E-Book, Spanisch, Band 291, 144 Seiten
Reihe: Narrativa
Villaverde Dos amores
1. Auflage 2010
ISBN: 978-84-9953-066-6
Verlag: Linkgua
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 291, 144 Seiten
Reihe: Narrativa
ISBN: 978-84-9953-066-6
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Cirilo Villaverde (1812-1894). Cuba. Estudió en La Habana en el Seminario de San Carlos donde se graduó de Bachiller en Leyes, más tarde practicó la docencia y el periodismo. En La Habana asistió a la Tertulia de Domingo Delmonte y publicó en la Gaceta Cubana su novela La joven de la Flecha de Oro. El 20 de octubre de 1848 fue condenado por una comisión militar, un año después escapó de la prisión y viajó a los Estados Unidos. Poco después fue nombrado redactor en jefe de La Verdad, periódico de Nueva York; aunque en 1858 fue amnistiado y pudo regresar a La Habana. En 1861 regresó a los Estados Unidos y trabajó en el periódico La América, de Nueva York. Terminó de escribir Cecilia Valdés en 1884 y murió el 24 de octubre de 1894 en dicha ciudad.
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VI
—Buenas noches, señorita —dijo el recién venido, en tono placentero, a Celeste, no poco satisfecho de que ella le hubiese abierto la puerta, y de la mejor voluntad del mundo.
—Téngalas usted muy buenas —contestó ella con seriedad sin moverse de su posición al canto de la hoja de la puerta—. Ya le esperaba papá.
—¿Y usted? —le preguntó por lo bajo, dándole a la voz y ademán cierto aire de misterio y de malicia muy cómico si no muy oportuno.
—Si le esperaba papá —replicó la joven alta voz, tal vez sin entender la malicia de la pregunta—, es natural que yo también le esperase.
—Parece que la rondan a usted —agregó el hombre, siempre con su aire de malicia y en voz baja.
—¿A mí? —repuso Celeste con naturalidad—. Se equivoca usted, don Camilo.
—Dudaba ya de que usted viniese —díjole en aquel punto don Rafael, quien en toda apariencia, hasta entonces no se había apercibido de la llegada de su socio—. Es tarde.
—No ha estado en mi mano evitar la tardanza, señor don Rafael —respondió don Camilo, encorvándose aún más de lo que naturalmente estaba—. Usted bien lo sabe. Si tardé ha sido porque cuando usted salió de la tienda nada quedaba arreglado, y yo no me fío mucho de los mozos. Además, que habiendo acudido algunos parroquianos en cuanto cerró la noche, me pareció que hacía más falta allí... que acá.
Esas últimas palabras las dijo casi al oído de don Rafael como para que no las oyera
Celeste.
La respuesta de don Camilo muy bien podía encerrar ya una disculpa, ya una inculpación maliciosa contra el mercader, que por venir a enjugar las lágrimas de sus hijas dejaba en abandono la tienda, siendo entonces más que nunca su presencia en ella necesaria. Mirole éste, pues, de arriba a abajo, y continuó paseándose corto rato en el mayor silencio. Al cabo se detuvo delante de su socio, que ya había tomado asiento junto a Celeste, y le dijo:
—Pasaremos al escritorio si usted gusta, don Camilo. Ahí tengo todo preparado desde temprano. Solamente esperaba por usted.
—Estoy a la disposición de usted, señor don Rafael —contestó poniéndose en pie con prontitud. Y al propio tiempo, cuando aquél volvió la cara, hizo del ojo a Celeste, se sonrió y movió la cabeza, cual si le dijera: «Tu padre ha perdido la chaveta. Está impertinente e importuno por demás.”
—Tú ya puedes recogerte —añadió el mercader hablando con su hija, quien no se había repuesto aún de la especie de sobrecogimiento que le habían causado las mudas e indiscretas bromas de don Camilo.
—Yo encargaré a Encarnación del cuidado de la puerta para que le eche la llave cuando salga el señor don Camilo. Ella apagará también la luz del comedor y cerrará la sala. Descansa, hija mía, y mira si se les ofrece algo a tus hermanitas. Me pareció haberlas sentido sollozar luego que se acostaron.
—¡Las pobrecitas! —exclamó Celeste, recordando lo que las niñas habían llorado—. En cuanto cayeron en la cama se quedaron dormidas.
Luego, acercando sus rosados labios a la mejilla derecha de su padre, imprimió en ella un casto beso, que resonó en su corazón, si es posible comparar las cosas físicas, con los efectos morales, como una gota de agua en una lámina de metal, y fue a herir como una flecha de fuego el de don Camilo.
Enseguida saludó a éste con la cabeza, salió por la puerta del comedor al patio, desapareció en el segundo aposento con la rapidez y el aire de una visión fantástica.
