E-Book, Spanisch, 206 Seiten
Reihe: Pensamiento Herder
Shklar Los rostros de la injusticia
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-254-3385-6
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 206 Seiten
Reihe: Pensamiento Herder
ISBN: 978-84-254-3385-6
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'Una meditación provocativa sobre el significado y alcance de la injusticia humana -sus variedades y su relación tanto con la psicología humana como con la desigualdad social y económica.' - Martha Nussbaum 'Una mirada original sobre nuestra sociedad y la política.' - Fernando Vallespín A pesar de su enorme éxito docente y de la publicación de una decena de libros, Judith Shklar -primera mujer que ocupó la cátedra de Ciencia Política en Harvard y la presidencia de la Asociación Americana de Ciencia Política- no solo no ha alcanzado la repercusión de otros grandes de la teoría política estadounidense como Rawls, Walzer o Nozick, sino que continúa siendo una completa desconocida en el ámbito hispanohablante. El aspecto más original de su obra, que la vincula con Berlin y Arendt, es el liberalismo del miedo. El siglo XX pone ante nuestros ojos un paisaje de horrores que no ha conseguido mitigarse, ya que violencia, crueldad y coerción persisten en la mayoría de las sociedades, y afectan sobre todo a los más desfavorecidos, lo que impide ilusionarse con la política. No hay más solución que la liberal de un gobierno limitado constitucionalmente, el Estado de derecho. Pero este no debe ser interiorizado como un mero seguimiento de reglas por parte de autoridades y ciudadanos, sino que ha de darse un activismo vigilante: lo importante es institucionalizar la sospecha, ya que solo una población desconfiada puede quitarse de encima el miedo y velar por sus derechos. La tesis central de la presente obra, en la que se dan la mano Montaigne y Rousseau, es que las teorías de la justicia desarrolladas desde Platón hasta Rawls han generado una concepción de la misma como algo abstracto e impersonal que no abarca todas las dimensiones de su opuesto, la injusticia. Solo si nos comprometemos y, mediante procedimientos democráticos, expresamos permanentemente nuestro sentido de la injusticia, conseguiremos que los gobernantes se impliquen en tratar de aminorarla.
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Judith Shklar, una liberal sin ilusiones
Fernando Vallespín A comienzos de los años ochenta, tuve la posibilidad de observar en la Universidad de Harvard cómo había algunos cursos totémicos en ciencias sociales y humanas en los que se enrolaba un buen número de estudiantes. Entre ellos siempre sobresalió –hasta hoy mismo–, el que daba Michael Sandel sobre filosofía moral y política, y el de historia del pensamiento político de Judith Shklar, que alguna vez compartió con su amigo y colega Stanley Hoffmann. Eran cursos masivos, tremendamente populares, que acogían a legiones de undergraduates ansiosos por acceder de primera mano al carisma de las leyendas vivas de su profesorado. En el caso de nuestra autora, era impresionante ver la energía que emanaba de su discurso, que contrastaba vivamente con su frágil figura y el silencio devocional con el que lo recibía el joven auditorio. Su temprana muerte, en 1992, cuando contaba 63 años, fue percibida así como un duro golpe para sus colegas y sus antiguos discípulos, muchos de ellos ya relevantes académicos. También como la frustración de una producción teórica que en sus últimos años había comenzado a dar muestras de auténtica excelencia. Puede que este éxito docente de Shklar, que la venía acompañando desde sus inicios en la única universidad en la que estuvo contratada, eclipsara en parte la valía de sus escritos. A pesar de haber publicado nueve libros y un buen número de artículos especializados,1 nunca tuvo el impacto académico que recibiera la obra de otros grandes de la teoría política estadounidense como Rawls, Walzer, Nozick o Dworkin, o, ya a un nivel menor, Sandel, Nagel o el propio Kymlicka.2 La verdadera razón, sin embargo, tal vez resida en el hecho de que esta autora nunca practicó la nueva teoría normativa sistemática, tan en boga desde la aparición de la industria generada por John Rawls. Como buena historiadora de las ideas políticas, siempre se encontró más satisfecha con los comentarios de los grandes clásicos históricos que con el desmenuzamiento analítico de sus coetáneos. Desde luego, eso no le impidió abordar algunos de los problemas conceptuales de la política actual, o pronunciarse sobre las principales teorías políticas de su época. Y este libro que aquí prologamos es buen testimonio de ello. De hecho, Shklar deja clara su misión intelectual cuando afirma que «la función de la teoría política consiste en hacer que nuestras conversaciones y convicciones sobre la sociedad que habitamos sean más completas y coherentes, así como revisar críticamente los juicios que normalmente hacemos y lo que de forma habitual vemos como posible».3 Quienes practican la teoría política están obligados a «articular las creencias profundas de sus conciudadanos», y el objetivo de esta disciplina no consiste, pues, en «decirles lo que deben hacer o lo que deben pensar, sino en ayudarles a acceder a una noción más clara sobre lo que ya saben y lo que dirían si consiguieran encontrar las palabras adecuadas».4 Lejos de pensar en la construcción de un sistema de pensamiento, su labor la veía en la más modesta transmisión del legado intelectual del pasado y en cómo éste va dejando su poso en las ideas políticas cotidianas. «Nuestro» mundo político no es algo aislado a lo que podamos acceder desde la rigidez de modelos