Seguró / Innerarity | ¿Dónde vas, Europa? | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 264 Seiten

Seguró / Innerarity ¿Dónde vas, Europa?


1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-254-3987-2
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 264 Seiten

ISBN: 978-84-254-3987-2
Verlag: Herder Editorial
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Europa está bajo mínimos, casi sin credibilidad. Necesitada de una profunda revisión de su manera de afrontar los problemas que la atraviesan, su horizonte se abre interna y externamente a situaciones para las que parece no tener una respuesta adecuada. ¿Qué hacer? Este libro reúne a 17 referentes contemporáneas que aportan su perspectiva sobre la situación. Son reflexiones independientes que nacen de diferentes sensibilidades, ideologías y disciplinas que se cuestionan cómo volver a sacar a flote el proyecto de Europa, y que, a su vez, trazan un itinerario homogéneo. Desde valoraciones de conjunto sobre la vocación de lo que se espera que sea Europa a la consideración de cuestiones concretas que marcan su actualidad (el Brexit, la crisis de los refugiados, el problema de la seguridad, el papel de las emociones o el futuro de las religiones, por ejemplo). La principal premisa es que es tarea de todos ponernos manos a la obra para hacer de Europa un proyecto del que sentirse orgullosos y una plataforma útil para construir un mundo mejor. Queda en manos de quien lea este libro validar la pertinencia de las propuestas y sugerencias que aquí se reúnen.

Miquel Seguró (1979) es investigador de la Càtedra Ethos de la Universitat Ramon Llull y profesor de Filosofía de la Universitat Oberta de Catalunya. Coordina la revista Argumenta Philosophica. Revista de la Encyclopaedia Herder. Ha publicado las monografías 'Los confines de la razón' y 'Sendas de finitud' y ha coordinado el libro 'Hartos de corrupción'. Colabora con diferentes medios de comunicación. Daniel Innerarity (1959) es catedrático de Filosofía política, investigador de la Fundación Vasca de la Ciencia (Ikerbasque) y director del Instituto de Gobernanza Democrática en la Universidad del País Vasco. Ha sido profesor invitado en diversas universidades europeas y americanas, actualmente es titular de la cátedra Davis en Georgetown University. Acaba de publicar los libros 'The future of Europe' y 'La política en tiempos de indignación'. Es colaborador habitual de El País.
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Punto de partida

Miquel Seguró

Europa está bajo mínimos. Parece ir a la deriva, hacer aguas por todas partes y necesitar con urgencia pasar por el diván. Convulsionada internamente por una serie de cuestiones no resueltas que estallan a la vez, Europa está sumida en una profunda crisis de identidad de imprevisibles consecuencias.

Para empezar, el espacio geográfico que ocupa no está claro. ¿Se trata de un continente o de la parte occidental de un supercontinente? ¿Dónde poner sus fronteras, pensando, sobre todo, en el este? Porque si bien es indudable que Rusia forma parte de la tradición cultural europea, no pertenece a la Unión. Incluso constituye una de sus alternativas geopolíticas. En cambio, Turquía sí que podría en breve pasar a formar parte de la Unión, y no por ello ejemplifica precisamente los fundamentos axiológicos de esa tradición cultural.

¿Qué es, pues, Europa? ¿Un continente, una tradición cultural o algo diferente ? ¿Acaso una federación de estados soberanos que libremente participan de un proyecto común de convivencia llamado Unión Europea?

La idea de una unión supraestatal libremente asumida es, para muchos, un proyecto de lo más atrayente, pero es, en efecto, lo que está más en duda ahora mismo. La credibilidad del proyecto en común de la Unión Europea se ha visto fuertemente zarandeada por el Brexit y la crisis de la deuda en Grecia. En ambos casos se ha puesto de manifiesto la poca consistencia ideológica del proyecto común. Sobre todo en lo que atañe a la gestión de la crisis griega, que ha hecho popular el concepto de troika, triunvirato que conforman la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional. Ha sido la resolución (provisional) del caso griego lo que ha agotado la paciencia a muchos defensores de lo europeo, el postrero episodio de una crisis de legitimidad pública y social de Europa arrastrada desde hace algunos años. Una crisis económica que parece reducir el proyecto de la Unión a mero juego de intereses económicos y, por lo tanto, alejado de cualquier ideal ilustrado o posilustrado de generar una identidad ciudadana común.

De hecho, la actual Unión Europea remite al tratado de Maastricht, en vigor desde 1993, con cuya firma se daban prácticamente por superadas las tres instituciones que hasta entonces estaban vigentes en Europa: la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom) y la Comunidad Económica Europea. El origen de estas tres comunidades precedentes es, sobre todo, económico y orientado a establecer una conexión de intereses mutuos entre unos países todavía traumatizados por el desastre de la Segunda Guerra Mundial.

El nacimiento de la CECA, por ejemplo, sellada en 1951 y promovida por los franceses Robert Schuman y Jean Monnet, es un claro ejemplo de la intención económica del proyecto común. Considerado como el punto de arranque decisivo para la integración europea, los seis países firmantes (Francia, Alemania Occidental, Países Bajos, Bélgica, Italia y Luxemburgo) crearon una primera institución supranacional para gestionar el Sarre y la zona del Ruhr, prominentes zonas industriales alemanas que estaban a merced de los intereses de los aliados. De este modo, se consolidaba una serie de intereses económicos comunes encaminados a evitar más conflictos y garantizar una paz más estable.

