E-Book, Spanisch, 480 Seiten
Reihe: Cladema/Filosofía
Taylor La era secular. Tomo II
1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-9784-892-3
Verlag: Gedisa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 480 Seiten
Reihe: Cladema/Filosofía
ISBN: 978-84-9784-892-3
Verlag: Gedisa Editorial
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En los últimos siglos Occidente ha ensanchado el abanico de las opciones de la creencia, ya sean religiosas, ateas u otras difíciles de clasificar. Un proceso paulatino de declive de la fe y retirada de la religión de la vida pública. Este retroceso supone un cambio impactante si pensamos en el papel que hasta hace poco jugaban las iglesias cristianas en el mundo Occidental. ¿Por qué ha sucedido todo esto? ¿Cuáles son los rasgos del nuevo paisaje espiritual? La era secular es el ensayo escrito más ambicioso y sobresaliente sobre el complejo proceso de secularización en Occidente que aún sigue en marcha. El filósofo Charles Taylor desgrana, en este segundo volumen, el cambio de las condiciones de la fe que desde la Ilustración socavaron las viejas formas y sentaron las bases de una nueva alternativa humanista. Sin embargo, este debilitamiento de las representaciones anteriores no ha sido incompatible con la persistencia de cierto anhelo de religiosidad, lo cual se traduce en nuestros días, en el florecimiento de múltiples alternativas -a veces contradictorias- y en un novedoso pluralismo en cuestión de espiritualidad.
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El oscuro abismo del tiempo Estos ejes de discusión que he esbozado en el capítulo anterior definen buena parte del debate actual en el que la creencia y la no creencia están implicadas. Pero, como he sostenido, no se trata simplemente de un debate entre la creencia y la no creencia, la fe en Dios frente al humanismo exclusivo. Las corrientes se arremolinan y toman diferentes direcciones. Así, el siglo XIX fue testigo de un fabuloso avance de la no creencia. Con esto quiero decir, no sólo que muchas personas perdieron la fe y abandonaron las iglesias y las sinagogas, sino también que se concibieron nuevas posiciones, nuevos nichos o espacios para la no creencia. Si el relato fundamental del auge de la secularidad 3 a lo largo de los siglos es la creación de una alternativa humanista exclusiva a la fe, este es un periodo en el que la gama de alternativas de este abanico se enriquece y se amplía. En cierto sentido, podemos entender este periodo como una especie de repetición del deslizamiento del siglo XVIII hacia el antropocentrismo, en lugar de una simple continuación del mismo. Ello se debe a que entre los dos hay una fuerte oleada de piedad. El movimiento comienza en Inglaterra aproximadamente en la época de las guerras revolucionarias francesas (y en parte como reacción a esa exhibición de no creencia militante), y marca poderosamente a la sociedad británica hasta las últimas décadas del reinado victoriano. Primero el cristianismo evangélico y, después, también la devoción de las iglesias más centradas en la liturgia y el ritual discurre paralelamente a una oleada de afiliación a iglesias disidentes. En Francia comienza, claro está, con la Restauración. La Iglesia trata de recuperar el terreno perdido y de incrementar el nivel de práctica religiosa, y entre todos consiguen ampliarla poco a poco, hasta el tercer cuarto del siglo. Estados Unidos se encuentra desde aproximadamente 1800 sumido en el «Segundo Despertar» y la creación de un consenso evangélico, que de algún modo margina la perspectiva deísta de tantos de los padres fundadores de la república. La afiliación a iglesias inicia un aumento continuo, que se prolonga hasta entrado el siglo XX. De modo que el giro hacia la no creencia a mediados o finales del siglo XIX es en cierto modo algo nuevo. No se trata sólo de que el movimiento sea más amplio que su predecesor del siglo XVIII; se mantiene en el seno de la elite de estas sociedades avanzadas, pero en todo caso está más extendido. Sucede también que el giro es cualitativamente diferente. Es, en cierto sentido, más profundo. No quiero decir únicamente que las formulaciones intelectuales de un Comte, un Mill, un Renan o un Feuerbach fueran más profundas que las de Bentham, Helvecio o Holbach, aunque también creo que es así. Pero esta profundidad es un reflejo de algo más, a saber: que las perspectivas no creyentes estaban ancladas más profundamente en el universo vital y el trasfondo de la realidad de las gentes del siglo XIX que las perspectivas análogas de sus predecesores del siglo XVIII. Se aprecia en varios aspectos, pero quisiera señalar aquí dos. El primero consiste en el hecho de que el desplazamiento del cosmos hacia el universo, al que aludí más arriba, había progresado mucho más. De cosmos a universo: la forma de imaginar el mundo cambió. Por «imaginar» me refiero aquí a dos cosas, una de las cuales es una especificación de la otra. La primera es análoga a lo que se describió más arriba como el «imaginario social». De hecho, podría considerarse una especificación de este. El imaginario social consiste en el telón de fondo de interpretaciones de la sociedad, compartidas de manera general, que hacen posible que la sociedad funcione como lo hace. Es «social» en dos sentidos: en que es compartido de forma general y en que es sobre la propia sociedad. Pero también hay interpretaciones