E-Book, Spanisch, 312 Seiten
Thiebaut / Gómez Ramos Las razones de la amargura
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-254-4191-2
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 312 Seiten
ISBN: 978-84-254-4191-2
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Como afecto, el resentimiento no ha gozado del favor de los psicólogos, ni menos aún de quienes se ocupan de la moral. Sin embargo, más allá del ámbito psicológico, el resentimiento es una emoción que se relaciona con los espacios políticos y sociales, en los cuales interviene y se configura. En efecto, la peculiar estructura del resentimiento -su carácter relacional y reflexivo, su tono práctico, moral y político-, reclama de una atención diferenciada más allá de la psicología moral. Carlos Thiebaut y Antonio Gómez Ramos enlazan un diálogo, a lo largo de una serie alternada de capítulos, sobre esta compleja emoción dentro de un contexto sociopolítico y en el marco de reflexiones en torno a la justicia, el daño, la memoria o el perdón. Asimismo, el conflicto social y la diferencia de clases, el trauma del Holocausto, la experiencia de los totalitarismos del siglo XX y las transiciones de la dictadura a la democracia serán los temas de referencia con los que los autores analizarán el resentimiento. Las razones de la amargura no busca respuestas ni soluciones, sino un reconocimiento del papel que esta afección desempeña en las víctimas para, de esta manera, poder entender mejor las formas posibles y los límites de la elaboración del daño.
Carlos Thiebaut Luis-André (Madrid, 1949) es Catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid. Ha centrado su investigación e integrado en sus obras la discusión sobre los diversos temas generados por la filosofía moral y política contemporánea, así como en las tradiciones de la teoría crítica y de la filosofía anglosajona. Asimismo, también ha mostrado interés en sus libros por la filosofía general y su enseñanza.
Antonio Gómez Ramos (Madrid, 1962) es profesor de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid, donde dirige el Máster en Teoría y Crítica de la Cultura. Su campo de investigación se centra, siguiendo los hilos de la filosofía contemporánea, en las cuestiones del tiempo, la historia, la subjetividad, la política, los afectos y la razón práctica. Es autor de diversos libros así como traductor de Hegel, Dilthey y Gadamer, entre otros.
Autoren/Hrsg.
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1. El presente, la memoria y el resentimiento:
Una forma quebrada de sensibilidad moral*
Carlos Thiebaut Asimetrías de la conciencia en el presente y la memoria La conciencia moral guarda con el presente una compleja relación. Por una parte, se identifica plenamente con él; se constituye en el acto, en la acción en la que ejercemos nuestra libertad y en la que construimos nuestra identidad. Pero, por otra, la conciencia moral no se identifica con ese mismo presente: esa acción, si quiso ejercerse en libertad, guarda en sí una cierta gratuidad, una cierta sensación de fragilidad que aventa lejos cualquier necesidad; así, cuando actuamos moralmente no perdemos la conciencia de que podríamos haber actuado de otra manera, aunque, tal vez, tengamos firme y claro que el rumbo que tomamos era el que debíamos, en recta ética, haber seguido. Nuestra conciencia moral se constituye, pues, en el presente, pero por medio de una distancia interna a ese presente; nuestra conciencia moral es fruto de una elección (de la que se nos puede tener por responsables) que no la identifica con la acción que la ejercita y que la constituye. Esas relaciones complejas, de cercanía y de distancia, que atan conciencia y presente pueden ser vistas en un instante determinado y fijo como si de una foto robada al tiempo se tratara, o pueden concebirse, también, en una secuencia fílmica de ritmo narrativo más amplio. En el primer caso, percibimos sincrónicamente, quizá, el tipo de cercanía y de distancia que constituye nuestra conciencia y nuestro presente: podemos argumentar y dar razones, por ejemplo, de la definición de nuestros criterios éticos; podemos argüir a favor del comportamiento que adoptamos y en contra de otras alternativas; podemos, en fin, definir el tono y el timbre de nuestra libertad, y podemos dar cuenta de ese lado de nuestra experiencia moral que nos revela como si nos constituyéramos moralmente en cada instante, y como si constituyéramos al hacerlo un mundo moral a cada instante. Es en esa conciencia del instante, cuando elegimos según libertad, o lo que creemos y llamamos libertad, cuando nos descubrimos responsables moralmente, y en ella resalta más claramente la desnudez de la decisión y de la responsabilidad morales. Es en el instante donde descubrimos que nuestra convicción ha de mantenerse sin agarraderos fáciles en nuestras responsabilidades; o, mejor, es en el instante donde descubrimos que ninguna responsabilidad se sostiene sin un acto de convicción a su base. Hay un rasgo importante de esa distancia sincrónica que constituye nuestra conciencia moral con respecto al presente: esa no inmediatez que caracteriza lo moral nos permite negarle a un estado de cosas determinado su razón o su validez por el mero hecho de ser un estado de cosas dado. Podemos concebir otra forma de ese estado de cosas —una forma de acuerdo con aquellos principios que consideramos éticos— y, por lo tanto, negarle a ese estado de cosas la patente de corso. La distancia con respecto al presente hace que la conciencia moral sea siempre asimétrica con respecto a él: será ella, y no un estado de cosas dado, el que defina el punto de vista moral. Ella negará, por ejemplo, que una situación determinada de injusticia pueda moralmente aceptarse o señalará la distancia que se abre entre la desigualdad real que existe entre los hombres y la igualdad que, en lo que a nuestra dignidad moral refiere, los tiempos modernos predican de nuestra condición humana y, por último, será ella la que extraiga las oportunas consecuencias de esa distancia. Pero