Si Europa debe ser algo más que una inestable alianza económica, su camino ha de transitar por unos derroteros que no sean los de los tratados que gestaron su nacimiento. Y debe hacerlo pronto, porque, aunque la firma del tratado de Lisboa —en vigor desde 2009, tercera revisión del tratado de Maastricht— instauró la personalidad jurídica propia y unitaria de Europa, aún no existe una Constitución vigente para la Unión. El proyecto de dotar a toda Europa de un texto constitucional fue puesto en marcha en 2003 y, a pesar de los esfuerzos del Parlamento Europeo para hacer que los estados miembros lo ratificaran, insignes países como Holanda y Francia (ambos integrantes de la antigua CECA) rechazaron el texto tras no recibir en referéndum el apoyo de la ciudadanía. En España, la Constitución europea sí recibió el refrendo ciudadano, pero la participación apenas superó el 42%, la más baja desde la restauración de la democracia en 1977.

Europa se descubre como un cínico eufemismo del juego de intereses de unos pocos sobre el resto. Es verdad que desde 2000 existe una Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea en la que se habla de principios como la dignidad (capítulo I), la solidaridad (capítulo IV) o la justicia (capítulo VI). Pero la noción de ciudadanía que de ahí emana parece darse de bruces con la realidad de los hechos, con la implacable agenda de lucha de intereses financieros de los gobiernos de los Estados miembros, religados, a su vez, a los dictados de las empresas privadas que condicionan sus agendas. Por eso, las costuras del proyecto parecen ceder en este preciso instante, cuando a la Unión se le exige ser algo más que un juego de intenciones.

A esta preocupante falta de cohesión interna hay que añadirle el momento especialmente convulso por el que pasan las relaciones internacionales y la coexistencia de viejos y nuevos poderes geoestratégicos (China, por ejemplo), además de los males que de esta coexistencia se derivan, sobre todo en Oriente Próximo. Un conflicto que, para mayor complejidad, se agrava con elementos que recuerdan a las guerras de religión.

En 1993, Samuel P. Huntington publicó un controvertido artículo titulado «¿El choque de civilizaciones?», en el que planteaba que los conflictos planetarios que se darían en el futuro responderían a variables culturales. Esta tesis fue interpretada por sus contemporáneos como una réplica a la proclama del «fin de la historia» de Francis Fukuyama, quien veía en el desmoronamiento de la Unión Soviética la liquidación de la historia como sucesión de luchas ideológicas. Hoy en día, el fenómeno del terrorismo fundamentalista es leído por muchos como un aval a las tesis de Huntington. Ataca los valores de la República, dicen en Francia —es decir, los valores «occidentales» de libertad, fraternidad e igualdad—. A nadie se le escapa que detrás de este conflicto entran en juego otros elementos. Los intereses económicos puestos en danza no son pocos, por eso Rusia tomó rápidamente cartas en el asunto. Pero tampoco sería prudente menoscabar el elemento religioso y cultural como vehículo de tensión.

¿Es Occidente corresponsable de la situación? Sin duda. La historia colonial y sus secuelas así lo demuestran. Pero sería injusto hacer una enmienda a la totalidad de la civilización occidental, europea, por tan cuestionables comportamientos. Porque es tan cierto que es mejorable como que contiene elementos de gran valor para cualquiera de ellas, entre los cuales se cuentan su capacidad de diagnosis y autocrítica, herencias de la mayéutica socrática y la Ilustración. Lo que sí debemos preguntarnos es por qué la universalización de algunos valores que asumimos como humanos, que damos por sentado como un hecho socialmente deseable, es leída desde otros puntos de vista culturales y axiológicos como nueva forma de imperialismo occidental.

Hablamos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) como si fuera algo obvio en sí mismo, y olvidamos que se trata de un fenómeno fundamentalmente europeo, parte de su historia y sus contradicciones. Porque estos derechos no se explican sin los horrores de la segunda Guerra Mundial, sin las diferentes revoluciones sucedidas en la Europa de la Ilustración y sin el sustrato cultural de Atenas y Jerusalén. Nacen en Europa y se entienden desde Europa. No en vano existe también una Declaración de los Derechos Humanos en el Islam (DDHI), conocida como Declaración de El Cairo (1990), llevada a cabo por los Estados miembros de la Organización de la Conferencia Islámica.

Conviene, pues, no olvidar a Jean-François Lyotard y su conocido libro La condición posmoderna, en el que sostenía que el «metarrelato», es decir, la existencia de un solo discurso que explicara toda la realidad, ya no era posible. Eso de buscar un gran paraguas que incluyera todos los microrrelatos de la vida era propio de otros tiempos. Por eso, nuestra condición es posmoderna. Pues bien, han pasado casi cuatro décadas desde la publicación de este libro y parece que la globalización es nuestro nuevo metarrelato. Seguramente no seamos conscientes de ello, porque la entendemos como algo muy neutro —muy light— en comparación con otros metarrelatos mucho más duros. Pero, a fin de cuentas, transmite una ideología. Y una ideología muy europea.

En el conflicto de metarrelatos que mantenemos con el resto de cosmovisiones se hace patente una paradoja: se confirman, a la vez, las tesis de Fukuyama y Huntington. Por una parte, parecemos asumir que con la globalización la historia se dirige de manera irremediable a la irradiación de un modelo de ver la vida —el nuestro— que, además, creemos que es potencialmente bueno para todo el mundo. Y, sin embargo, somos conscientes de que la pretendida bondad de nuestros valores es contestada por una parte significativa de ese mundo, vilmente explotado económicamente por el poder occidental.

Europa está en la encrucijada. Los ciudadanos que la conforman discuten su identidad,...



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