música y el futbol.

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  2. Lo religioso   Para el historiador Mircea Eliade la religión nos abre a lo más profundo del hombre. Para el sociólogo Émile Durkheim la religión es la primera manifestación de la vida comunitaria de los humanos. Para el sociobiólogo Edward O. Wilson la religión es, como los virus, una compañera inseparable en la evolución del ser humano, por lo que es del todo improbable que desaparezca. Y en los últimos tiempos se estudia con intensidad los sustratos neurológicos de la conducta religiosa. De ahí que haya aparecido una disciplina, la neurorreligión, que, aunque aún en pañales, nos puede ayudar a entender ese fenómeno complejo, misterioso y recurrente que hace que el ser humano proyecte sus fantasías y deseos en un cielo del que, al final, acaba dependiendo. Por eso, y por mucho más, es ingenuo afirmar que la religión no merece estudiarse o que pertenece a un pasado que deberíamos olvidar. La religión lo invade todo y se difunde a través de todas las culturas. Y si bien es cierto que uno puede mantenerse indiferente ante lo que supone el hecho de ser religioso, no es menos cierto que el hecho religioso está ahí, imponente, a veces desbordándonos y otras golpeándonos. Porque de la misma forma que contemplamos ejemplos de entrega amorosa a los demás, nos horrorizamos ante persecuciones, torturas y crímenes realizados en nombre de la religión. Además, la misma indiferencia intelectual tiene sus límites. Viene a cuento el dilema que establecía Aristóteles respecto a la filosofía: o hay que hacer filosofía o no hay que hacer filosofía. Si es que hay que hacerla, se hace. Y si no hay que hacerla, también hay que hacerla para demostrar que está de sobra. Apliquémoslo a la religión. El filósofo británico Antony Flew es una muestra clara de esto último. Se pasó toda la vida escribiendo y enseñando Filosofía de la Religión para negarla. Conviene añadir que, cosas de la vida, ya muy mayor defendió, contra todo la que había dicho antes, la probabilidad de un Ser Supremo. Es habitual oír, ante el hecho en cuestión, que hemos de respetar a las personas que se adscriben a una determinada religión. Nada habría que objetar a dicho respeto si de lo que se trata es de no entrar en la esfera de la religión más íntima de cualquiera de los miembros de la sociedad. Pero el respeto ha de ser de ida y vuelta, porque las religiones no son solo opciones tomadas en lo más recóndito del alma humana, sino que se presentan y compiten en la escena pública. Se edifican iglesias, se proclaman dogmas a viento y marea, se exhiben procesiones y un sin fin de lugares de culto. Por eso, el creyente religioso también ha de respetar a quien juzgue si le parece o no que el iluminado Mahoma era un profeta o si la Trinidad es un concepto más inconcebible que los números irracionales. Quien habla se compromete con lo que dice y se expone a su aceptación o refutación. Le quedará siempre el refugio de la fe, pero, una vez más, independientemente de que desde fuera se interprete su actitud como una explosión de su emotividad, si trata de exponer su fe, tendrá que someterse a las objeciones y preguntas que cualquiera le pueda hacer. Se ha discutido acaloradamente sobre la etimología del término «religión». Lo que equivale en nuestro lenguaje a esa palabra no lo encontramos en las lenguas indoeuropeas. La causa reside en que la religión lo impregnaba todo, por lo que no se aislaba un trozo de la realidad y se le aplicaba una determinada palabra. Ocurre lo mismo con la palabra «guerra», a pesar de que los indoeuropeos eran muy belicosos. De nuevo, la causa hay que encontrarla en lo difuminado de una realidad que no es posible encajar linguísticamente. En Grecia sucedía algo parecido. Existen algunas palabras griegas que se aproximarían a lo que nosotros llamamos «religión », especialmente thambos (??µß??), que podríamos traducir por «deslumbramiento» y poco más. Pero el deslumbramiento, lo veremos más tarde, no es su característica principal y es propio también, por ejemplo, de la estética. La controversia comenzará de verdad en una lengua que nos es mucho más cercana. Agustín de Hipona pensaba que provenía del latín religare, estar atado, depender de alguien. Todavía hoy, y con evidente interés, hay quien sigue los pasos del santo. Según el lingüista francés Émile Benveniste, Cicerón tenía razón cuando escribió que la procedencia hay que buscarla, más bien, en el término relegere, releer, estar atento a los deberes del culto. Y, ya de manera más sofisticada y solitaria, Robert Graves creía que su origen está en rem legere, cantar, bailar y rodear con hechizos a la Diosa Madre. Se trataría de un residuo tan bello como mitificado de la Vieja Europa. En cualquier caso, y al margen de otras etimologías menos probables, se