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Smith | Otoño | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Otras Latitudes

Smith Otoño

Cuarteto estacional I
1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-18451-07-2
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Cuarteto estacional I

E-Book, Spanisch, 256 Seiten

Reihe: Otras Latitudes

ISBN: 978-84-18451-07-2
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



La primer novela del exitoso Cuarteto Estacional de Ali Smith es una meditación sobre un mundo cada vez más limitado y exclusivo, sobre la riqueza y el valor, sobre lo que significa la cosecha. Es la primera entrega de su cuarteto estacional: cuatro libros independientes, separados pero interconectados y cíclicos (como son las estaciones); y nos hace reflexionar sobre el propio tiempo. ¿Quiénes somos? ¿De qué estamos hechos? Esta es una novela sobre el envejecimiento y el tiempo y el amor y las historias mismas.

Ali Smith (Inverness, 1964) Tuvo una madre irlandesa, un padre inglés y una educación escocesa (hasta que comenzó su doctorado en Newnham College, Cambridge). A los veinte años, después de que un debilitante ataque de síndrome de fatiga crónica descarrilara su carrera académica, comenzó a escribir. Ahora, autora de ocho novelas y seis colecciones de cuentos, crea lo que podría llamarse ficción experimental, pero con un estilo fácil, agradable y de emocionante lectura. Escribe en The Guardian, The Scotsman y el Times Library Supplement.

