E-Book, Spanisch, 264 Seiten
Reihe: Pensamiento Herder
Valdecantos Alcaide El saldo del espíritu
1. Auflage 2014
ISBN: 978-84-254-3344-3
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 264 Seiten
Reihe: Pensamiento Herder
ISBN: 978-84-254-3344-3
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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¿Cuál es el papel de las humanidades en la sociedad capitalista en crisis? ¿Qué consecuencias tiene el modelo universitario mercantilista en la ideología del futuro? Según el autor, es necesario repensar el concepto mismo de cultura.
El libro entra de lleno en los debates contemporáneos sobre el papel de las humanidades y el pensamiento sin alinearse con ninguna de las posiciones habituales. El autor afirma que la noción misma de cultura, tal como ha cristalizado en nuestros días, entorpece la comprensión del presente y el pasado, y que la tarea de las artes, de las ciencias humanas y del pensamiento habría de repensarse. Antonio Valdecantos sostiene que las universidades europeas han proporcionado en los últimos años un magnífico laboratorio para la privatización integral de la vida en que parece desembocar la primera crisis del capitalismo del siglo XXI. Una enseñanza y una investigación fundadas en la movilidad, la flexibilidad, la innovación y el dinamismo han proporcionado el modelo para la parte amable de la ideología futura, mientras que el modelo de la universidad como una empresa competitiva e integrada en el mercado se ha convertido
en la esencia de la educación superior.
Antonio Valdecantos (Madrid, 1964) es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid. Ha publicado, entre otras obras, Apología del arrepentido (2006), La moral como anomalía (2007), La fábrica del bien (2008) y El clac y el apuntador (2011). En los últimos años ha ejercido una crítica constante, y a menudo pugnaz, de los procesos de tecnocratización y mercantilización de la universidad y del onocimiento.
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Prólogo
Como fácilmente se advertirá, no todas las partes de este libro pertenecen al mismo género literario. En cualquier caso, cada una de ellas ha sido concebida de manera independiente y puede leerse por separado. Quizá el lector no lo note, pero pocas de las páginas que siguen a este prólogo se han escrito con la sosegada serenidad que debería corresponder a un ensayo cuidadoso. Lo que al autor le interesa mostrar a continuación necesita seguramente del auxilio de la cronología: aunque el libro se ha terminado en el verano de 2013 y acaba de revisarse en su totalidad, solo la segunda parte y la quinta son del todo recientes. En cuanto a las otras tres, la primera es de noviembre de 2009, la tercera se escribió en septiembre de 2011 y la cuarta en distintos momentos del otoño de 2008. Hay, en cada caso, circunstancias concomitantes cuyo detalle podría ser instructivo, pero se las ahorraremos al discreto lector, salvo alguna (la de la tercera parte) que se aclarará en su momento. Pero, si se han mencionado las fechas, es porque entre la última que se expresa (que es la primera en el tiempo) y la de la terminación de este prólogo se incluye, como es notorio, lo hasta ahora conocido de la primera gran crisis del capitalismo del siglo XXI. Este libro trata de pensar desde cierto ángulo un tanto desubicado —aunque, eso sí, muy hospitalario para la ira— las relaciones entre la fase presente de la historia del capitalismo y lo que en esta época se espera de las humanidades, del pensamiento, de la cultura y de los llamados valores. Puede que del capitalismo solo quepan definiciones ostensivas, y en ese caso cabría proponer una que lo mostrara como aquello que entra en crisis cada vez que se emplea con sentido la expresión «crisis del capitalismo», o incluso cuando la sola palabra «crisis» se pronuncia de manera enfática. El contexto de surgimiento del libro corresponde a los años previos a 2008 y a la implacable ofensiva de mercantilización y tecnocratización a la que parecieron sucumbir (todavía está por ver si definitivamente) las universidades públicas europeas en ese periodo. Algunos lectores (quizá ya no muchos) recordarán el célebre «plan Bolonia», a estas alturas olvidado, pero no por su fracaso, sino por su tétrico triunfo, logrado por vías distintas de las proyectadas; y habrá quienes recuerden cómo, casi de la noche a la mañana, se impuso la idea de que la universidad —y, de modo más urgente, las facultades de letras y de ciencias humanas o sociales— debía convertirse en otra cosa totalmente distinta de lo hasta entonces conocido, o, dicho de manera más exacta, la idea de que esa conversión se había iniciado ya era irreversible y lo único que cabía hacer con ella, si uno quería sobrevivir, era acelerarla en pugnaz competencia con las demás universidades y, en rigor, con las demás disciplinas, con todos los colegas y, sobre todo, consigo mismo. Fueron años sórdidos en los que el profesorado universitario aprendió toda una neolengua orwelliana, ininteligible para cualquier persona docta, y se ejercitó en el arte de la más violenta servidumbre voluntaria. Hasta entonces, el docente era un ser que vivía más o menos a su aire (no siempre muy interesado en sus tareas, todo sea dicho), un profesional mal pagado, pero al que leyes y costumbres que de pronto se manifestaban anacrónicas habían tratado como alguien independiente, e incluso soberano en su ámbito de acción. Resultaba claro que ese limbo había llegado a su fin: el profesor pasaba a ser, con todo regocijo, el empleado de una empresa dinámica y competitiva, sólidamente instalada en la realidad y en la actualidad y entregada a la innovación constante y a la atención personalizada del cliente. Ideología todo ello, y ficción pueril, sin duda, pero con la avasalladora fuerza de la falsa conciencia