Ugresic | Baba Yagá puso un huevo | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 210, 376 Seiten

Reihe: Impedimenta

Ugresic Baba Yagá puso un huevo


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17553-65-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 210, 376 Seiten

Reihe: Impedimenta

ISBN: 978-84-17553-65-4
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Baba Yagá es una criatura oscura y solitaria, una bruja que rapta niños y vive en el bosque, en una casa que se sustenta sobre patas de gallina. Pero también viaja a través de las historias, y en cada una de ellas adopta una nueva forma: una escritora que regresa a la Bulgaria natal de su madre, que, atormentada por la vejez, le pide que visite los lugares a los que ella ya no podrá volver; un trío de ancianas misteriosas que se hospedan durante unos días en un spa especializado en tratamientos de longevidad; y una folclorista que investiga incansable la figura tradicional de la bruja. Ancianas, esposas, madres, hijas, amantes. Todas ellas confluyen en Baba Yagá. A caballo entre la autobiografía, el ensayo y el relato sobrenatural, su historia se convierte en la de Medusa, Medea y tantas otras figuras malditas, dibujando un tríptico apasionante sobre cómo aparecen y desaparecen las mujeres de la memoria colectiva. Un magistral cuento de cuentos que, lleno de ingenio y perspicacia, pone en el punto de mira la archiconocida figura de la anciana perversa. Un viaje fascinante en el que Baba Yagá, adoptando numerosos disfraces, nos invita a explorar el mundo de los mitos y a reflexionar sobre la identidad, los estereotipos femeninos y el poder de las fábulas.

Dubravka Ugre?ic nació en 1949 en Kutina, un pueblecito cercano a Zagreb. Tras estallar la Guerra de los Balcanes, se exilió de su país. Desde entonces ha enseñado en numerosas universidades de Europa y América, como Harvard, Columbia y la Free University de Berlín. Entre sus obras, que han sido traducidas a numerosos idiomas, destacan El museo de la rendición incondicional (1996) y Baba Yaga puso un huevo (2008). Luisa Fernanda Garrido Nacida en Madrid en 1959, es licenciada en Geografía e Historia por la Universidad Autónoma de Madrid, especialista en Historia Medieval de los Balcanes, y licenciada en Lenguas Croata y Serbia y Literaturas Yugoslavas por la Universidad de Zagreb (Croacia). Es además Intérprete Jurado por el Ministerio de Asuntos Exteriores. En 2005 obtuvo el Premio Nacional de Traducción por su versión, junto a Tihomir Pistelek, de 'El kapo', de Aleksandar Ti?ma.   Tihomir Pistelek   Estudió Filología Germánica y Filosofía en la Universidad de Zagreb (Croacia), desde 1989 reside en España. Trabaja como profesor de alemán, intérprete y traductor técnico y literario. Entre los escritores que ha traducido, la mayoría junto a Luisa Fernanda Garrido, destacan Ivo Andric, Miljenko Jergovic, Predrag Matvejevic, Aleksandar Tisma y Dubravka Ugresic.

