E-Book, Spanisch, Band 194, 376 Seiten
Reihe: Impedimenta
Ugresic / Ugre?ic Zorro
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17553-17-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 194, 376 Seiten
Reihe: Impedimenta
ISBN: 978-84-17553-17-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
El zorro es un bastardo: un ser salvaje, tramposo y ladrón, una criatura que no respeta las normas ni los límites; exactamente como el escritor. Y también como la voz de esta historia, fragmentada y multilingu?e, que quizá podamos llamar 'novela'.Solo hay una pregunta: ¿cómo se crean los cuentos? La narradora, en su búsqueda de respuesta, irá desde los Estados Unidos hasta Japón pasando por Rusia, Italia y Croacia, y nos hablará de escritores con autobiografías secretas, de artistas laureados gracias a sus viudas, de romances marcados por la irrupción de la guerra y de niñas que convocan con unas pocas palabras todo el poder de la literatura. Nabokov, Pilniak, Tanizaki... Conferencias, clases y entrevistas. Y juego, sobre todo, juego, en un brillante rompecabezas que conjuga vivencias, reflexiones e invención y que nos invita a explorar la engañosa frontera que existe entre la realidad y la ficción. La gran obra de Ugre?ic es una incomparable aventura autoficcional que sumerge al lector en un laberinto literario para reivindicar el poder de los relatos. Todo un artefacto complejo y oscuro que conjuga pasión, humor y erudición, de la mano de una de las voces más importantes del panorama europeo actual.
Nació en 1949 en Kutina, un pueblecito cercano a Zagreb. Tras estallar la Guerra de los Balcanes, se exilió de su país. Desde entonces ha enseñado en numerosas universidades de Europa y América, como Harvard, Columbia y la Free University de Berlín. Entre sus obras, que han sido traducidas a numerosos idiomas, destacan 'El museo de la rendición incondicional' (1996) y 'Baba Yaga puso un huevo' (2008), que será publicado próximamente por Impedimenta, así como los ensayos 'Gracias por no leer' (2003) y 'Karaoke Culture' (2010), que quedó finalista del National Book Critics Circle Award en 2011. También ha recibido el Premio del Estado Austriaco a la Literatura Europea (1998), galardón que han distinguido a otros autores como Stanislaw Lem, Marguerite Duras o Mircea Cartarescu, y en 2009 quedó finalista del Premio Booker. Actualmente reside en Ámsterdam.
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1 Literatura y geografía Una vez viajé en tren de Amberes a Ámsterdam y enfrente de mí estaba sentado un joven enfrascado en la lectura de un libro. El título de la obra estaba estampado en las tapas con letras doradas en relieve. El muchacho era un obrero que se ganaba la vida haciendo trabajos pesados, con la fuerza de sus músculos. —Tengo una biblioteca de quinientos libros —presumió. Leía solo novelas de suspense cuya acción se desarrollaba en lugares emocionantes y geográficamente alejados: Hong Kong, Bangkok, Singapur, Tokio… —Y todo tiene que ser exacto, como en una guía turística —dijo el joven. —¿Por qué? —pregunté. —¡Porque me gusta viajar a la ciudad donde ocurre la acción de la novela y visitar los lugares que se mencionan en el libro! El muchacho manoseaba con los dedos las doradas letras en relieve de Asesinato en el motel Kuala Lumpur. —Todavía no he encontrado ninguna novela de suspense que ocurra en la naturaleza. La naturaleza no está bien para este tipo de novelas —añadió con voz de lector experimentado, y yo envidié por un instante a todos aquellos autores que ubican sus historias emocionantes en emocionantes ciudades y no escatiman en detalles topográficos. Sin embargo, no estoy segura de en qué medida la topografía (y la geografía) sustenta el desarrollo de un argumento; en qué medida forma parte esencial de la historia; cuánto interactúan realmente el argumento y la topografía a favor o en contra el uno de la otra, y en