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E-Book, Spanisch, 203 Seiten

Reihe: Otras Latitudes

Smith Biblioteca Pública


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10200-73-9
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 203 Seiten

Reihe: Otras Latitudes

ISBN: 978-84-10200-73-9
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



En Biblioteca pública Ali Smith vuelve a demostrar que el lenguaje es algo vivo y brillante y que la literatura nos ayuda a vivir. ¿Por qué los libros son tan poderosos? ¿Qué significa conocer a un escritor a través de sus libros? La voz única de Ali Smith nos trae una colección de historias inteligentes, unidas por la literatura y el amor por el lenguaje, y que constituye una defensa muy elocuente de las bibliotecas públicas, esos lugares de alegría, libertad, comunidad y descubrimiento. Como en el resto de sus obras, Ali Smith nos muestra en este volumen su amor por los libros y la pasión por sus autores favoritos, sosteniendo que uno puede conocer a un escritor mejor que a un amigo y que leer es pedir prestado sin culpa. «Ali Smith es un tesoro nacional [...]. Es experta en combinar pequeños destellos de arrobamiento con anécdotas divagantes, apartes y disquisiciones eruditas, para crear una impresión de densidad y profundidad». The Guardian

Ali Smith (Inverness, 1964). Tuvo una madre irlandesa, un padre inglés y una educación escocesa (hasta que comenzó su doctorado en Newnham College, Cambridge). A los veinte años, después de que un debilitante ataque de síndrome de fatiga crónica descarriló su carrera académica, comenzó a escribir. Ahora, autora de ocho novelas y seis colecciones de cuentos, crea lo que podría llamarse ficción experimental, pero con un estilo fácil, agradable y de emocionante lectura. Escribe en The Guardian, The Scotsman y el Times Library Supplement. Actualmente vive en Cambridge. Es la autora de Free Love, Like, Other Stories and Other Stories, Hotel World y el Cuarteto estacional
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BUENA VOZ

Había un hombre que tenía dos hijos. Y el más joven de ellos le dijo a su padre: Padre, dame la parte de la propiedad que me corresponde.

¿Lo sabías?, le digo a mi padre. Había un lingüista alemán que durante la Primera Guerra Mundial recorrió los campos de prisioneros con una grabadora, una especie de cuerno gigante como el de los gramófonos, para grabar en discos de pizarra todos los acentos británicos e irlandeses que encontraba.

Ah, la primera guerra, dice mi padre. Yo aún no había nacido.

Ya lo sé, le digo. Ese lingüista entrevistó a cientos de hombres. Lo que hacía era pedirles que leyesen breves pasajes de la Biblia, o que dijesen un par de frases, o que cantaran una canción.

Mi padre empieza a cantar en cuanto oye la palabra canción. Oh play to me Gypsy. That sweet serenade. Canta la primera parte con una voz grave y la siguiente con voz aguda. En las dos desafina espantosamente.

Escúchame, le digo. Hizo unas grabaciones que ahora son importantísimas porque muchos de los acentos que hablaban esos hombres han desaparecido. A veces un acento puede ser muy diferente en dos sitios que están a menos de cinco kilómetros de distancia. Y muchos de esos dialectos se han evaporado. Se han extinguido.

Bueno, chica, así es la vida, ¿no?, dice mi padre.

Sigue diciéndolo con su acento del norte aunque él está muerto; aquí debo aclarar que mi padre murió hace cinco años. No solemos hablar mucho (no tanto como hablo con mi madre, que lleva muerta un cuarto de siglo). Creo que quizá se deba a que mi padre, que pasaba de los ochenta cuando falleció, dejó el mundo muy limpiamente, como un hombre que una mañana de verano sale en mangas de camisa porque sabe que no le hará falta chaqueta.

Enciendo el ordenador y voy a la página donde están los enlaces para oír las grabaciones de algunos de esos hombres. Escucho un par de lecturas del hijo pródigo: las del hombre de Aberdeen y de otro de algún lugar de Yorkshire. El aire a su alrededor cruje y sisea tan fuerte como las voces de esos hombres muertos, como si también hablara.

