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E-Book, Spanisch, 154 Seiten

Taylor Morir


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17109-88-2
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 154 Seiten

ISBN: 978-84-17109-88-2
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



En 2016, a la edad de sesenta an?os, la escritora Cory Taylor supo que el ca?ncer que padeci?a desde haci?a diez an?os se hallaba en fase terminal. Cuando se entero? de que su muerte era inminente, escribio? este libro en tan solo dos semanas, con la urgencia y la sinceridad de quien sabe que le queda muy poco tiempo de vida. Sin sentimentalismos y con dosis de humor, Taylor repasa, en Morir, la compleja historia de sus padres, co?mo vivieron y co?mo murieron, hace balance de su vida y, sobre todo, se sirve de su experiencia para meditar abiertamente sobre la propia muerte, aquel «monstruo silencioso» que a todos nos concierne pero que al que raramente nos atrevemos a mirar a la cara. Como El an?o del pensamiento ma?gico de Joan Didion, Morir es una obra de hondo calado literario que ilumina, en clave autobiogra?fica, una zona de la experiencia humana que el discurso secular y la medicina moderna han convertido en un tabu?. El testimonio de Taylor nos ofrece una conmovedora leccio?n sobre co?mo afrontar nuestra muerte con valenti?a, pues, como nos recuerda la autora una y otra vez, no hay vida digna de ese nombre que no sea un dia?logo permanente con la muerte. «Cuando te esta?s muriendo, puedes experimentar una especie de ternura incluso por tus recuerdos ma?s desdichados, como si la dicha no so?lo estuviera destinada a los momentos ma?s hermosos, sino entrelazada en tus di?as como un hilo de oro.» Cory Taylor

(1955-2016). Escritora y guionista de cine y televisio?n australiana. Su infancia transcurrio? entre Queensland, Fiji y Kenia. Publico? novelas, cuentos y libros infantiles. Su primera novela, Me and Mr. Booker, gano? el Commonwealth Writers' Prize en 2012, y la segunda, My Beautiful Enemy, fue seleccionada para el Miles Franklin Award en 2014. Murio? el 5 de julio de 2016, poco tiempo despue?s de la publicacio?n de Morir, que quedo? finalista del Stella Prize del an?o siguiente.