y de los caprichos perversos. Quizá no sea muy fecundo referir con detalle toda esta historia tan poco ejemplar, porque el relato se prestaría a desahogos impúdicos, poco provechosos para una exposición ordenada. Sí debe señalarse, sin embargo, algún rasgo aleccionador. Podría parecer que aquella feroz adaptación de la universidad pública al mercado hubiese sido, antes que nada, un ideal de la derecha política o un proyecto de inspiración empresarial. Aunque sin duda fue lo uno y lo otro, no debe olvidarse que el profesorado y la intelectualidad progresista desempeñaron un papel tanto o más decisivo. El caso español enseñó, desde luego, lecciones del mayor provecho. Quien conociera con cierta intimidad al patriciado intelectual del país tenía pocos motivos para sorprenderse. Desde la llamada «Transición» (y en rigor desde antes; recuérdese que los últimos años del franquismo fueron muy reformadores en materia educativa), el proyecto universitario del progresismo español estaba marcado, con hierro candente, por el mimetismo más concienzudo, y a veces también por el más pintoresco, de la enseñanza superior estadounidense. Que entre los hijos exquisitamente progresistas de las clases altas —convencidos, ayer como hoy, de que la distinción de su cuna los hace merecedores de haber nacido en otro lugar más refinado que España— apenas se diera ya ninguna clase de afrancesamiento ni de germanofilia fue el hecho más decisivo de todos. La burguesía ilustrada del país (y convendría decir con claridad que esto de «burguesía ilustrada» es una denominación empalagosa inventada por los propios interesados, a los cuales no siempre les cuadra del todo el adjetivo ni el sustantivo) dejaría de ser lo que es si no tuviera grabada en su frente la vocación modernizadora y un cosmopolitismo de subalternos netamente colonial, francés cuando correspondió, alemán en su día y dentro de poco centrado quizá en Singapur o en Formosa. Había más de un motivo para que la californización universitaria del país fuese el sueño de la joven clase letrada: a la coincidencia de contracultura transgresora, relajamiento de los modales académicos tradicionales y desinhibición verbal (una mezcla difícil de hallar en Lovaina o Heidelberg) se unía la certeza de nadar a favor de la corriente de la historia: el espacio soñado era uno en el que el hachís y el trato llano vinieran avalados por una admirable concentración de profesores con premio Nobel, de científicos sociales desafiantes y rompedores y de magnificentes sponsors. Por fin cabía enhebrar un relato coherente que empezara en mayo de 1968 (pero no en París, sino en el recital de Raimon en la Complutense) y terminara con la conversión de la universidad en una empresa y con el descubrimiento de las virtudes del mercado. Como no cabía esperar patrocinadores muy generosos (el empresario español es poco dado al mecenazgo) ni tratar decorosamente a los científicos de élite (la big science no se improvisa a base de modas culturales), y como el exceso de hachís y los proyectos intelectuales ambiciosos resultaban impropios a ciertas edades, lo que quedó fue una mezcla de los dos elementos restantes: trato cercano con buen rollo (nada del envaramiento solemne de las viejas universidades europeas) y gestión empresarial con la vista puesta en otras empresas (nada de la arcaica mentalidad hidalga del funcionario casposo). La California soñada se ha quedado, pues, en bastante menos de lo que se proyectó, pero es natural que los gestores de la universidad española y los elementos hegemónicos de su profesorado se agarren a ese resto como a un clavo ardiendo. Una retórica kitsch llena de infatuación (montada, sobre todo, en torno al término «excelencia») había inundado las aulas en los años anteriores al reventón de 2008. Pero, cuando se advirtió que el estado de excepción iba a ser duradero, o quizá definitivo, se desinfló cualquier posibilidad de seguir hablando el mismo lenguaje de expansión y de iniciativa; esta última había pasado de las manos de los gestores a las de los hados y parecía fuera de todo control humano. Eso no significa, sin embargo, que los primeros ocho años del siglo hayan sido infructuosos. Hay en toda ideología un núcleo común que vale por igual para la abundancia y para la escasez o, si se quiere, para momentos de expansión y de contracción, y así los planes que se concibieron para que la universidad pública se fundiera con lo más activo y dinámico de la sociedad en busca de horizontes de innovación y riqueza antes insospechados puede servir también (sustituyendo el incentivo por el látigo, aunque sin eliminar del todo el primero ni fiarlo todo al segundo) para pastorear una universidad mohína en los lustros de escasez que le esperan hasta que se olviden los viejos tiempos y la penuria pase a ser nombrada como normalidad o incluso como riqueza. Lo dijo Weber y se cita a menudo: el control de la vida, libremente asumido, del empresario capitalista temprano, un manto que cubre con suavidad, puede convertirse en la sombría imposición que a todos atenaza, en un estuche duro como el acero. El razonamiento no puede ser más persuasivo: si, en épocas de prosperidad, vuestro horizonte era la sumisión gozosa y voluntaria al mercado, en las de ruina lo único que cambia es la conveniencia de usar esos dos adjetivos, pero todo lo demás se mantiene igual, o incluso aumenta. Todo esto serían chismes menudos para consumo interno de profesores díscolos si no fuera porque es lo mismo, exactamente lo mismo, que acontece en el resto de lo que se llama la sociedad, y ya es hora, por cierto, de precaverse de manera adecuada contra el uso ingenuo del término «sociedad»: cuando, antes y después de la ruina, se contraponen «universidad» y «sociedad», la oposición es útil, sobre todo, para saber lo que conviene entender por el segundo...