Es que quiero escribir algo sobre la primera guerra, le digo a mi padre.

Silencio.

Y quiero que sea sobre voces, no imágenes, porque hoy en día todo es imagen y tengo la sensación de que nos alejamos cada vez más de las voces humanas, y me interesaba hacer algo relacionado con esas grabaciones. Pero me parece que para encontrar más información al respecto tendré que ir a la Biblioteca Británica, le digo.

Silencio (porque él cree que me dejo llevar por la pereza, lo sé, y porque cree que lo que pretendo hacer a continuación también es de perezosos).

Lo hago igualmente. Tecleo las palabras Primera Guerra Mundial en un buscador de internet y voy a Imágenes para ver qué aparece. Austríacos ejecutando a serbios en 1917. JPG Descripción: Inglés. Pelotón de ejecución Primera Guerra Mundial. Pie de foto original: «Atrocidades de Austria. Con los ojos vendados y de rodillas, los patriotas yugoslavos de Serbia, cerca de las líneas austríacas, fueron colocados en semicírculo y fusilados sin piedad». Foto de Underwood & Underwood. (Dep. de Guerra). FECHA EXACTA DE LA IMAGEN DESCONOCIDA ARCHIVO NARA: 165-WW-179A-8 WAR & CONFLICT BOOK # 691 (públicos). Hay una hilera de hombres uniformados en una especie de curva coreografiada, un poco como un número de baile de Busby Berkeley. Apuntan con sus fusiles a una distancia de un metro, quizá menos, a otra hilera curva de hombres que están de rodillas con los ojos vendados, con unas cosas blancas sobre los ojos y los brazos atados a la espalda. Lo extraño es que todos los hombres armados están en unas vías de tren también curvas que se extienden hasta salirse de la fotografía, como si los hombres y las vías se prolongaran durante kilómetros y kilómetros.

Recuerda al famoso cuadro de Goya. Pero también parece moderno debido a esas vías de tren.

Hay una polvareda blanca en el centro de la imagen porque estaban fusilando a varios hombres arrodillados en el preciso instante en que se tomó la fotografía (el disparo de la cámara simultáneo al disparo de las armas). Y luego están las estacas cortas y puntiagudas clavadas en el suelo delante de los prisioneros arrodillados. Para que cuando se desplomen la estaca los atraviese, por si no están del todo muertos después de la bala.

Yo nunca fui muy de musicales, dice mi padre.

¿Qué?, digo yo.

Ni nunca me gustó… ay, cómo se llama. Ese hombrecito flaco.

Astaire, le digo.

Sí, él.

Te equivocas. Fred Astaire fue un bailarín soberbio, le digo. (Esta es una discusión que mantenemos a menudo.) Uno de los mejores bailarines del siglo xx.

Mi padre no me hace ni caso y sigue cantando sobre caravanas y gitanos. I’ll be your vagabond, canta. Just for tonight.

Miro la fila de hombres que apunta con sus fusiles. Es solo otra imagen aleatoria. La miro y no siento nada. Si la miro mucho más tiempo, algo en mi cerebro se cerrará y quizá no vuelva a abrirse.

Además, tú ya sabes todo lo que hay que saber al respecto, dice mi padre. No me necesitas. Ya la diste hace años, en el instituto.

¿Dar qué?, le digo.

La Primera Guerra Mundial.

Sí. Lo había olvidado.

¿Recuerdas las pesadillas que tenías?

No, le digo.

¿Con el gigante hecho de barro, el hombre mucho más grande que la tierra?

No, le digo.

Fue cuando eras antinuclear, ¿te acuerdas? Hubo todo ese vertido nuclear en la playa de Caithness. Tú estabas muy indignada. Y al mismo tiempo estudiabas la guerra.

Pues no, digo yo. No me acuerdo de nada.

