E-Book, Spanisch, Band 200, 360 Seiten
Reihe: Impedimenta
Tryon El otro
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17553-26-5
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 200, 360 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17553-26-5
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Verano de 1935. En un pueblo de Nueva Inglaterra, la gente no para de hablar sobre la epidemia de muertes que está asolando el hogar de los Perry. Vining y Russell Perry, padre e hijo, han sido misteriosamente asesinados. Otro de los miembros de la familia se ha ahogado mientras patinaba. La viuda de Vining se cae por las escaleras... ¿Se trata de simples accidentes? Los hijos gemelos de los Vining son de lo más peculiar: cada uno podría leer los pensamientos del otro, pero no podrían ser más diferentes. Holland es sarcástico e introvertido, y todo el mundo le considera una mala influencia, mientras que su gemelo, Niles, es agradable y generoso, adorado por todos. Ambos están inmersos en un extraño juego telepático con su abuela rusa. Y puede que el juego se les esté yendo de las manos...
Thomas Tryon nació en 1926 en Hartford, Connecticut. Con tan solo diecisiete años se unió a la Marina de los Estados Unidos, en la que sirvió tres años, durante la Segunda Guerra Mundial. Después, se matriculó en Bellas Artes en Yale, donde se graduó con honores, aunque no tardó en convertirse en actor. Tras estudiar interpretación bajo la tutela de Sanford Meisner y debutar en Broadway como parte del elenco del musical Wish You Were Here (1952), decidió dedicarse al cine y a la televisión. Llegó a trabajar a las órdenes de Otto Preminger y George Cukor, y fue nominado a un Globo de Oro en 1963. Sin embargo, decepcionado con el mundo de la actuación, Tryon se retiró en 1969 y empezó a escribir historias de horror y de misterio. Debutó en la narrativa con El otro (1971; Impedimenta, 2019), y consiguió tal éxito que la obra se mantuvo en lo más alto de las listas de best sellers de The New York Times durante más de seis meses; vendió tres millones y medio de ejemplares y fue adaptada al cine un año después, bajo la dirección de Robert Mulligan. Su siguiente novela, Harvest Home (1973), dio lugar a una miniserie televisiva protagonizada por Bette Davis. Entre sus demás obras se incluye Crowned Heads (1976), una colección de relatos cortos inspirados en las leyendas de Hollywood. El primero de ellos, 'Fedora', fue llevado al cine por Billy Wilder. En 1974 publicó Lady, que narraba la tempestuosa relación de un niño de ocho años con una viuda en la Nueva Inglaterra de los años treinta. Tryon nunca abandonó la literatura, y siempre afirmó que disfrutaba mucho más escribiendo que actuando. Murió de cáncer de estómago en Los Ángeles, en 1991.
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¿Qué edad crees que tiene realmente la señorita DeGroot? Sesenta como mínimo, ¿no te parece? Por lo que recuerdo, ya estaba cuando yo llegué (hace bastante tiempo, según mis cálculos), y sé que llevaba aquí desde mucho antes. Eso debería darte una idea de lo vieja que es esa mancha del techo, porque la señorita DeGroot dice que, por lo que recuerda, ya estaba ahí cuando ella llegó. ¿La ves, esa condenada mancha que hay en la escayola, ahí arriba? Es por la humedad. La lluvia se filtra desde el tejado, ¿sabes? Solo que no lo arreglan. Llevo años detrás de ellos, pero no hay forma de que muevan un dedo. La señorita DeGroot me asegura una y otra vez que van a repararlo, pero no lo hacen. Ella dice que, en su opinión, esa mancha (que en realidad es una humedad) tiene la forma de un país, uno de los que salen en los mapas. No recuerdo cuál, pero ella menciona uno específico. Menuda imaginación tiene, ¿no crees? Quizá sea una isla. ¿Podría ser Tasmania? ¿O Zanzíbar? ¿O