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Todas mis palabras se han dispersado
—Tráeme eso… —¿El qué? —Lo que se unta en el pan… —¿La margarina? —No… —¿La mantequilla? —¡Sabes que hace años que dejé de comer mantequilla! —Entonces, ¿el qué? Arruga la frente, en su interior crece la ira por su propia impotencia. Y por eso astutamente pasa enseguida al ataque… —¿Qué clase de hija eres tú que ni siquiera puedes acordarte del nombre de eso que se unta en el pan? —¿Crema de queso para untar? —Sí, eso blanco de queso… —dice ofendida, como si hubiera decidido no proferir nunca más la expresión crema de queso. Todas sus palabras se habían dispersado. Estaba enfadada; si hubiera podido, habría pataleado, habría dado golpes en la mesa y levantado la voz. Pero se quedaba cohibida mientras la ira crecía en ella con una insólita efervescencia juvenil. Se paraba delante de un montoncito de palabras como si constituyera un rompecabezas que no era capaz de componer. —Tráeme esas galletas para los genitales… Sabía perfectamente de qué galletas hablaba. Se trataba de las galletas digestivas, el cerebro todavía funcionaba: la palabra menos usada, genitales, se había unido a cereales, más familiar, y de esta manera salía de su boca esa extraña combinación. Al menos es lo que yo imagino, aunque quizá el trayecto entre la lengua y el cerebro es otro. —Pásame el termómetro para llamar a Javorka… —¿Quieres decir «el teléfono móvil»? —Sí… —No quieres llamar a Javorka, ¿verdad? —¡No!, ¿por qué iba a llamarla? Javorka era una conocida suya de tiempo atrás, y quién sabe por qué su nombre había saltado en el cerebro de mi madre. —En realidad, ¿pensabas en Kaja? —Pero si eso es lo que he dicho, que quiero llamar a Kaja, ¿o no? —estalló. Yo entendía su idioma. En la mayoría de los casos sabía a qué se refería cuando decía eso. A menudo, cuando no recordaba una palabra, recurría a descripciones: «Tráeme aquello mío de lo que suelo beber agua»… Era una tarea fácil: se trataba de una botellita de plástico con agua que siempre tenía cerca. Y entonces, como si hubiera encontrado la forma de ayudarse, empezó a usar diminutivos, que nunca antes había usado. Incluso tomaba algunos nombres propios, también el mío, y les aplicaba aquellos diminutivos tan engorrosos. Los diminutivos le servían como pequeños imanes y, mira por dónde, las palabras dispersas se ponían de nuevo en orden. Le proporcionaba un placer inmenso pronunciar en diminutivo cosas que consideraba muy íntimas («mi pijamita», «mi toallita», «mi almohadita», «mi botellita», «mis zapatitos»…). Tal vez los diminutivos eran la saliva con la que ablandaba en la boca las palabras duras como caramelos, o tal vez con ellos simplemente compraba tiempo para una nueva palabra, para la siguiente frase. Tal vez así se sentía menos sola. Se dirigía al mundo que la rodeaba con palabras tiernas, y así le parecía más pequeño y menos peligroso. Junto con los diminutivos saltaba a veces, como si fuera un muelle, algún aumentativo: una víbora devenía en «viborona», un pájaro en «pajarote». Con frecuencia percibía a las personas más grandes de lo que realmente eran («¡Era un hombre enooorme!»). Y lo que pasaba era que ella había empequeñecido y el mundo le parecía más grande. Hablaba lentamente y con un timbre de voz nuevo, más apagado. Me daba la sensación de que le gustaba este timbre. La voz era un poco ronca, el tono un poco señorial, de esa clase que exige del oyente un respeto absoluto al hablante. Ante la falta habitual de palabras, su voz era lo único que le quedaba. Y había otra cosa nueva. Empezó a apoyarse en ciertos sonidos como si fueran un ruidoso andador. La oía arrastrar las zapatillas por la casa, abrir la nevera o ir al baño y pronunciar con ritmo regular: «Hummm, hummm, hummm». O tal vez: «Uh-hu-hu, uh-hu-hu». —¿Con quién hablas? —le preguntaba. —Con nadie, son cosas mías… Hablo conmigo misma… —solía responder ella. Quién sabe, quizá el silencio la asustaba de repente y, para apartarlo, soltaba sus hummm-hummm, uh-hu… La asustaba la muerte y por eso la registraba con tanto rigor. Ella, que olvidaba tantas cosas, no dejaba de mencionar la muerte de sus conocidos más cercanos o más lejanos, de conocidos de conocidos, de gente a la que nunca había visto, la muerte de personajes públicos a los que solo había visto en televisión. —Ha ocurrido algo… —¿Qué? —Me temo que te afectará mucho si te lo digo… —Dilo… —Ha fallecido la señora Vesna… —¿Qué