Storey | El ingenuo salvaje | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 203, 400 Seiten

Reihe: Impedimenta

Storey El ingenuo salvaje


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17553-46-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 203, 400 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-17553-46-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Una triunfal oda a la Inglaterra rugbística de los sesenta que habría firmado el mismísimo Alan Sillitoe: un mundo metálico de mugre, barro, sudor y ambiciones desnudas, pero también de gloria y tardes triunfales con el oval bajo el brazo. La historia de un gladiador moderno en un entorno brutal, de jugadores fieros, hinchas acérrimos, narices ensangrentadas, dientes rotos y baños comunitarios, en una Inglaterra en perpetua búsqueda de la redención. Arthur Machin es hijo de un simple minero y no espera salir de la ciudad industrial del norte de Inglaterra en la que nació, un agujero de frustración y aburrimiento, pero su vida cambia cuando el equipo local de rugby lo ficha para la Liga Nacional inglesa. De la noche a la mañana, todo el mundo conoce su nombre, se codea con los hombres más poderosos de la zona y puede comprar todo lo que se le antoje. Sin embargo, Arthur no tarda en darse cuenta de que la popularidad no implica necesariamente la felicidad. Mientras va incomodando cada vez más a las clases altas, que no suelen admitir a nadie de origen humilde en sus selectos círculos, Machin trata infructuosamente de hallar cariño en la señora Hammond, su casera, y demostrarse a sí mismo que es algo más que una torpe marioneta de la sociedad, incapaz de hacer nada salvo regodearse en su propia fama.

David Storey - AUTOR   Nació en Wakefield, Yorkshire. De familia obrera, su padre trabajó en una mina de carbón, pero él llegó a estudiar en la Slade School of Fine Art de Londres, donde se mantuvo por sí mismo jugando en un equipo de rugby a trece. A pesar de que comenzó su carrera literaria como dramaturgo, la fama le llegó con su primera novela,  El ingenuo salvaje  (1960), que se alzó con el Macmillan Fiction Award. Seguirían  Flight into Camden  (1961, Premio John Llewellyn Rhys y Premio Somerset Maugham), y  Saville , que ganó el Premio Booker en 1976. Cuando Lindsay Anderson adaptó su novela El ingenuo salvaje a la pantalla en 1963, él mismo firmó el guion. Storey falleció el 4 de octubre de 2017 en Londres a los 83 años de edad, a causa de la enfermedad de Parkinson.    Consuelo Rubio Alcover - TRADUCTORA Consuelo Rubio estudió Filología Inglesa y Alemana en la Universidad de Valencia y cursó sus estudios de posgrado en la Universidad Libre de Berlín. En 2003, llegó a Estonia para participar en un programa que el Parlamento Europeo dedica a promocionar jóvenes intérpretes. Allí estrechó unos lazos con la cultura y las gentes del país que aún mantiene. De hecho, colaboró en la edición del único diccionario estonio-español que existe hasta ahora. Experta en Comunicación Intercultural y asidua colaboradora de revistas literarias, en la actualidad compagina su trabajo en la Escuela Oficial de Idiomas de Valencia con la traducción.