qué medida la relación entre ambos se establece posteriormente en la interpretación. También me pregunté qué papel desempeña en todo esto el azar y si una «escenografía urbana» ayuda a la historia o la entorpece. Porque, si la acción se desarrolla en un lugar «poderoso» (lugar que a la vez es un texto cultural) y al mismo tiempo el argumento es «débil», entonces todo nuestro esfuerzo literario podría acabar en una suerte de guía turística novelizada. Por otra parte, si el argumento es «potente» y el lugar de la acción, «débil», el lector se podría preguntar con razón por qué insistimos tanto en la topografía. Nunca antes he reflexionado sobre todo esto, solo lo hago ahora, cuando la acción y el lugar de la acción se empujan y chocan ante mis narices como las pelotas en las manos de un malabarista torpe. Estoy convencida de que en principio son incompatibles, de que entre ellos —mi lugar de acción y mi acción— hay un antagonismo temático y estilístico. La relación entre un texto literario novelizado y la geografía es por lo general «artísticamente» arriesgada, se guía por una esperanza, sin fundamento alguno, de que, al convivir, los dos miembros de la «pareja» se acostumbren el uno al otro y terminen en un matrimonio armonioso, como el zumo de naranja y el cubito de hielo. Me invitaron a ir a Nápoles por tres días para asistir a unas jornadas sobre migraciones europeas. Se trataba de una conferencia académica internacional en la que predominaban historiadores, sociólogos y politólogos. Y nosotros, varios de mis colegas y yo, pertenecíamos a la categoría de los «animadores». Nosotros éramos los maestros de las migraciones, los acróbatas del exilio, los hombres de goma, los funámbulos (capaces de estirar la cuerda floja y llegar caminando por ella desde África hasta Europa), escritores que se suponía que iban a saber decir algo de primera mano sobre la vida de los emigrantes. De manera que me fui a Nápoles, no porque me encantara el tema del encuentro (para mí hacía tiempo que estaba agotado), sino porque nunca había estado en aquella ciudad. 2 El hotel Al Grand Hotel Santa Lucia en Via Partenope llegué alrededor del mediodía. En la recepción me rogaron que esperase al menos una hora porque mi habitación no estaba preparada. Di un paseo por Via Partenope junto al mar, y luego regresé y me metí por las callejuelas de detrás del hotel. Lo cierto es que era domingo, pero aquella parte de la ciudad me pareció un poco desierta y abandonada. Comí en un restaurante una triste pizza, y volví al hotel. En la recepción cogí de paso un folleto de excursiones turísticas, subí a mi habitación y corrí las cortinas tapando la magnífica vista al mar y al Castel dell’Ovo. Encendí la lamparilla y busqué el programa que los anfitriones me habían enviado en el último momento (¡ah, los descuidados italianos!). Tampoco me aclaró la cosa estudiar repetidas veces el programa, pero comprendí lo más importante: que la reunión con los organizadores no tendría lugar hasta el atardecer del día siguiente. Antes de hundirme entre las sábanas maravillosamente limpias y frescas (¡ah, las benditas italianas!), llamé a recepción y me apunté a la excursión de un día «Pompei & Amalfi Coast». Dormí hasta por la mañana, despertándome varias veces, justo como si hubiera aterrizado en la luna y no en Nápoles. Masticaba el sueño como algodón de azúcar. Una de las veces me atraganté, me desvelé, carraspeé, y continué sorbiendo el sueño con avidez y fuertes aspiraciones como si fuera oxígeno. Por la mañana me quedé un rato largo bajo la ducha, y luego me vestí y bajé a desayunar. De paso eché un vistazo a los huéspedes del hotel, intentando adivinar cuál de ellos podría ser un «colega». La más famosa entre nosotros era la viuda de un escritor mundialmente célebre, exiliado, que había muerto hacía mucho tiempo, pero del cual se había empezado a hablar como de un gran escritor hacía relativamente poco. En el vestíbulo, sin embargo, no había nadie que encajara en la idea que yo tenía de la viuda de un escritor famoso. Pronto llegó el minibús y me uní resueltamente al pequeño grupo de turistas. 