E-Book, Spanisch, Band 41, 476 Seiten
Reihe: Literaria
Undset Cristina, hija de Lavrans Vol. III
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-1339-566-1
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
La Cruz
E-Book, Spanisch, Band 41, 476 Seiten
Reihe: Literaria
ISBN: 978-84-1339-566-1
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Sigrid Undset, novelista noruega, nació en Oslo en 1882. Hija de un afamado catedrático de arqueología, de quien tomó el amor por la historia, sus obras destacaron pronto por la exactitud en la reconstrucción de la Noruega medieval. Sus primeras novelas, La señora Marta Oulie y La edad dichosa (1907), manifestaron ya su otra gran virtud: el perfecto conocimiento del mundo de la mujer. Ambas fuentes de inspiración confluyeron en su obra maestra, Cristina, hija de Lavrans, publicada en tres volúmenes entre 1920 y 1922. Le fue otorgado el premio Nobel de Literatura en 1928. Poco después de la publicación de Cristina, Sigrid Undset se convirtió al catolicismo atraída sobre todo, como dice Gabetti, por su tono general de humanidad. Fue acogida oficialmente en la Iglesia católica en 1925, en Motecassino, a la que perteneció hasta su muerte, el 10 de junio de 1949.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
2
A principios de otoño, Cristina salió una mañana alrededor de las nueve. El cabrero le había dicho que, un poco más abajo, en la vertiente y siguiendo el curso del arroyo, podían encontrarse muchos gordolobos en un yermo.
Cristina descubrió el lugar: un prado escarpado, llano y quemado por el sol. Era el momento de coger las flores. Alzaban sus altos tallos amarillos, coronados por las flores blancas recién abiertas por entre las piedras y troncos grises. Para que Munan cogiera frambuesas, Cristina lo instaló entre los arbustos en un sitio del que no podía salir sin su ayuda, encargó al perro que lo vigilara, y, cogiendo un cuchillo, empezó a cortar flores sin dejar de mirar continuamente hacia donde estaba el niño. Lavrans, de pie a su lado, también cortaba flores.
Arriba, en las cabañas, Cristina no estaba tranquila respecto a los pequeños. De todos modos, ya no temía tanto a la gente del país; la mayor parte de los que ocupaban cabañas habían regresado al valle, mientras que ella tenía intención de permanecer en la montaña hasta después de la Asunción. Anochecía pronto y el viento era frío. De noche, cuando empezaba a soplar, era desagradable salir.
Pero ¡qué buen tiempo habían tenido allá arriba, mientras abajo, en el valle, todo aparecía seco! Además, el mar estaba enfurecido. Los hombres se iban a ver obligados a vivir en la montaña no sólo durante el otoño, sino en invierno también; y Cristina recordaba que su padre le había dicho en una ocasión que jamás había visto sus cabañas habitadas en los meses fríos.
Cristina, con las manos cruzadas sobre el pesado ramo que se apoyaba en su brazo, se detuvo bajo un abeto aislado en mitad de la vertiente. Desde allí se dominaba el amplio valle de los Dofrines donde, en algunos sitios, el trigo estaba ya recogido en gavillas.
También los prados estaban amarillentos y secos por el sol. En verdad el valle no era nunca muy verde, pensó Cristina; no era como en Trondhjem.
Sus pensamientos volaron hacia el hogar que habían fundado allí; la granja, encaramada como un castillo señorial en el gran flanco de la montaña y, a sus pies, los campos, los prados y el bosque de abedules extendiéndose hasta el lago. En el fondo, una amplia perspectiva de colinas cubiertas de bosques se iba perdiendo, ondulación tras ondulación, hacia el sur y los montes Dofrines. En los prados jugosos brillaban flores de púrpura bajo el cielo rosado de las noches de verano; ¡el trigo otoñal era de un verde tan brillante y fresco...! Cristina incluso echaba de menos el fiordo y los bancos de arena de Birgsi, los muelles, las barcas y los veleros, los cobertizos de pescadores, el olor a brea, las redes de pescar, el olor de mar, todo lo que había apreciado tan poco cuando llegó al norte...
¡Qué nostalgia debía sentir Erlend de aquel olor y del viento marino! Cristina había creído que no se acostumbraría al intenso ajetreo de la casa, a la multitud de servidores, a los hombres de Erlend que, montados en sus caballos, entraban ruidosamente en el patio haciendo chocar sus armas, a todos aquellos forasteros que iban y venían, trayendo noticias de países lejanos y chismes de la ciudad y del campo. Aquel pasado, que había creído no poder soportar, le faltaba, y su vida le parecía silenciosa, ahora que los ecos de los días pasados habían enmudecido. Soñaba con volver a ver la ciudad, la iglesia, el monasterio, asistir a las recepciones en las ricas viviendas de los notables del país... Hubiera querido recorrer de nuevo las calles, escoltada por su lacayo y su sirvienta, visitar las tiendas de los comerciantes, bien para elegir, bien para criticar las mercancías expuestas. O bien, subir a uno de los barcos anclados en el puerto y adquirir en ellos tocas y lino inglés, velos preciosos, caballitos de madera montados por sus jinetes, que movían la lanza cuando se tiraba de un cordel.
Cristina evocaba los prados de Nidaros. Con sus hijos había asistido a los juegos de perros y osos amaestrados; compraba nueces y pasteles para los niños.