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1
Estaba esperando a que el balón me pasara entre las piernas, con la cabeza apoyada en el trasero de Mellor. Él se movía con demasiada lentitud. De hecho, yo ya me había empezado a apartar cuando el cuero me llegó disparado a las manos y, antes de que pudiera pasárselo a alguien, un hombro se me plantó en la mandíbula. Apreté los dientes con furia, en plan tenaza, y esa misma fuerza me aturdió tanto que perdí el conocimiento. Lo primero que veo es la vaga expresión de disculpa en el rostro de Mellor, junto al de Dai —el entrenador—, que está inclinado, echándome agua en la cara con una esponja. —Sal del campo un rato —me dice—. Te has hecho un buen tajo en la boca. Me levanto y noto sus manos en mis axilas, sujetándome como un par de nudos bien apretados. Me despacho a gusto con Mellor; mientras tanto, los demás jugadores lo observan todo despreocupados, aliviados por el interludio. Me marcho junto a Dai, que me planta un inhalador de amoniaco bajo la nariz. Me quedo sentado en el banco hasta que él termina de dar instrucciones en el campo y, cuando deja de chillar, me presiona la boca con los dedos y me vuelve los labios del revés. —Joder, tío —me dice—. Te has roto los dientes de delante. —Pues perfecto, ¿no? —le digo siseando—. Así puedes culparme a mí. Él observa atentamente los daños. Sus ojos se mueven en círculos y esquivan la punta de mi nariz. —Tú limítate a no culpar a Mellor —me dice—. ¿Te duele? Me da la impresión de que vas a necesitar una prótesis. Los reservas se reúnen en torno a él y observan la escena por encima de sus hombros. —¿Qué aspecto tengo? Los ojos de Dai se elevan hasta los míos durante un segundo; tratan de comprobar hasta qué punto estoy nervioso. —Pareces un viejo. Tendrás que abstenerte de chicas por una semana. —No siento nada —le digo. Sus pulgares sueltan la solapa de mi labio superior, que vuelve rápidamente a su sitio—. Dentro de un minuto quiero entrar otra vez. En realidad, no hay ninguna necesidad de que regrese al partido. Llevamos una ventaja de doce puntos sobre un equipo agotado, y quedan menos de diez minutos del tiempo reglamentario. La afición ya ha aceptado la decisión y está en pie, curioseando, entreteniéndose con incidentes como el que yo acabo de protagonizar. Tal vez por esa razón vuelvo al campo, para demostrar lo mucho que me importa el partido. Ya está oscureciendo y la típica neblina va subiendo desde el valle para encontrarse con el techo de nubes bajas. Una de esas ovaciones descreídas tan propias de nuestra hinchada se alza desde el terreno de juego y se convierte en rugido conforme atraviesa las gradas. Justo entonces salgo trotando a la cancha, entre las tinieblas. Le hago señas al árbitro con el brazo. Aún me queda tiempo para un asalto más. Ya se me ha pasado el efecto de la Benzedrina. Corro por el medio del campo, balanceando acompasadamente la pelota entre las dos manos como si fuera un retrasado, alguien incapaz de engañar a nadie, ni siquiera a un crío pequeño. Sucumbo al placaje, pero después juego el balón y me mantengo alejado del peligro hasta que el pitido del árbitro marca el final del partido. Salimos del terreno en tropel, solos o por parejas. La afición se ha dividido en dos mitades, formando una especie de telón negro, y empieza a marcharse con cuentagotas por las dos salidas principales, que están situadas en los dos extremos del campo. Los pisos superiores de los autocares que esperan en la calle, formando una hilera, refulgen por encima del terraplén. En realidad, este debería ser el mejor momento de la semana para mí: el instante en que, cada sábado, el partido llega a su fin; las luces parpadean a la luz del crepúsculo, el aire está limpio y lo único que tengo por delante es un día sin trabajo, además del ocio del conquistador. Pero hoy, en cambio, lo que tengo delante es la asquerosa espalda de Mellor, y empiezo a acumular justo en ese punto todas mis ansias de venganza. Él agacha la cabeza cuando entramos en el túnel, y tampoco mira a nadie cuando, impasible, se abre paso entre una piña de funcionarios curiosos. Eso se le da bien: al mirarlo, la gente siempre tiene la impresión de que no siente absolutamente nada. Lo cual explica la serenidad de su cara de imbécil. Su actitud no cambia ni un ápice en el baño, cuando nos sentamos formando una piña y dejamos que el chorro de agua caliente nos azote la piel desgarrada. Una pequeña filtración de sangre y barro oscurece la superficie. A veces se rompe y caracolea en torno a los cuerpos de los hombres despatarrados. Las cabezas sobresalen por encima del agua, como animales que protestan dentro de una charca; yo renuncio a seguir