Madagascar? La verdad es que no me acuerdo. He oído que hace poco le han cambiado el nombre a esta última. Me pregunto si será cierto. Tengo que preguntárselo (a la señorita DeGroot, me refiero). Es difícil imaginarse un mundo sin Madagascar, ¿a que sí? Bueno, tampoco es que sea una cuestión tan importante. Cada año que pasa la mancha del techo aumenta de tamaño y se vuelve más oscura. La gran mancha ondulada de color óxido. Como esa otra, la que hay sobre su cama. Qué raro que me acuerde de eso, ¿verdad? Probablemente no la hayas visto, pero… Bueno, entre nosotros, te confieso que la mancha de esta habitación me trae a la memoria esa otra, la de aquella habitación. Solo que yo no creo que se parezca a ningún lugar de un mapa, como sugiere la señorita DeGroot. A mí me recuerda… Pensarás que estoy loco, pero me recuerda a una cara. Sí, eso es, a una cara. ¿Ves los ojos, ahí, en esos dos círculos oscuros? ¿Y la nariz, justo debajo? Y ahí está la boca, ahí… ¿No ves cómo se curva un poco en las comisuras? Me parece bastante inofensiva. Me trae a la memoria… No importa; vas a pensar que estoy loco. Qué año tan seco llevamos. Hace meses que no llueve, así que la mancha no se ha extendido mucho últimamente. Pero me imagino que ya lo hará. Es inevitable. La muerte, los impuestos y esa condenada mancha. Supongo que, si dependiese de la señorita DeGroot, probablemente harían algo al respecto. Pero he llegado a la conclusión de que ella no tiene mucha autoridad por aquí. ¿Qué les importa a ellos que en el techo haya una mancha más o menos? ¿Qué más les da lo que pueda gustarme a mí? O disgustarme, debería decir más bien. ¡Cómo me disgusta este sitio! ¿Que por qué? Pregúntaselo a ella; podría decírtelo. Siempre alegre, una optimista sin remedio, la señorita DeGroot. (¿Qué edad tendrá? Ni siquiera sé cuál es su nombre de pila. ¿Hilda? ¿Olga?) Imagino que algún día todo el techo se habrá convertido en una enorme mancha marrón, si vivo el tiempo suficiente. Y entonces se desplomará sobre mí. Excepto por un detalle: no viviré lo suficiente como para verlo. Tampoco es que a nadie le importe. Cae la tarde. ¿Ves ese trozo de cielo, a través de la ventana? (Como si alguien pudiera ver algo a través de ese cristal, con lo sucio que está.) Aunque yo sí puedo, más o menos. Lila, amatista, malva…, tal vez índigo; un tono azul violáceo, pero de un matiz muy pálido. Ese es el color que veo: cualquiera de los anteriores, o tal vez una mezcla de todos ellos. Eso veo a través de este cristal turbio, dividido cuidadosa y geométricamente en nueve rectángulos por esos rígidos travesaños negros, mientras observo, tumbado en la cama, esa minúscula porción de cielo visible desde mi posición. (La señorita DeGroot dice que tengo suerte de vivir aquí arriba, entre el tejado y las chimeneas; asegura que es más tranquilo; tal vez tenga razón. Y puedes ver la luna, cuando hay. Sí, es posible que hoy haya luna.) Lila. Amatista. O lavanda; casi rosa. Tumbado aquí, puedo ver cómo la luz se desvanece poco a poco; cómo la creciente oscuridad vence a la claridad temblorosa y opalescente. El crepúsculo, si te atrae lo poético. No, a mí no me gusta especialmente. A él sí le gustaba, claro. No porque su imaginación fuese superior a la mía, a decir verdad. Pronto atardecerá, y luego vendrá la penumbra. Siempre es el momento más solitario de la jornada, ese doloroso y lento intervalo descendente, antes de que caiga la noche por completo. Es lo que los franceses llaman l’heure bleue, un momento de extraña cordialidad, alegría, bonhomie (cosas casi olvidadas para mí en este lugar) en el que la gente planifica con ilusión, aperitivo en mano, sus actividades nocturnas (juergas, citas, flirteos), en el que las figuras animadas y radiantes salen a los bulevares con un cosquilleo de anticipación, reluciendo