Uphoff | Caer es como volar | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 168 Seiten

Uphoff Caer es como volar


1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-124199-5-5
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 168 Seiten

ISBN: 978-84-124199-5-5
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
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Un triunfo de la imaginación literaria que extrae belleza de un pasado insoportablemente doloroso. Nunca quiso contar esta historia, pero no hubo escapatoria. La muerte de su hermana mayor tras años de desnutrición y aislamiento hizo aflorar en Manon Uphoff los recuerdos de una infancia aterradora, transcurrida bajo la férula de un padre tiránico y abusador, pero dotado de un perverso carisma. Henri Elias Henrikus Holbein es un hombre sensible -«artista aficionado, seminarista frustrado, creyente y (ex)convicto»- que inicia a sus hijas en el mundo del arte y la ciencia. Pero también es un monstruo, el lujurioso Minotauro que visita el lecho de las niñas y las encierra en un laberinto sin salida: las baña, las alimenta, sigue sus ciclos menstruales y lee sus diarios secretos mientras su esposa, ausente en su «palacio de nicotina», fuma un cigarrillo tras otro. Como brujas que aguardan su propia noche de Walpurgis, las hermanas sueñan con la venganza y recurren a la risa mientras esperan el momento de la redención. En esta obra inclasificable, finalista del prestigioso Premio Libris a la mejor novela holandesa, Uphoff se aleja de la crónica autobiográfica al uso para crear un universo simbólico y poético que conecta los traumas del pasado con la mitología griega, los cuentos de hadas y la ciencia. La crítica ha dicho... «Un libro sin parangón en la literatura contemporánea. Tan bueno como desconcertante.» Merijn Schipper, Boekhandel Bijleveld «Manon Uphoff ha logrado encontrar el lenguaje para una historia que era casi imposible de contar.» De Volkskrant

(Utrecht, 1962) es una escritora, guionista y artista visual holandesa. Debutó en 1995 con la colección de cuentos Begeerte, nominado al Premio de Literatura AKO. Su primera novela, Gemis (1997), fue nominada al Premio Libris de Literatura. Su última obra, Caer es como volar, también fue finalista del Premio Libris, obtuvo el Premio Charlotte Köhler y fue elegida como la mejor novela holandesa de 2019 por la prestigiosa revista Humo y por la mítica librería Athenaeum de Ámsterdam.
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2. Henne Fuego

El 13 de noviembre del año 2015, Henne Fuego se cayó por las escaleras y murió, unas horas antes de que en la sala Bataclan de París un grupo de jóvenes celebraran su última noche de juerga inocente.

Henne Fuego era mi hermana. La primogénita de mi madre.

Se quedó tirada al pie de la escalera y rechazó la ambulancia, pese a que su médico y los enfermeros insistieron en que debía ingresar en el hospital, dado que estaba extremadamente desnutrida y deshidratada.

Hacía años que no la veía, y ni siquiera sabía cuál era su dirección. En mi vida, ella no era mucho más que un momento recurrente de burla en nuestra reunión familiar anual del día de Todos los Santos. Hay que ver: la madre cargando siempre con el inútil de su hijo en ese cochecillo de inválidos, chaca, puf. ¿No os recuerda a Psicosis? ¡Menuda pareja hacen esos dos!

Henne Fuego tenía sesenta y nueve años cuando se cayó por la escalera. Ya no era una jovencita, y, por utilizar las palabras de mi padre (fallecido catorce años antes), «tenía un pie en la tumba». Hacía una eternidad que llevaba una existencia oscura en su vivienda-nueva-de-dos-habitaciones en la que todavía quedaban restos de cemento. Una vivienda para personas de la tercera edad a las afueras de Nieuwegein, que en su momento se concibió como un lugar de ensueño. Un suburbio sin violencia ni dolor, con un césped tan verde como el de Terciopelo azul, donde nuestra madre se había refugiado (con nosotros) a mediados de la década de los setenta.

Cuando vi a Henne después de su desafortunada voltereta, parecía un pájaro, con la nariz huesuda apuntando hacia arriba y las manos como garras. Llevaba un vestido verde.