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Soy la menor de tres hermanos. Mi hermana Sarah me lleva seis años y mi hermano Eliot, cuatro. Tengo la impresión de que fui una sorpresa, por no decir un error. Según mi madre, cuando anunció que estaba embarazada por tercera vez, mi abuela sacudió la cabeza con incredulidad. —Estúpida —le dijo, preocupada, y con razón, por el estado del matrimonio de mis padres. Por algún motivo, esta historia siempre hacía reír a mi madre. Yo no le veía la gracia; puede que para vérsela hubiera tenido que haber estado allí. De vez en cuando, mientras éramos niños, mi madre nos llevaba a Sarah, a Eliot y a mí al lugar donde había nacido. Viajábamos durante las vacaciones escolares de invierno, desde Sídney y luego desde Canberra. Eran viajes de dos o tres días en coche, primero íbamos hasta Nueva Gales del Sur y después teníamos que cruzar la frontera con Queensland; a medida que avanzábamos, las ciudades se volvían cada vez más escasas y polvorientas, el horizonte se aplanaba, el cielo se ensanchaba sobre nuestras cabezas hasta hacerse tan inmenso que te dolían los ojos de mirarlo. Nuestras visitas se desarrollaban siempre conforme al mismo patrón. Nos alojábamos en casa de Jenny, la hermana menor de mi madre, y Ranald, su marido. Vivían en North Delta, un rancho con ovejas y vacas cerca de Barcaldine que había pertenecido a mi abuelo Norman Murray. Aquella región era de color ocre y estaba cubierta de maleza, y la cruzábamos por una carretera llena de socavones que mi madre recorría con cautela debido al polvo fino que se levantaba al pasar. Me daba cuenta de lo asustada que estaba mamá en cuanto dejábamos atrás el asfalto. Agarraba con fuerza el volante y entornaba los ojos para ver lo que había justo delante, convencida de que tendríamos un accidente en el momento más inesperado. El campo no era su elemento natural. Pese a haber nacido allí, los años de exilio la habían convertido en una cautelosa urbanita. Al final de uno de aquellos largos viajes, siempre nos alegraba avistar el rancho, en medio de un claro rodeado de vallas. Entrábamos por la parte trasera, y por el camino pasábamos por delante del cobertizo lleno de maquinaria, los gallineros, la pocilga y los perros atados. Los porches a dos aguas eran anchos y bajos, por lo que, desde cierta distancia, la casa parecía ser sólo un gran tejado rojo. Una vez que entrabas por la puerta de la cocina, comprendías de inmediato el porqué de esa disposición: impedía la entrada al sol, y de ese modo el interior se mantenía tan oscuro y sombrío como una cueva. La casa no seguía una distribución lógica. Detrás de la cocina había un comedor, que en realidad era tan sólo una parte protegida con mosquiteras, y después se abría a un laberinto de habitaciones que se habían ido añadiendo o dividiendo a lo largo de los años para amoldarse a las necesidades de Jenny, Ranald y sus cuatro hijos. Jenny nos mostraba los dormitorios al mismo tiempo que iba asignándonos las camas, luego nos servía el té en la parte delantera que daba a un césped y a una piscina, y donde el porche era más ancho que en el resto de la casa. Era aquí donde tenían lugar las conversaciones y donde se contaban todas las historias. Aquí me enteré de dónde procedía mi madre y a qué se debía la tristeza que siempre acarreaba sobre sus hombros. No es que se le notara mucho, porque era una persona a la que en general le gustaba reír y disfrutar de la vida, pero por debajo de su vitalidad fluía una tensión, una especie de dolor indeleble que ninguna buena dosis de humor era capaz de desbancar. Y no tardé en comprender que ese dolor se había originado en su infancia en Queensland, a la que se sentía obligada a volver periódicamente, llevándonos a nosotros de remolque como pretexto. Resulta curioso que nuestro padre casi nunca nos acompañara en esos viajes. A menudo, en las primeras épocas, no podía porque estaba volando hacia algún lugar, pero después no venía porque mi madre prefería viajar sin él. Había mucho de que hablar en el porche sobre el precipitado matrimonio de mamá con el apuesto piloto que había conocido en un bar, y sobre cómo, en el transcurso de los años, las cosas habían salido desastrosamente mal. Yo escuchaba esas historias con suma atención. Mi padre me había contado muy pocas cosas de sí mismo y yo no tenía muchas ocasiones de oír a personas como Jenny y Ranald, que lo habían conocido desde el principio; por eso tomaba nota, con mis instintos de escritora ya despiertos, reuniendo las piezas, adivinando, inventando, intentando averiguar el sentido de toda aquella historia. Mis hermanos preferían salir con mis primos a montar a caballo, pero yo me resistía a cabalgar y era más feliz sentándome a horcajadas sobre una tumbona, zampándome bizcochos y dejándome cautivar por