en la penumbra violácea, mientras sus reflejos tiemblan en los charcos de luz. Ya sé lo que estás pensando. «Qué locura. Si nunca ha estado en París.» Tienes razón. No he estado. Pero hay un televisor en el piso de abajo, en la sala común. Y a veces, en las noticias (las de las seis; nunca nos dejan estar despiertos hasta las de las once) veo imágenes de París. Y he leído muchos libros, vaya que sí, y he visto algunas películas. El resto es producto de mi imaginación, no lo niego. Así que la señorita DeGroot no puede acusarme de nada; ni él tampoco, por cierto. No, nunca he ido a ninguna parte, ni nunca lo haré. Me temo que nunca abandonaré este mundo, tan pequeño y preciso, en el que vivo. Sin duda estarás pensando que es un lugar solitario. De nuevo, tienes razón. Pero ¿qué puedo hacer al respecto? Me falta… ¿Qué? ¿Qué es eso que siento, que noto que me falta? ¿A qué se debe esta vaga angustia, este malestar? Creo que, de modo extraño y terrible, me falta él. Este es un lugar horrible. Lo odio. El vapor resuena en el radiador, los grifos del lavabo rebosan óxido y el techo (como ya he mencionado) tiene una mancha. Este mes ha sido más frío de lo normal; frío, sórdido, sombrío. Qué estación tan inhóspita. Y silenciosa. Hubo un tiempo en que, incluso desde esta altura, podías oír a los gatos callejeros. Hoy casi todos han desaparecido. Los autobuses son menos ruidosos. Antes solía observar a los gatos. Recuerdo una cancioncilla que siempre me hacía pensar en ellos. Los echo de menos. Para mí no hay mucho que hacer por aquí. Si voy donde están los demás, se ríen de mí; se burlan de mi nombre y con frecuencia surgen problemas. No, violencia no; al menos, no siempre. Pero, por esa razón, prefiero estar solo. Qué vida tan aburrida, pensarás, pero la señorita DeGroot asegura que es mejor así. Confía en ella. (Me ha prometido traerme tabaco para la pipa: Príncipe Alberto, la marca que fumo desde que tenía dieciocho años; de eso hace ya más de treinta.) Es más tarde. El cielo sigue del color de las lilas. No…, de los tréboles; se parece más al trébol púrpura, sí. Recuerdo que junto al pozo que había tras la casa crecía ese tipo de trébol, que a ella le encantaba (hizo con esa planta su ramo de novia, ¿sabes?), y se quedaba mirándolo, y te preguntabas ¿por qué? ¿Y cuánto tiempo seguirá observándolo? ¡Cómo le gustaba! ¿Plantó ella el trébol que crecía junto al pozo o había brotado de forma salvaje? No creo que nadie más se planteara aquellas preguntas. ¿Conoces el pozo? Ese sitio secreto y oscuro en el que ocurrió el accidente… Uno de los accidentes, debería decir. El ahorcamiento. No, no de ese tipo; pero casi tan horrible, en cierta manera. ¿Puedes oír el ruido chirriante de la polea mientras la soga se desplaza por ella, hace girar la rueda oxidada y deja caer su carga en la oscuridad? La criatura chilla; lanza gritos terribles, despavoridos, indignados, de furia y terror. No. Ya he dicho que no era ese tipo de ahorcamiento, una de esas ejecuciones oficiales… Bueno, sí, en cierta forma fue una ejecución, pero solo porque a Holland no le gustaban los gatos. De hecho, los odiaba. Sí, era un gato; ¿no lo había mencionado? Problema, el animal de la vieja, su mascota. Le puso al gato la soga alrededor del cuello (podía hacer nudos con gran facilidad), lo arrastró por el camino de entrada y lo ahorcó en el pozo. Por despecho. El verdadero problema (disculpa el juego de palabras) llegó cuando el muy condenado casi se ahorca a sí mismo. Pobre Holland. Niles, su hermano (que estaba jugando a indios y vaqueros cerca de la bomba de agua), lo vio todo, oyó los maullidos («¡Miau! ¡Miauuu!») y corrió para prestar ayuda. Una escena espantosa, como ya te imaginarás; el gato lanzaba zarpazos, escupía; Holland se reía a carcajadas endemoniadas (por...