Me apresuro a decir que mi hermana no representaba ningún valor económico y hacía años que no contribuía a la hacienda pública. Su herencia consistía en una cuenta bancaria con unos cientos de euros, algo de ropa (de baile), figuritas de porcelana, un puñado de muebles y un cenicero con colillas de Pall Mall y Belinda. La casa se vació en una mañana. Incluso el espacio que ocupaba físicamente había quedado reducido a un mínimo.

En mi niñez, Henne Fuego (que me llevaba dieciséis años) era un símbolo evidente de feminidad. Una urraca que adoraba el oropel, con el pelo encrespado y adornado con pañuelos. Ella, su hermana Toddie (un año menor) y nuestra madre formaban un baluarte: The Holy Trinity of Smoke. Cuando nosotros, los pequeños, volvíamos a casa del cole, nos las encontrábamos sentadas en su palacio de nicotina, mientras que sus hijos, nuestros sobrinos, correteaban por la habitación trasera. En los días de escuela, en la plaza Schimmelplein de Utrecht, mi hermano pequeño Kaj y yo nos «hospedábamos» en casa de Henne. Ella nos preparaba gachas. «Si quieres una manzana, paf, aquí la tienes.»

En verano, nos hacía bocadillos vestida con un bikini. Después se acostaba en una tumbona de lona naranja que cabía justo en el patio, que olía a moho y musgo, y viéndola así daba la impresión de que la hubiesen desterrado de Nápoles a este país húmedo.

Estoy segura de que, de joven, Henne no fue más que «una cara bonita», igual que Toddiewoddie. En cierto sentido creo que mi madre, a la que habían echado a la calle, las aportó a su nuevo matrimonio como si fueran dos pedazos de fruta. Cuando mis padres se casaron a finales de los años cincuenta, Henne tenía cinco y Toddiewoddie cuatro años. Mi padre, HEHH, Henri Elias Henrikus Holbein, artista aficionado, seminarista frustrado, creyente y (ex)convicto, se convirtió en el padrastro de ambas, años antes de engendrarnos a nosotros, los más pequeños, y de transformarse, gracias a sus estudios nocturnos, en matemático, científico y estadístico; en un ciudadano respetado y pater familias con un excelente empleo.

Asimismo, era un hombre atormentado y profundamente dañado (ahora puedo y me atrevo a decirlo), aquejado de ataques de ira, que buscaba una vía de escape impúdica para descargar todas sus emociones y deseos, todo su dolor y vergüenza en sus hijas y en sus hijastras.

Mi padre creció en los años de la crisis, durante la Gran Depresión después de la Primera Guerra Mundial, en una familia que no veía con malos ojos las simpatías e ideologías fascistas. Aunque sus progenitores nunca abrazaron abiertamente el fascismo, debieron de dejar en el pensamiento de mi padre la impronta de cuáles eran las vidas que importaban y cuáles no. Tenía una idea muy clara sobre las mujeres. Ellas representaban los cuerpos, la belleza y la seguridad que él buscaba. HEHH echaba de menos una madre afectuosa, y era devoto de la Virgen María de un modo que nos desesperaba. Sus ojos brillaban de emoción cuando hablaba del milagro: de cómo había sido concebida sin pecado y había dado a luz a Jesucristo siendo virgen.

Los niños de la casa éramos suyos. Él nos vestía, nos alimentaba, ganaba su dinero para nosotros y nos ignoraba. Cuando llegó a una edad avanzada, Henne cuidó de él con afecto. Considerándolo todo, HEHH tuvo una muerte bastante apacible. Nada que ver con la de Henne Fuego. En el momento de fallecer mi padre, ella tenía la misma edad que yo ahora. Estaba divorciada, pero su hijo aún no se había quedado inválido. Estaba flaca, pero aún no horriblemente esquelética. Era una mujer hermosa que se teñía el pelo del negro más negro. En ocasiones se quedaba afónica. Había semanas en las que apenas articulaba sonido alguno. Nadie echaba de menos su voz, aunque también nos veíamos privados de su risa, que ahora recuerdo muy bien. Encorvada, con las manos sobre las rodillas, emitía un sonido profundo. Sea como fuere, en los últimos años de vida de HEHH, ella lo trató siempre con mucha consideración, y se enorgullecía de ello. Supongo que estaba dispuesta a concederle dignidad a mi padre.