¡Y cómo echaba de menos sus trajes de otro tiempo! La camisa de seda, la toca fina y ligera, y aquel traje sin mangas, de terciopelo azul claro, que Erlend le había comprado el invierno anterior a la desgracia. Una cenefa de armiño rodeaba el enorme escote y las bocamangas que se abrían hasta casi las caderas, dejando ver el cinturón.
A veces, también, Cristina se sorprendía de echar en falta... No, no, la razón le ordenaba sentirse satisfecha todas las veces que escapaba a nuevas maternidades. Debería alegrarse de haber caído enferma en otoño, después de la gran matanza del ganado. Había llorado un poco las primeras noches. Hacía tanto tiempo, se decía, que no tenía un niño al pecho... Munan sólo contaba cuatro años, pero se había visto obligada a enviárselo a una nodriza, antes de que cumpliera el año. Al regresar a su lado sabía andar y hablar y no la reconoció.
Y Erlend. ¡Oh, Erlend! Cristina sabía que en el fondo de su corazón, él, el eterno inquieto, no era tan despreocupado como parecía. Viéndole, se le hubiera creído sosegado para siempre, como un torrente fogoso que se encuentra ante una muralla de rocas y se somete al obstáculo, para no ser más que un lago tranquilo en medio de las turberas.
Erlend vivía en Joerundgaard sin hacer nada, e invitaba por turno a uno u otro de sus hijos para que le acompañase en su inactividad.
A veces se los llevaba de caza, o bien iba a embrear y calafatear una de las barcas de pesca que poseía, o intentaba domar un caballo joven. Pero, demasiado impaciente, no solía conseguirlo. Se mezclaba pocas veces con los demás y, de todos modos, aparentaba no darse cuenta de que evitaban su compañía. Los hijos imitaban al padre. No, aquellos extranjeros, llevados por el destino a vivir en el valle, no eran amados...; todos eran igualmente reservados e indiferentes, siempre ajenos a la gente y a las costumbres del país.
Ulf Haldorssoen era, por el contrario, abiertamente aborrecido. Se burlaba de los habitantes y los calificaba de imbéciles atrasados. A sus ojos, los hombres que no habían vivido a orillas del mar no eran hombres.
Cristina veía claramente que tampoco ella contaba, ahora, con amigos en su tierra natal...
Se irguió dentro de su traje de estameña oscura y con la mano se protegió los ojos de los rayos dorados del sol poniente.
Hacia el norte veía un extremo de valle y la larga cinta verde pálido del río. Luego los flancos de las montañas, teñidos de amarillo y verde por las turberas y argayos, las crestas amontonadas, una tras otra, hasta el punto en que los glaciares confundían sus grietas con los festones de las nubes.
Frente a Cristina, un recodo del Rostkampen estrechaba el valle, obligando al Laage a cambiar bruscamente su curso. Un rumor sordo ascendía del río, que horadaba profundamente la piedra y bajaba, caudaloso y espumeante, de rellano en rellano.
Cerca de las mesetas pantanosas, sobre el Rostkampen, los dos altozanos, los Blaahoer, que su padre había comparado a pechos de mujer, se erguían amenazadores. Aquel país tenía que parecerle a Erlend feo, severo y agobiante.
Un poco más al sur, del mismo lado, pero hacia las colinas que la habían visto nacer, Cristina había encontrado, de niña, un elfo, una criatura preciosa, dulce, tierna, de rizos sedosos que enmarcaban unas mejillas gordinflonas, blancas y rosadas.
Cristina cerró los ojos y volvió su rostro, tostado por el sol, hacia la luz.
Una madre joven, con el pecho cargado de leche después de un parto, y el corazón semejante a un campo recién arado...; sí, claro... pero una mujer como ella, Cristina, no corría ningún riesgo. No se sentirían tentados a llevársela. El rey de las montañas pensaría, sin duda, que el aderezo de oro ofrecido a la novia no convendría a una mujer tan gastada y enflaquecida, y la huidra no sentiría, tampoco, la tentación de poner a su hijo al pecho agotado.
Cristina se sentía dura y seca, como aquella raíz de abeto sobre la que había puesto el pie y que se retorcía sobre la piedra, aferrándose a ella. Le dio un golpe con el talón.
Los dos chiquillos se habían acercado a su madre y se apresuraron a imitarla, dando patadas a la raíz. Después preguntaron:
—¿Por qué hacéis esto, madre?
Cristina se sentó, dejó la brazada de flores sobre sus rodillas y empezó a arrancar y echar al cesto las flores blancas abiertas.
—Porque el zapato me apretaba los dedos del pie —contestó, al cabo de tanto rato, que los niños habían olvidado su pregunta. Pero no le daban ninguna importancia, acostumbrados como estaban a que su madre no pareciera oírles cuando le hablaban, o se diera cuenta cuando ellos ya no pensaban en lo que habían preguntado. Lavrans ayudó a arrancar flores del tallo. Munan quiso hacer lo mismo, pero arrancaba a la vez tallo y flor, y su madre se lo quitó de las manos, sin enfadarse, completamente sumida en sus pensamientos. Al poco rato, los pequeños se pusieron a jugar y a pelear con los tallos desnudos, que habían tirado a un lado... Así se distrajeron pegados a las...