3 «Pompei & Amalfi Coast» En Pompeya nos hicieron bajar del minibús y nos dejaron esperando. Decenas y decenas de personas aguardaban pacientemente a sus guías. Había varios cafés, vendedores de agua mineral en botellitas de plástico, sombreros y gorras (para protegerse del sol), puestos, carpas y mesas con recuerdos. Algunos figurantes vestidos de legionarios romanos paseaban por los alrededores por si acaso los turistas querían hacerse una foto con ellos. Y luego, con el paso del tiempo, la multitud se dispersó, se formaron grupos, a cada uno le fue adjudicado un guía. Los guías se esforzaban por ser visibles y para ello se armaban de paraguas, banderitas y señales parecidas. Yo elegí como señal a una turista de mi grupo, una joven estonia, y a su marido, porque a ella —vestida con pantalones verde chillón, camiseta verde, cazadora verde, el pelo negro como ala de cuervo, la mirada oscura y perturbada como si se la hubiese quitado a las heroínas trágicas de cine mudo, y con los labios gruesos pintados con un escandaloso carmín rojo— era imposible perderla de vista. También nuestra guía era una mujer joven muy llamativa que se las apañaba con éxito en el género de las ecocatástrofes. —Construyeron Pompeya como Nueva York —dijo dibujando el mapa de Manhattan en el aire con las uñas pintadas de rojo y señalando las calles de Pompeya que teníamos ante nuestras narices. Pronunciaba la palabra «arriba», up, con una a muy abierta y una p alargada («appppp»), y al mismo tiempo fruncía los labios, que gracias al maquillaje había aumentado en una tercera parte. Relatándonos la vida cotidiana sepultada de Pompeya, que parecía ser su propio pasado íntimo, nuestra guía nos hechizó. Y cuando llamó nuestra atención sobre el pene grabado en un bloque de piedra en el camino —una señal que mostraba a los marineros impacientes dónde se encontraba el barrio rojo de Pompeya— los varones de nuestro grupo empezaron a reírse infantilmente. Las risas eran apenas audibles, senilmente ásperas, socarronas, con el respaldo serio y callado de sus mujeres, que cual centinelas se erguían a su lado, cogiéndolos del brazo sin proferir palabra o arrimándose ligeramente a ellos. Esta satisfacción masculina colectiva, provocada por la vista de un símbolo de virilidad de veinte siglos de antigüedad, era ridícula, más aún porque surgía de unos hombres en su mayoría entrados en años. La actitud del colectivo femenino al mirar el pene tallado en piedra fue casi unánime. Cuando le insinué a la estonia algo en el sentido de que probablemente solo las cosas de poco fiar —con las que la mujer difícilmente puede contar— necesitan monumentos tallados en piedra, ella hizo como si no hubiera oído mi comentario y cogió instintivamente del brazo a su marido. La napolitana evocaba con vocabulario dramático la catástrofe que había tenido lugar dos mil años atrás, comparaba el Vesubio con una olla exprés («preshuurr coockerrr»), pronunciaba la palabra eruption («erruppshooon») haciendo girar las pupilas en los ojos enmarcados por los espesos cepillos de sus pestañas, de manera que los hombres, cuyas calvas golpeaba el fuerte sol del mediodía, también se reían de la palabra eruption. La muchacha espoleaba nuestra atención debilitada con la muletilla Can you imagine…, así como con el dato de que los habitantes de Pompeya quedaron sepultados por veinte toneladas de polvo volcánico. No sé de dónde había sacado esta información, pero la repitió al menos cin-co veces. Nuestra cicerone echaba mano a menudo de un libro: Pompeii Reconstructed; abría las tapas a cada instante y nos mostraba el aspecto que tenían algunos de los lugares antes y el que tenían ahora. Naturalmente, todos quisimos saber de...