esas distancias y cercanías de la conciencia moral y el presente no aparecen solo en ese corte sincrónico que sale a la luz en los procesos de argumentación o de denuncia moral. Las relaciones de distancia y de cercanía entre la conciencia moral y el presente pueden también concebirse en una secuencia moral más amplia, desenvolviéndose y tejiéndose en la narración de nuestra identidad. En este caso, descubrimos no solo el porqué sincrónico de una decisión, sino que podemos indagar una razón ulterior: cómo fue, diacrónicamente, que esa razón para actuar en el sentido determinado tuvo y adquirió sentido moral para nosotros; cómo es que era tal nuestra conciencia; cuál era, en suma, el porqué narrativo de ese porqué. Esta razón diacrónica de la narrativa de nuestra identidad moral apunta no solo al orden de la justificación sino que incluye, también, otro sentido: señala que nuestra conciencia moral se constituye también en relación con el tiempo mismo, en su misma temporalidad. O, por decirlo con otras palabras, una cierta experiencia del tiempo de nuestra identidad moral nos constituye como sujetos morales en el presente. No solo somos, así, responsables de nuestros actos por el desnudo perfil de aquellas convicciones en virtud de las cuales actuamos en un momento determinado, sino que también somos responsables del rostro moral que a través del tiempo ha ido configurándose en nuestra identidad, como bien acabó por saber Dorian Grey. O, por decirlo en aristotélico, somos responsables en el presente porque somos también responsables de la totalidad de nuestra vida, de la narrativa de nuestra identidad. La relación diacrónica de nuestra conciencia moral y el presente en el tejido narrativo de nuestra identidad tiene una inflexión específica cuando hacemos explícita una de sus notas centrales, a saber, el carácter de la memoria, del recuerdo de lo acontecido en ese tejido narrativo, en la constitución de nuestro presente. Cuando recordamos algo re-corremos, o recorremos de nuevo, como reiteramos con torpeza, un tramo de aquel tejido narrativo de nuestra identidad y, por lo tanto, actualizamos en maneras diversas esa identidad en el presente. No hay, en efecto, recuerdos que sean neutrales, ni en sus causas ni en sus efectos. Las formas y los tonos de la memoria, de las memorias, son variados y son también variados sus efectos. Un recuerdo puede traernos de nuevo al presente un contexto, una acción, un gesto, y podemos, entonces, volver a percibirlo, a juzgarlo y a vivirlo de nuevo en algún sentido. Puede, también, consolarnos como compensación de una pérdida (de la que nos queda, al menos, el regusto de la memoria), o puede ahondar, sin que podamos o queramos evitarlo, esa pérdida, pues el recuerdo de lo ido es siempre la práctica de una ausencia. Un recuerdo puede también imponérsenos con una fuerza no deseada, a veces violenta, y puede rompernos el frágil velo con el que el olvido nos consolaba o puede desgarrar aquel otro con el que nuestro orgullo quería disfrazar y hacer pasar inadvertida una acción que sabemos impresentable ante otros o ante nosotros mismos. A pesar de su variedad, todas esas formas posibles del recuerdo —de sus motivos, sus causas y sus efectos— tienen un rasgo común: el recuerdo nos constituye de una manera reflexiva no solo con respecto a lo sido, cuyo lugar en el tejido de nuestra identidad es traído al presente, sino con respecto a nosotros mismos. Esa reflexividad que induce la memoria no es, sin más, igual a otras formas de reflexividad como aquella que define la capacidad de juzgar y con la que nos distanciamos de los contextos inmediatos de acción y por la que podemos, entonces, contrastar con ellos un sistema de preferencias determinado o un conjunto de principios éticos. La conciencia reflexiva de sí que se implica en toda recordación adviene no solo porque el acto mismo del recuerdo sería imposible en una inmediatez que confundiera conciencia y contenido temporal de la conciencia, identidad y tiempo, sino también, y sobre todo, porque la necesidad que impele al recuerdo nace de una identidad que se interroga a sí misma y acude, para responderse, a inquirir su propia génesis. (No podemos, así, recordar recuerdos ajenos, sino solo recuerdos propios, pues podemos recordar una historia ajena solo si en algún momento la aprendimos o supimos y fue, de alguna manera, nuestra). Pero, al igual que acontece en una interpretación sincrónica de las relaciones entre la conciencia moral y el presente —en las que una forma de argumentación o de denuncia moral pueden ejercer pluralmente formas diversas del punto de vista moral—, tampoco las formas de la conciencia reflexiva que se ponen en evidencia en el recuerdo tienen todas la misma cadencia. De esa manera, podemos atarnos ciertamente a nuestro pasado, concebir de tal manera el presente que este sea solo la repetición, a veces compulsiva o inconsciente, del pasado. Podemos, también, olvidar —de maneras diversas— el pasado e insistir en que comenzamos de nuevo ahora, en un momento dado, la narrativa de nuestra identidad. Pero, lo que es más importante, podemos hallar en el recuerdo una relación con nosotros mismos que sea distinta de unas tales formas de consuelo identificador con el presente. En efecto, podemos encontrar en este ejercicio de la memoria una forma de distancia con respecto a nosotros mismos. La memoria puede revelarnos la falsedad del relato que quiere justificar un orden de cosas dado y puede, por ejemplo, negar la eternidad o la supuesta armonía con la que suele quererse revestir toda forma de poder; esa memoria puede también señalar que un estado de cosas determinado se apoya sobre un ejercicio de poder, de injusticia o de dolor humano ahora olvidados y que, una vez recordados, difícilmente dejarían inmune esa circunstancia dada. Así pues, tanto si concebimos las relaciones entre la conciencia moral y el presente como fruto del instante en que aparece el acto moral, como si las enmarcamos en la narración de nuestra memoria, esas relaciones...