Vesna? —¿Cómo es que no te acuerdas de la señora Vesna? La del segundo piso. —Ni idea. Nunca la conocí. —¡La que perdió un hijo! —No, no la conozco. —¡La que siempre sonreía en el ascensor! —No lo sé, de veras… —Ha ocurrido en unos pocos meses… —decía cerrando el pequeño archivo imaginario de la señora Vesna. Morían sus vecinas, sus amigas más o menos íntimas, el círculo se estrechaba. Se trataba de un círculo mayoritariamente femenino, los maridos habían muerto tiempo atrás, algunas hasta habían enterrado a dos maridos, otras incluso a sus propios hijos. Sobre la muerte de la gente que no significaba mucho para ella hablaba sin ningún pudor. Las pequeñas historias conmemorativas tenían una función terapéutica, hablando disipaba el miedo a su propia muerte. Sin embargo, sobre la muerte de sus allegados evitaba hablar. Pasó en silencio la muerte reciente de una de sus mejores amigas. —Era ya muy mayor… —fue lo único que dijo al cabo de un tiempo, como si hubiera escupido un bocado amargo. La amiga apenas era un año mayor que ella. Desterró de su armario la ropa negra. Antaño no habría llevado colores llamativos, ahora apenas se quitaba el suéter rojo o una de las dos blusas del color de la hierba fresca. Cuando necesitábamos tomar un taxi, se negaba a subir al coche si era negro («Pide otro taxi. ¡No quiero este!»). Retiró las fotografías de sus padres, de su hermana, de mi padre que antes tenía enmarcadas en la estantería, y dejó las fotos de sus nietos, de mi hermano y su mujer, mis fotos y las preciosas fotografías de ella de cuando era joven… —No me gustan los muertos —dijo—. Prefiero estar rodeada de vivos. También cambió su relación con los muertos. Antes todos tenían un sitio en su memoria, todo estaba bien ordenado, como en un álbum con fotografías de familia. Ahora el álbum estaba hecho trizas y las fotos se habían dispersado. A su difunta hermana ya no la mencionaba. En cambio, de su padre —del que antes decía que «siempre tenía un libro en la mano y leía sin cesar y era el hombre más honrado del mundo»— empezó a hablar con más frecuencia, pero bajándolo del pedestal en el que lo tenía, y sus recuerdos de él quedaron ensuciados permanentemente por «la mayor decepción que jamás alguien» le había causado, un suceso que «nunca» iba a «olvidar ni perdonar». El motivo no guardaba ninguna proporción con la amargura con la que hablaba de este suceso, o al menos eso es lo que a mí me parecía. Los abuelos tenían unos amigos, un matrimonio. Cuando la abuela murió, los amigos cuidaron del abuelo, y particularmente se ocupó de él la mujer, la amiga de mi abuela. Mamá fue una vez testigo de una escena de ternura entre la mujer y el abuelo en la que él le besaba las manos. —Me pareció asqueroso. Y, mira tú, la pobre abuela, que solía decir: «¡Cuidad de mi marido, cuidad de mi marido!». Es poco probable que la abuela dijera algo semejante, porque había muerto de un infarto. Posiblemente, mi madre se inventó esta frase patética —«¡Cuidad de mi marido, cuidad de mi marido!»— poniéndola en la boca de la abuela agonizante. Había otra imagen que se fundía con la «vergonzosa» escena del beso en las manos, y era esta la que mamá, en realidad, no podía borrar de su memoria. La última vez que visitó Varna, el abuelo le pidió a mi madre que lo llevara consigo, pero a ella —exhausta por la agonía larga y penosa y la muerte de su marido— la asustó el peso de esta responsabilidad, y se negó. El abuelo pasó sus últimos años abandonado en un asilo de ancianos cerca de Varna. —Dobló la pequeña toalla que yo le había regalado, se la puso bajo el brazo y entró en casa —dijo describiendo su último encuentro con él. Al parecer, en aquella última evocación, coló lo de la toalla de contrabando. Todos los veranos llevábamos un montón de regalos para los parientes búlgaros de mamá. No solo le gustaba hacer regalos, sino también su propia imagen cuando regresaba a Varna, ciudad que había abandonado hacía mucho tiempo, como un hada madrina, con obsequios para todo el mundo. Yo me preguntaba por qué había añadido a esta última imagen de despedida de su padre la pequeña toalla. Como si con ella se fustigara a sí misma, como si la toalla doblada bajo el brazo fuera la imagen más horrible de la caída humana. La caída se había desarrollado ante sus ojos y ella no había hecho nada para impedirla o al menos atenuarla. En vez de un gesto auténtico...



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