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Era el peor de los tiempos, era el peor de los tiempos. Otra vez. Es lo que tienen las cosas. Se descomponen, siempre lo han hecho y siempre lo harán, forma parte de su naturaleza. El mar arrastra hasta la orilla a un hombre viejísimo. Parece un balón de fútbol pinchado con la costura reventada, como esos de cuero que se usaban hace un siglo. El mar revuelto le ha arrancado la camisa del torso; desnudo como el día nací, son las palabras que le vienen a la cabeza, que le duele al moverla. Pues entonces no la muevas. ¿Qué tiene en la boca, tierra? Es arena, la nota debajo de la lengua, cruje entre sus dientes mientras entona su canción de arena: Soy muy chiquita pero estoy en todo, soy blanda si cuando caes te arropo, al sol resplandezco y me arrastra el viento, trae el mar un mensaje en la botella, y esa botella de arena está hecha, soy el grano de más difícil cosecha cosecha la letra de la canción se le escurre entre los dedos. Está cansado. La arena de su boca y de sus ojos son los últimos granos del reloj de arena. Daniel Gluck, al fin se te ha acabado la suerte. Consigue abrir un ojo. Pero… Se sienta en la arena y las piedras …¿es esto? ¿de veras? ¿esto es la muerte? Se protege los ojos con la mano. La luz es deslumbrante. Hace sol. Pero también mucho frío. Se encuentra en una playa de arena y piedras donde sopla un fuerte viento. Brilla el sol, sí, pero no da calor. Y además está desnudo. ¡Cómo no va a tener frío! Baja la vista y comprueba que su cuerpo sigue siendo el viejo, el de las rodillas destrozadas. Se había imaginado que la muerte destilaba a la persona, que la libraba de sus capas deterioradas hasta dejarla ligera como una pluma. Por lo visto, el cuerpo con el que acabas varado en la orilla es el mismo con el que te fuiste. Si llego a saberlo, me habría asegurado de morirme a los veinte o veinticinco años, piensa Daniel. Solo los buenos mueren jóvenes, dice la canción. O quizá (piensa mientras se tapa la cara con una mano para no ofender a nadie que pueda estar viéndolo hurgarse la nariz y examinando lo que ha sacado: es arena, qué hermosos son los detalles y la inmensa gama de colores del mundo pulverizado; luego se frota los dedos para limpiárselos) este es mi ser destilado. En tal caso, la muerte es de lo más decepcionante. Gracias por invitarme, muerte. Disculpa, pero ahora debo volver a la vida. Se levanta. Y no duele, no demasiado. Veamos. Volver a casa. ¿Por dónde? Da media vuelta. Mar, orilla, arena, piedras. Hierba alta, dunas. Llanura detrás de las dunas, una línea de bosque que llega de nuevo hasta el mar. Un mar desconocido y apacible. Entonces cae en la cuenta de que ve increíblemente bien. Es decir, no solo veo ese bosque, no solo veo ese árbol, no solo veo la hoja del árbol. Veo el tallo que une esa hoja con ese árbol. Puede distinguir la henchida inflorescencia del extremo de cada tallo de aquellas dunas lejanas casi como si usara un zoom. Y acaba de bajar la vista a su mano y no solo la ve enfocada, y no solo ve un poco de arena en la palma, sino también los granos individuales, tan nítidos que hasta alcanza a distinguir su contorno (se lleva la mano a la cabeza) ¿sin gafas? Caray. Se sacude la arena de las piernas, de los brazos y el torso, después de las manos. Contempla los granos que se alejan volando en el aire. Se agacha y coge un puñado de arena. Fíjate cuánta hay. Muchísima. Estribillo: Cuántos mundos caben en la mano. En un puñado de arena. (Repetir). Abre los dedos. La arena se escurre. Al ponerse en pie descubre que tiene hambre. ¿Se puede estar hambriento y muerto a la vez? Claro que sí, como todos esos fantasmas famélicos que devoran el corazón y el espíritu de la gente. Se da la vuelta y mira de nuevo el mar. Hace más de cincuenta años que no sube a un barco y además ni siquiera era un barco, sino un espantoso bar moderno a orillas del río. Se sienta en la arena y las piedras, pero le duelen los huesos del… no quiere utilizar palabras soeces, hay una chica en la orilla, duelen como, no quiere utilizar palabras soe… ¿Una chica? Sí, rodeada de un corro de jóvenes que bailan lo que parece una antigua danza griega. Están bastante cerca. Y se van acercando cada vez más. No está bien. Su desnudez. Vuelve a mirar con sus nuevos ojos el que hasta hace poco era un cuerpo de viejo y sabe que está muerto, ya no le cabe la menor duda, porque su cuerpo ha cambiado desde la última vez que lo vio, tiene mejor pinta, tiene un aspecto bastante bueno para lo que suelen ser los cuerpos. Le resulta muy familiar; se parece al suyo, al cuerpo que tenía cuando era joven. Se acerca una chica. Varias chicas. Siente un pánico agradable, y también vergüenza. Echa a correr hacia las dunas cubiertas de hierba (¡puede correr de verdad!), asoma la cabeza por un matojo para comprobar que nadie lo ve, que nadie se acerca, y luego se levanta para seguir corriendo (¡otra vez! sin siquiera jadear) por el llano en dirección al bosque. En el bosque podrá refugiarse. Y quizá también encuentre algo para cubrirse. Pero ¡qué alegría! Se le había olvidado lo que se siente al sentir. Por ejemplo, lo que se siente al pensar que está desnudo cerca de la belleza de otra persona. Se interna en una arboleda. Es perfecto, un terreno umbrío alfombrado de hojas. Las hojas caídas bajo sus pies (bonitos, jóvenes) están secas y firmes, las ramas más bajas de los árboles están cubiertas de follaje de un verde intenso y, mira, el vello de su cuerpo vuelve a ser oscuro en los brazos y el torso hasta la entrepierna, donde crece más espeso, y no es lo único que ha crecido, vaya vaya. Sin duda está en el paraíso. Sobre todo, no quiere ofender a nadie. Puede hacerse una cama aquí y quedarse hasta que la situación ya no le sorprenda. Sin prenda. (Los juegos de palabras, la moneda del pobre, cuánto le gustaban al viejo John Keats; que sí que era pobre, pero no llegó a viejo. Poeta del otoño, en la Italia invernal donde moriría jugaba con las palabras como si no hubiese un mañana. Pobre tipo. Realmente no había un mañana). Puede cubrirse con un montón de hojas para no pasar frío de noche, si es que existe algo parecido a la noche cuando estás muerto; y si esa joven, esas jóvenes, se acercan, se tapará con un buen puñado de hojas por una cuestión de decoro. Desdoro. Había olvidado que hay carnalidad en el deseo de no ofender. La sensación de decencia que lo embarga es dulce, curiosamente como se imagina el acto de libar néctar. El pico del colibrí penetrando en la corola. Así de rico. Así de dulce. ¿Qué rima con néctar? Se hará un traje verde de hojas y… en cuanto lo piensa, una aguja y un pequeño carrete de lo que parece hilo dorado aparecen en su mano. Caray. Definitivamente está muerto. Tiene que estarlo. Y resulta que, después de todo, la muerte no está tan mal. Muy infravalorada en el mundo occidental contemporáneo. Alguien tendría que avisarles. Alguien tendría que informarles. Habría que enviar a alguien que volviese de donde sea. Para recordarla. Describirla. Ignorarla. Detector. Relator. Director. Proyector. Objetor. Arranca una hoja verde de una rama, encima de su cabeza. Arranca otra. Une los bordes y los cose con precisas… ¿qué es, puntada de bastilla?, ¿punto de festón? Vaya, ahora puede coser. No sabía cuando estaba vivo. La muerte, esa caja de sorpresas. Coge una capa de hojas. Se sienta en el suelo, une los bordes y empieza a coser. Recuerda la postal que compró en un expositor del centro de París en los años ochenta, la de la niñita del parque. Parecía que iba vestida con hojas muertas, era una fotografía en blanco y negro de inicios de la posguerra, la niña estaba de espaldas en un parque, vestida con hojas, mirando los árboles y las hojas dispersas por el suelo. Era una fotografía fantástica, aunque también trágica. El vínculo entre la niña y las hojas muertas transmitía una anomalía terrible, como si estuviese vestida con harapos. Pero los harapos no eran harapos; eran hojas, por lo que también se trataba de una imagen sobre la magia y la transformación. Aunque también, también era una fotografía tomada poco después del fin de la guerra, en una época en que una niña que jugase entre las hojas podría parecer, a primera vista, una niña prisionera, a punto de ser ejecutada (duele solo de pensarlo) o, quizá, una niña de una era posnuclear en que las hojas le pendían del cuerpo como piel convertida en harapos, le colgaban como si la piel no fuese más que hojas. De modo que la imagen también era fantástica en el otro sentido, como imagen de un doble fantástico, esos dobles espectrales que nos persiguen desde el otro mundo. Un parpadeo de la cámara (no recordaba el nombre del fotógrafo) y la niña vestida con hojas se convertía en todas esas cosas: triste, terrible, hermosa, divertida, espantosa, sombría, luminosa, encantadora, espectral, fantástica, legendaria, real. La verdad más prosaica era que había comprado aquella postal (¡Boubat! ¡Así se llamaba el fotógrafo!) cuando visitaba la ciudad del amor con una de tantas mujeres que había querido que lo amasen pero que no lo amaba, claro que no, una mujer de cuarenta y tantos, un hombre de sesenta y muchos, vamos, sé...



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