A Henne no le hubiese gustado saber que la menciono y que escribo esto.

«No le temo a nadie», dijo, y se encerró en su casa. Y con orgullo: «Lo he hecho todo yo sola».

Henne Fuego me dio mi primer sujetador. Yo tenía doce años y estaba debajo de la lámpara de mi flamante cuarto. Ella había ayudado a mi madre a elegir el papel pintado y la moqueta de alegres colores de los años setenta, naranja y violeta (íbamos a empezar una nueva vida), y me entregó aquella maravilla azul oscuro para la cual yo todavía no tenía suficiente pecho. Después de su divorcio —su marido tenía una amante—, sus ingresos se desplomaron. Carecía de formación, pues nadie la había considerado nunca necesaria en su caso. Se mudó a una vivienda para ella sola, donde más tarde cuidó de su hijo. Esto tiene su historia. Nuestro sobrino se quedó inválido en la casa de su madre. Había regresado a ella siendo adulto después de divorciarse, deprimido y necesitado de cuidados maternales, sin trabajo y sin un carácter afable, aunque el derrame cerebral cambió eso. Sufrió una trombosis porque se pasó meses enteros sin moverse, tumbado en la cama de la primera planta. Un buen día, se oyó un golpe y lo encontraron en el suelo entre la cama y la pared. Después empezamos a llamarlo «pera en almíbar», porque era blandito y dulce. Todas las noches, ella lo empujaba escaleras arriba, peldaño tras peldaño.

Fue engordándose y volviéndose más carnoso, mientras Henne adelgazaba poco a poco. Y eso que siempre había sido flaca. Del tipo de delgadez que les gusta a los hombres como Trump. Ya se sabe, una mujer no debe tener demasiada carne, salvo unas tetas de gelatina, nunca debe ocupar demasiado espacio, ni armar demasiado barullo.

Rabia; a veces siento que nunca se apagará, que siempre será una antorcha encendida. Un año después de que se instalara su hijo, le redujeron la pensión, porque a partir de entonces podía compartir con él la opulencia de su hogar. Sin embargo, él no se sentía en absoluto obligado a aportar un solo euro. Él cenaba fuera. En el restaurante Van der Valk. Iba allí con su vehículo adaptado y no se saltaba nunca el postre.

La noticia no tardó en ser motivo de chismorreo.

Henne Fuego no decía nada. Tenía una capacidad formidable para callar.

Callaba sobre HEHH, que también debía de visitarla disfrazado de Minotauro cuando aún era una niña. Y callaba sobre su padre biológico, que en una ocasión le pidió a Toddie que le enseñara las braguitas.

Henne fumaba como un carretero y comía como un pajarito.

Tras su divorcio, aún se pasó unos años riendo y bailando, mientras persistía en su silencio con expresión misteriosa.

Era vieja, me parecía vieja. Era pobre, vivía sola y no tenía empleo.

Era mi pesadilla viviente.

«Por favor, Jesusito, no permitas nunca que me vuelva como Henne.»

Su risa podía ser como la de una hiena. Pero, no era una bruja como la llamaban a gritos los niños en la calle.

Era reservada, introvertida.

¿Acaso eso no está bien? ¿Quién va a querer a una histérica? ¿A una guarra?

La noche de su muerte, noventa jóvenes fueron masacrados en la sala Bataclan, y yo no era capaz de asimilar el horror de la simple muerte de mi hermana.

Estoy de pie con el ramo de rosas blancas delante de su tumba lila de gitana, que es pequeña y estrecha y, ¡oh, padres de la patria!, mi rabia es tan grande que podría calentar el mundo entero.

«Grab ’em by the pussy.»3

Échalas de sus empleos.

Haz que se ocupen de sus padres seniles, de sus...



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