las leyendas familiares. Me gustaban Jenny y Ranald. Eran amables y divertidos. Todas las mañanas, al amanecer, encendían la gigantesca y chisporroteante cocina AGA. Ranald era el que preparaba el desayuno, para lo cual freía enormes cantidades de cordero, tocino, cebollas y huevos, primero para los trabajadores, que empezaban su jornada de buena mañana, y luego para nosotros, los holgazanes, que nos sentábamos a la mesa a las ocho, aún adormilados. —Pero ¿habrase visto nunca semejante pandilla de inútiles? —decía—. Tendré que poneros a cortar estacas durante dos días. Así sabréis lo que es bueno. Algunas veces lo acompañábamos cuando se iba con el camión para comprobar el estado de una presa o para arreglar una bomba en algún sitio. Jenny nos cargaba de comida para la merienda: montones de bizcocho de fruta, cajas llenas de bollos y té que preparábamos en un cazo. Por el camino, Ranald solía hablar del tiempo o del precio de la ternera y de sus preocupaciones sobre el estado de la nación. Era un férreo conservador que temía a los comunistas, a los sindicatos y a los católicos, y que estaba convencido de que los chinos tenían intención de invadirnos desde el norte cuando menos lo esperáramos. Sin embargo, no era contrario al debate, y cuando mi madre ponía en tela de juicio sus puntos de vista, él se enfrentaba a ella gustoso, como si de un deporte se tratara. Asimismo, era un amante de la poesía y recitaba a Burns y a Tennyson mientras serraba troncos o arreglaba rejas, con su voz melosa que resonaba en el vacío que lo rodeaba. Mi madre se emocionaba al escucharlo, y yo estaba segura de que eso era lo que él quería. —No deberías haberte ido nunca —le decía él—. Tendrías que haberte casado con un buen muchacho de por aquí y haber sido sencillamente una esposa. —Y haberme vuelto loca, como Ril —replicaba mi madre. Ril era mi abuela. En el porche, Jenny y mamá hablaban tanto de ella como de mi padre, y a menudo los comparaban como si formaran parte del mismo problema; lo que sugerían era que mi madre se había casado con un hombre que le recordaba a su propia madre, y que había pagado por ello. La imagen que me formé de mi abuela escuchando aquellas historias era la de una mujer hermosa, altiva e irascible, incompetente como madre e infeliz como esposa, acosada por un terrible desasosiego que una o dos veces la hizo sucumbir ante tanta presión. Uno de los episodios más notorios, según me enteré, fue la crisis nerviosa que sufrió durante la guerra, por la que pasó algunos meses internada en una clínica de Brisbane intentando recuperarse. Las razones eran más que evidentes: su hijo servía en la armada en algún lugar del Pacífico; mi madre trabajaba de enfermera en Townsville en un hospital militar; Judy, la otra hermana de mi madre, ya casada con diecisiete años; y Jenny, lejos de casa en un internado. Ni siquiera había un hombre que pudiera echarle una mano a mi abuela en la hacienda, pues su marido se iba a trabajar solo, de sol a sol, con todos los riesgos que ello entrañaba. Una noche, cuando mi abuelo regresó a casa se la encontró haciendo las maletas apresuradamente, metiendo en ellas todas sus pertenencias, después de haber puesto patas arriba las habitaciones de la casa. La crisis nerviosa de mi padre fue menos dramática. Yo era lo suficientemente mayor como para recordarlo metido en la cama, negándose a levantarse durante días. Es posible que yo le llevara un sándwich de vez en cuando, se lo dejara en la mesilla de noche para que se lo comiera cuando se despertara, pues de alguna manera lo recuerdo siempre durmiendo, con el pelo sin lavar, los carrillos cubiertos de una barba oscura de varios días y las sábanas sucias. Jenny, que en aquel entonces había venido a visitarnos a Sídney, se acordaba de que le enviaba mensajes a mi madre a través de un trozo de cuerda que bajaba desde la ventana de su dormitorio hasta la cocina en la planta baja. —Sujetaba una nota a un extremo de la cuerda —me contó mi madre—, y exigía que le subiera una taza de té y una galleta. Mi madre reía con amargura. —Le concerté una cita con un psiquiatra —dijo—, pero él se negó a acudir. Me fascinaban estos parientes problemáticos: mi abuela con su desasosiego y mi padre con su incapacidad para estarse quieto en un lugar, hasta que sus nervios se crispaban tanto que no podía moverse. No podía evitar preguntarme cuánto de ellos debía de haber en mí y si venirse abajo por la presión podría ser un rasgo de familia. También me preguntaba por la fuente de su fragilidad, si era debido a una hipersensibilidad innata o al resultado de una rabia justificable por las condiciones en las que se veían obligados a vivir. Una de las teorías de mi madre era que, en ambos casos, se trataba de personas con un enorme...



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