generalmente compartidas acerca de otras cosas, y estas son «sociales» únicamente en el primer sentido. Entre ellas se encuentra el conjunto de formas en que imaginamos el mundo en que vivimos. Y del mismo modo que el imaginario social se compone de las interpretaciones que dan sentido a nuestras prácticas sociales, así el «imaginario cósmico» da sentido a las formas en que el mundo que nos rodea aparece en nuestra vida: por ejemplo, la forma en que aparece en nuestras imágenes y prácticas religiosas, incluidas las doctrinas cosmológicas explícitas; o en las historias que referimos acerca de otras tierras y otras épocas; o en nuestra forma de señalar las estaciones y el paso del tiempo; o en el lugar que ocupa la «naturaleza» en nuestra sensibilidad moral y/o estética; o en nuestras tentativas de elaborar una cosmología «científica», si las hubiere. El segundo sentido, más específico, en el que nuestra forma de imaginar el mundo ha cambiado afecta al penúltimo elemento de esta lista, la forma en que la naturaleza aparece en nuestra imaginación moral y estética. Ésta es sólo una de las muchas maneras en las que nuestro sentido del mundo viene a conformarse, pero ha sido particularmente importante en el cambio que estoy tratando de esbozar aquí y quisiera singularizarlo prestándole una atención especial. Ahora, este cambio, que en nuestra civilización ha tenido lugar a lo largo del último medio milenio, ha sido inmenso. Pasamos de un mundo encantado, habitado por fuerzas y espíritus, a otro desencantado. Pero lo que quizá sea más importante es que hemos pasado de un mundo que está comprendido dentro de ciertos límites y es estático a otro que es inmenso, parece infinito y se encuentra en mitad de una evolución que se extiende a lo largo de muchísimos siglos. El mundo anterior estaba limitado y comprendido por determinadas nociones del cosmos, unos órdenes mundiales que imponían una frontera atribuyendo una forma a las cosas. El concepto de cosmos derivado del platonismo y entendido como una cadena del ser es uno de ellos: el cosmos en virtud de lo que Lovejoy llamó el «principio de plenitud» exhibe todas las posibles formas del ser, es todo lo rico que puede ser. Pero el número de formas que contiene es finito y se pueden generar a partir de un único conjunto de principios básicos. Por vasto y variado que pueda parecer el mundo ante el ojo inexperto, sabemos que está contenido en el plan que estos principios nos definen. Con independencia de lo profundo e inconmensurable que pueda parecer, sabemos que en este orden racional llegamos a tocar el fondo, alcanzamos hasta el límite exterior. Aquí estoy hablando de una especie de teoría. Pero en el plano de lo que denomino el imaginario, estas teorías se basan en una especie de interpretación general, una interpretación que entiende que el mundo sensual y material está contenido así por las Ideas, porque las cosas que nos rodean se entienden como encarnaciones o expresiones de estas ideas, o como signos de una realidad superior que no se puede ver directamente. En un universo encantado, este tipo de entendimiento no reviste problemas. Las cosas aparecen como loci de espíritus o fuerzas y lo hacen de forma inopinada, como si fuera un dato de la «experiencia» inmediata, porque se entiende generalmente que lo hacen así. Una reliquia cargada de poderes, de la que espero la curación de una enfermedad extenuante, no aparece ante mí como un simple hueso acerca del cual se pudieran formular las hipótesis de que tocarlo pudiera tener un poder curativo. Está fenomenalmente rebosante de este poder.22 Lo que ha sucedido ahora es que para muchos, incluso para la mayoría de las personas de nuestra civilización, esa forma de entender las cosas se ha desvanecido. Para ellos el mundo aparece como algo desencantado. No se trata sólo de que ya no se crea en las teorías del cosmos, ni siquiera son ya del todo inteligibles. Ver las realidades físicas como encarnaciones o expresiones no tiene sentido en absoluto. Los límites se fijaron en el tiempo. Antes incluso de que el espíritu científico moderno llevara a los teólogos a calcular exactamente cuando había tenido lugar la Creación (a las 6 de la tarde del 22 de octubre del año 4004 a. C., según el arzobispo James Ussher), ya se había dado forma a las profundidades del pasado mediante el drama divino-humano desarrollado en él. Pero esto significaba también que los límites estaban fijados con la variedad: el mundo que vemos es el que creó Dios, con las mismas especies de animales terrestres, aves y peces. El mundo siempre ha estado habitado por estas criaturas animadas, aun cuando siempre haya sido también hogar de los seres humanos. El marco bíblico acabó por entrelazarse con el cósmico. Había tensiones, claro está: Aristóteles sostuvo que el mundo era eterno, cosa que fue difícil cuadrar con la creación ex nihilo. Pero Aristóteles también había vuelto la espalda a la evolución y optó por una jerarquía fija de las especies. Al mismo tiempo, la interpretación de que las cosas eran signos o expresiones de una realidad superior podía ser convertida fácilmente en una visión del mundo como creación. Lo que Dios creó tenía también un significado, incluso como las palabras que emitimos. Inspirada en el platonismo y dotada de una expresión paradigmática anterior en la obra de «Dionisio el Areopagita», una visión del mundo se convierte en una de las ideas...