puede suscribir lo que, con cierta audacia, afirmaba Sabatier, el teólogo encuadrado en la corriente heterodoxa denominada modernista, según el cual hemos heredado la palabra de los romanos, uno de los pueblos menos religiosos que se conozcan. En cuanto a su definición, hay tantas que sería ocioso pararse en ellas. Sucede como con todos los conceptos densos. Piénsese en «vida», «salud», «dolor» o «felicidad». Más adelante nos fijaremos en una característica que nos parece esencial para delimitar lo que es la religión en un sentido fuerte, y no como un adjetivo que es posible usar a nuestro antojo. Antes de continuar notemos que ese hecho universal que es la religión se expresa en mil manifestaciones. Y destaquemos la palabra «hecho » porque el término «fenómeno» puede dar lugar al malentendido de que se trata de algo que se produce dentro de la pura conciencia de cada uno de nosotros. Así, se expresa en mitos, dogmas, cultos, códigos morales, romerías, fiestas y un largo etcétera. Además, se suele producir una curiosa conjunción entre lo profano y lo sagrado o divino. Y es que cualquier objeto, desde un monte hasta un río, puede ser símbolo de una supuesta entidad que va más allá de dicho objeto. La Kaaba o Cubo de la Meca, por ejemplo, que contiene entre sus paredes la piedra negra, rompe, para los musulmanes, la pura noción de cosa mundana y se convierte en uno de los pilares de su religión. Esta capacidad de simbolizar es lo que se conoce como hierofanía o manifestación de lo sagrado. Lo que acabamos de decir vale tanto para las sociedades arcaicas, primitivas o etnográficas, bien conocidas por la antropología, como para las nuestras, las posindustriales o, en términos más petulantes, posteológicas. En las primeras impera el tótem, palabra amerindia, y el tabú, palabra polinesia. Las nuestras, más alejadas del concepto de lo sagrado, se muestran funcionales, sin sustantividad, invisibles muchas veces, difusas siempre, diseminadas, pero, al mismo tiempo, con un componente cálido en los distintos cultos de las pequeñas comunidades. Y los nuevos movimientos religiosos se hacen presentes de modos tan variados como extravagantes. Es el caso de Silicon Valley, en California, la New Age, con más de veinte millones de seguidores, los angelistas, o creyentes en los ángeles, que, según Harold Bloom, suman el 68 por ciento de los norteamericanos, los neognósticos, los renacidos y un sinfín de grupos similares. Otros son tan marginales que es difícil clasificarlos. Por ejemplo, los Raelianos, que juntan biología y Biblia, la Iglesia de la Cienciología o las Iglesias satánicas, que, según algunas estimaciones son, solo en España, unas cincuenta. Este tipo de religiosidad y los movimientos que la sustentan se encuadran, sobre todo, en la parte del mundo que llamamos occidental. En más de un aspecto se van pareciendo a lo que siempre ha sido la religión o la sabiduría oriental. Porque en la parte del mundo que nos es más lejana, el sincretismo ha estado a la orden del día. Se ha podido y se puede ser al mismo tiempo budista, taoísta y confucionista. La flexibilidad es su característica. La pequeña muestra que hemos dado de las distintas religiones que pueblan o han poblado este mundo conforma el objeto de las «ciencias de las religiones». Esta denominación, más bien proyecto, de unas ciencias que investigaran los hechos religiosos como se investiga, por ejemplo, el arte o la moral, la propuso Max Müller en l867. Tales ciencias las componen la psicología, la sociología, la etología o la biología. Pero para él, y en buena parte para nosotros, la más importante y antigua es la historia de las religiones. Digamos, de paso, que un conocimiento desde la enseñanza media de esa historia es fundamental si queremos entender el mundo en el que habitamos. No en vano cuando el gran historiador de la Iglesia Adolf von Harnack afirmaba que quien no conoce su religión no conoce ninguna religión, el citado Müller respondía que quien solo conoce su religión, no conoce ninguna religión. Pero a nuestra historia no solo la precede la prehistoria, sino que todo lo que existe es producto de la evolución. Y la evolución ha recorrido un largo, laberíntico y fractal proceso hasta llegar al Homo sapiens sapiens. La etnografía, la paleontología, la genética de poblaciones, el cladismo o el reloj molecular de Motoo Kimura están afinando al máximo la manera de medir y comparar las ramas evolutivas. Ya Feuerbach se planteó hace dos siglos si los elefantes tenían o no religión. Por las mismas fechas, por cierto, el teólogo J. Lynch se preguntaba cómo los animales pueden sufrir si no han cometido pecado original alguno.1 Difícil respuesta, desde luego, para los teólogos. En los últimos años, sobre todo los primatólogos,...



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