pensando. Detrás de nosotros vienen los reservas, acompañados por el encargado de mantenimiento del campo, un tipo con joroba. Procuran ordenar un poco las camisetas y los pantalones, pero no los tocan más que con las puntas de los dedos; tratan de rehuir el sudor manchado de barro. Sus siluetas, deformadas por los impermeables, transmiten resentimiento. Se mueven despacio. Por encima del estruendo que generan los pasos de la afición al abandonar el campo, todavía se oye el eco de las viguetas metálicas del graderío. El aire de la habitación —la lámpara amarilla se columpia con la corriente de aire— está espeso, impregnado del olor a sudor, a barro residual, a linimento, a grasa y a cuero, y circula formando espirales de vapor que dificultan la visibilidad entre las paredes opuestas. George Wade está de pie en mitad de la neblina. Casi lo derribo cuando salgo trepando de la bañera y me dirijo tambaleante hacia la mesa de masajes. Es más, no lo reconozco hasta que siento la pezuña de su perro bajo mi pie desnudo y oigo un gemido. Él se acerca y me estudia mientras Dai me restriega grasa por el muslo y empieza a arrearme golpes. —¿Cómo te encuentras, Art? —me dice, al tiempo que se apoya en su bastón y se inclina sobre el paisaje de mi anatomía. Pone mucho cuidado en concentrar la mirada en mi boca. Sonrío y hago una mueca ilustrativa, todo a la vez. Tengo justo delante su cara de hombre mayor, de jubilado. Él se ríe; todo esto le hace bastante gracia. —A partir de ahora no podrás ser tan bocazas —me dice—. Al menos durante unos días, tendrás que cerrar el pico. —Entonces se da cuenta de lo mucho que me divierte el asunto—. Te arreglaré una cita con el dentista el lunes…, pero no, no puede ser, ¿o sí? El lunes es festivo, 26 de diciembre. Veré lo que puedo hacer. Se queda observándome muy atento un rato, absorbiendo esta nueva imagen mía, sin dientes. Me parece que le gusta, porque me pregunta, como si yo fuera una persona razonable: —¿Vas a venir a lo de Weaver esta noche? Él dijo que vendrías, creo recordar. He estado pensando mucho sobre el asunto. Una fiesta de Nochebuena que, además, me otorgaría la oportunidad de conocer a Slomer en persona. No dejo de darle vueltas, pero aún no me he decidido. —En cuanto a mis dientes… —le digo—. ¿Podrías conseguir que me los arreglen esta noche? Si no, no podré conseguir cita con ningún dentista en toda una semana. Wade se mordisquea los labios y entrecierra los ojos, como queriendo dar a entender que está sumido en una profunda reflexión. —¿No hay ningún dentista en la peña de los aficionados? —pregunto, para animarlo un poco. Él niega con la cabeza. —No lo sé, Arthur, de verdad; no tengo ni idea. Pero puedo preguntar. —Se queda mirándome, trata de asegurarse de que va a valer la pena. —¿Podría averiguarlo ahora mismo, señor? Finalmente se da la vuelta. Camina hasta la puerta, tratando de sortear las pilas de ropa sucia y arrastrando al perro tras de sí. El animal se las ve y se las desea cuando intenta pasar una de las patas traseras por encima de los montones. —Lo intentaré, chavalote. Lo intentaré. Déjalo de mi cuenta —asegura, y su vozarrón se dispersa por la neblina amarilla. —Quiero que sea esta noche —grito yo. Él inyecta un chorro de aire fresco en la habitación al salir. Me bajo del banco y me siento justo debajo de mi ropa. Se oyen unos cuantos alaridos provenientes del baño: el comportamiento de alguien por debajo de la línea de flotación parece estar generando conflicto. Un par de tipos se encaraman rápidamente al borde de la bañera y salen de ella disparados. Luego se quedan un rato mirando el agua, rascándose la piel. —Los mariposones son unos guarros, tío —murmura Dai para el cuello de su camisa mientras se une al grupo que inspecciona el baño, y luego se ríe. Yo estoy de un humor de perros, daría cualquier cosa para que este día terminara de una vez. Frank hace crujir el banco. Está sentado a mi lado e, inconscientemente, aprieta su corpachón contra mi brazo. Veo comprensión en su mirada; sé que su lento cerebro de minero percibe cómo me siento. Entonces se encoge de hombros con esa típica actitud suya, reticente y reconcentrada a la vez: eso es lo máximo que alguien así puede acercarse a la verdadera empatía. Yo le sonrío; siempre le sonrío, pues tiene esa humildad que adquieren los profesionales después de toda una vida trabajando como mulas. Es precisamente esa falta de arrogancia lo que más me gusta de Frank. No me importa que sea el capitán, y su edad tampoco me provoca envidia. De todas formas, pronto dejará de jugar para siempre. —¿Vas a lo de Weaver esta noche, Art? —Se da una palmada en sus...



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