Lo que recuerdo es que nos enseñaba Historia un hombre pequeño y sarcástico que era muy listo, había sacado las calificaciones más altas en la universidad, y siempre nos hacía una broma que nadie entendía, Lloyd George conoció a mi padre, pero todos nos reíamos aunque no sabíamos de qué. Aquel año dimos la Primera Guerra Mundial, la hambruna irlandesa y la Revolución rusa; el año siguiente tocaba la autonomía irlandesa y las unificaciones de Italia y Alemania, y los libros que estudiábamos estaban llenos de fotografías borrosas de cadáveres amontonados, fuese el tema que fuese.

Un día, una niña entró en clase y le dio al señor MacDonald un papel que decía Por favor, la requieren en administración, y él anunció a la clase el nombre de una de nuestras compañeras de estudios: Carolyn Muriew. Todos nos miramos y un susurro se extendió por toda la clase: ¡Carolyn murió! ¡Carolyn murió!

¡Ja, ja!, dice mi padre.

Nos creíamos divertidísimos, con nuestros libros abiertos por páginas como la de los soldados bigotudos, negros como mineros, relajándose con el cuello del uniforme abierto alrededor del puchero, entre el barro que brillaba en olas petrificadas por encima de sus cabezas. El señor MacDonald nos había contado que cuando los hombres metían el cucharón en la sopa o el estofado para servirse, aparecía un casco de caballo o una bota con un pie todavía dentro. Estudiamos la carrera armamentista y los acorazados. Entretanto llegaron algunas estudiantes alemanas de intercambio de un colegio femenino de Augsburgo.

Eran muy majas esas chicas alemanas, dice mi padre.

Yo recuerdo que mi estudiante de intercambio me caía fatal. Tenía un abrigo de pelo de conejo que llenaba de pelusa todo lo que tocaba y también la costumbre de hurgarse la nariz. Pero no se lo digo a mi padre. En lugar de eso le cuento algo que por vergüenza nunca le había contado ni a él ni a mi madre: que una noche que volvíamos andando del colegio con nuestras estudiantes de intercambio, un grupo de chicos nos siguieron gritando la palabra nazi y saludando a lo Hitler. Las chicas de Augsburgo estaban perplejas. Ya las había conmocionado la serie Holocausto que acababa de estrenarse en Alemania justo antes de que vinieran. Las recuerdo intentando hablar de aquello. Lo único que hacían era abrir mucho la boca y los ojos, y mover la cabeza.

Mi padre había estado en esa guerra, en la Marina. Tampoco hablaba nunca al respecto aunque a veces aún tenía pesadillas: dejad a vuestro padre, ha pasado mala noche, nos decía nuestra madre (ella también había participado en la guerra, se alistó en la Fuerza Aérea Auxiliar Femenina en cuanto tuvo la edad). Mis hermanos, mis hermanas y yo sabíamos que el padre de nuestro padre había luchado en la Primera Guerra Mundial, que lo habían gaseado, había sobrevivido, había vuelto enfermo y había muerto joven, y que por esa razón nuestro padre tuvo que dejar los estudios a los trece años.

Era un buen hombre, me dijo una vez cuando le pregunté por su padre. No estaba bien. Tenía mal los pulmones. Cuando mi padre murió, en 2009, mi hermano desempolvó un montón de antiguas fotografías que tenía en casa. En una aparecen treinta hombres de pie, sentados o echados en la hierba, alrededor de unas tiendas de campaña de la Primera Guerra Mundial. Algunos llevan uniforme oscuro, otros chaqueta y pantalón gruesos de color blanco, y un hombre luce una insignia de la Cruz Roja en ambos brazos. Todos rodean un cartel que reza TIENDA DE CORTE Y AFEITADO junto a un soldado sentado en una silla con la cabeza echada hacia atrás y la barbilla cubierta de espuma. Hay una lista de nombres en el dorso. Al parecer, el tercer hombre de la izquierda que está en la hierba es mi abuelo.

Nunca habíamos visto una fotografía suya...



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