fraguados a partir de teorías meta-éticas o contrafácticos supuestamente racionales. Para enjuiciarlo con criterio no hay más remedio que recurrir a la conversación que se despliega en la historia del pensamiento político, aunque el saber que quepa extraer de ella carezca al final de una supuesta base «sólida». En cierto modo, Shklar puede compararse a Isaiah Berlin, ya que participa de ese mismo afán por penetrar en los clásicos de la teoría política, por meterse en los intersticios de muchas de las cuestiones que aquéllos habían dejado abiertas o no habían sido observadas con atención hasta entonces. A ambos les repugnaba por igual el extremismo ideológico y el fanatismo intelectual, y los dos representan también un esfuerzo por repensar la tradición del liberalismo, por señalar sus grandes logros y debilidades, por definir a sus enemigos. Con una importante diferencia. Si Berlin se encontraba más a gusto en la tradición liberal anglosajona, Shklar prefería la francesa. Sobre todo la obra de Montaigne, Montesquieu y Rousseau,5 además de las peculiaridades que Hegel –interpretado aquí más como complemento de Rousseau y Kant que como antecesor de Marx– introduce en el pensamiento político.6 Nuestra autora no sintió tampoco ninguna atracción por la teoría política del romanticismo, que tanto atrajera al conocido don de Oxford, y repudió toda teoría que oliera a «comunidad» o «identidad». En esto último debió de influir vivamente su experiencia de «exiliada», de ciudadana pura, sin vínculos sustancialistas con la patria de acogida. Como Berlin, Shklar nació también en Riga, la capital de Letonia, en 1928, de acomodados padres judíos de cultura alemana y, por tanto, extraños en su siempre amenazado lugar de residencia. Ante la inminencia de una posible invasión soviética, abandonaron su hogar en 1939 para dirigirse a Suecia. Desde allí, y después de una larga espera, emprenden un tortuoso viaje en el transiberiano por toda la URSS para llegar a Japón, antes de que se hubiera producido el ataque de Pearl Harbour. Pronto consiguieron un visado de entrada en Canadá, pero, al hacer parada en Seattle, fueron confinados en un centro de detención de inmigrantes ilegales. Al cabo de unas semanas consiguieron salir para establecerse al fin en Montreal, donde ella acabó el bachillerato y pasó sus primeros años universitarios en la Universidad de McGill. En Harvard hizo después sus graduate studies y el doctorado, y allí mismo acabaría convirtiéndose, de la mano de Carl Friedrich, y no sin conflictos internos, en la primera mujer catedrática del Departamento de Ciencia Política. En 1990 se convertiría también en la primera presidente femenina de la Asociación Americana de Ciencia Política. Estas vicisitudes biográficas, que, en sus palabras, la «dejaron con un perdurable gusto por el humor negro»,7 tendrían también una influencia decisiva en su ya mencionada actitud de cuasi-exiliada permanente. Pero sobre todo en la necesidad de pensar qué es lo que había provocado esa espectacular sacudida social que acabaría conduciendo a los fascismos, al estalinismo, a la Segunda Guerra Mundial y al Holocausto. A decir de ella misma, si eligió la teoría política fue como una forma de comprender su propia experiencia vital.8 Esto último la vincula también a Hannah Arendt, teórica a la que admiraba, pero frente a la cual mostró importantes divergencias, sobre todo en lo relativo a la idealización que ésta había hecho de la polis y de los filósofos de la Antigüedad clásica, con la correspondiente descalificación del mundo contemporáneo y de las formas de pensamiento que lo contribuyeron a fraguar. Shklar le critica también su «poco sensata» interpretación de los procesos revolucionarios como expresión de la auténtica vida democrática, o la posibilidad de escindir radicalmente las dimensiones de lo económico y lo político. Con ella compartía, sin embargo, su condición de paria,9 de extrañas en su propio país, pero carentes de un lastimoso y pasivo sentimiento de víctima. Aunque cada una de ellas seguía sus propias claves de interpretación, a ambas les une también, como decíamos, la obsesión por dar con las causas que explican el irracionalismo del siglo XX. Es obvio que Arendt es mucho más conocida y tiene un cuerpo teórico más vasto y profundo que el de Shklar, pero ésta encuentra al final una perspectiva interpretativa más «realista» que aquélla cuando confronta los límites y las posibilidades para una teoría política de nuestro tiempo. Ambas lo hacen desde un intenso diálogo con el pasado, pero la selectividad que Shklar hace de la tradición la ubica en una mejor situación a la hora de definirse sobre la política del presente. Y esto nos permite entrar ya más sistemáticamente en su teoría. El aspecto más original de la obra de Shklar es lo que ella misma calificó como «liberalismo del miedo»,10 su particular reconstrucción de las diferentes enseñanzas que podemos extraer de la experiencia del pensamiento político occidental para nuestra vida democrática actual. En tanto que tal síntesis particular de un objeto tan complejo, la gestación de este concepto fue lenta y nunca lo consiguió formular de forma sistemática. Quizá porque era bien consciente de las dificultades de conectar la realidad política presente, con todas sus incoherencias y conflictos, con algo tan cargado de matices y con voces tan plurales como es el pensamiento político. Pronto, sin embargo, fue enhebrando una pauta de interpretación de dicho legado que mostraba un profundo escepticismo hacia el discurso político del optimismo ilustrado. En su primer libro, After Utopia,11 una revisión de su tesis doctoral, responsabiliza a dicho...