El primer cuidado de la joven fue apagar la vela que había servido para conciliar el sueño de sus hermanas, y que ya era un estorbo para ver sin ser vista lo que pasaba en el escritorio de su padre. Después arrimó con mucho tiento una silla contra la puerta interior de comunicación, se sentó en ella, de medio lado, y aplicó un ojo al de la llave en la cerradura. (¡Perdonadle su curiosidad, que es hija y amorosa!) Desde allí todo se registraba. La lámpara que la misma Celeste había encendido poco antes por orden de su padre, ardía en el extremo de una mesa, y derramaba vacilante luz sombre varios montones de papeles colocados con separación de trecho en de trecho en el tapete de paño verde, dejando en dudosa claridad los otros muebles del rededor y las paredes, y la cama y el escritorio de don Rafael, que se hallaban en los rincones de la derecha, el uno en frente de la otra. A la curiosidad de la hija somos deudores del pormenor de la escena que ocurrió aquella triste anoche entre el mercader y su socio.
El primero de estos dos hombres se quedó en pie junto a la mesa, echó una ligera ojeada sobre los papeles que había en ella, e indicándole con el dedo al segundo, que ya había tomado asiento bajo la lámpara, el paquete atado con una cinta encarnada, le dijo:
—Ahí tiene usted las existencias de la tienda... Examine usted mi cuenta y compárela con el inventario, a ver si está exacta.
—El precio que pusimos a los efectos —repuso el compañero de don Rafael recorriendo una larga lista— fue muy bajo, por los sueldos.
—No me dijo usted eso, sin embargo, el lunes —replico el mercader con gravedad y tono de reconvención.
—Es verdad —añadió el otro prontamente—; ¿pero sabe usted cómo tenía yo la cabeza entonces? Hubiera pasado por cualquier cosa.
—Pues si a usted le parece ínfimo el avalúo, todavía tiene remedio: súbalo cuanto guste. Veremos si los peritos confirman su opinión, ¿Quién mejor que yo quisiera que las existencias alcanzasen a cubrir las deudas que ha contraído la tienda?
—Sume todo —agregó don Camilo, desentendiéndose de todas las observaciones de don Rafael— seis mil ochocientos siete pesos, cuatro reales, con un pico de maravedises. ¡Ca! —exclamó en seguida—; esto no alcanza ni para contentar a tanto y tanto hambriento acreedor como nos asedian. A fe que yo esperaba fuese mayor la existencia. Pero si esto es todo, nuestra ruina es segura, completa, ¡Ay!, yo nací en día aciago.
—Si usted no ha examinado todavía los créditos activos —le interrumpió el mercader en perfecta calma—. Desate usted el cordón blanco de aquel otro paquetico de la izquierda. Encima de todo está el resumen que yo hice anteanoche.
—¡Qué he de examinar, señor don Rafael, por el amor de Dios, si parece que todos los tramposos del mundo son los que nos deben, al paso que nuestros acreedores los más exigentes! Para pagarnos no hay quien tenga un peso; para cobrarnos todos esperan que poseamos millones. ¡Ojalá poseyésemos siquiera uno! Entonces vería usted como en vez de exigirnos nos concederían más esperas y nos guardarían consideraciones, ¡oh, mundo, mundo!
—Ahí están solamente los créditos cobrables —agregó don Rafael con la misma calma de antes.
—Los incobrables, o por lo menos de difícil cobro, los puede usted ver en aquel otro paquetico de cinta negra.
—No hay más salvación que una cuerda —prosiguió don Camilo en su tema—. Mi suerte está echada. ¡Ah! Todos vienen en esta tierra a buscar fortuna, y la encuentran más o menos fácilmente. Solo yo, infeliz, no encontrare otra cosa que un sepulcro oscuro.
—¿Y por ventura —dijo el mercader con amargo acento— el que tenéis delante, en treinta años que hace que pisó esta tierra por primera vez, a encontrado otra cosa que desgracias?
—Usted al menos ha tenido alternativas de prosperidad y abatimiento. Yo nunca, todas han sido para mí adversidades. Vea usted ahora. Cuando a fuerza de ahorros y privaciones había logrado juntar dos mil pesos, los pongo en su sociedad, quiebra usted y me arrastra en su ruina. ¿Qué tiene que esperar un hombre tan desgraciado?
Esta última reflexión, aunque desatinada, conmovió no menos al que la hacía, que al que la escuchaba. Pero parece que la debilidad misma del uno infundió valor al otro. Lo cierto es que tras breve pausa, don Rafael continuó así:
—Don Camilo, la aflicción de usted es fuera de tiempo. Cuando le admití en mi sociedad no fue para envolverle en mi desgracia. Yo sé lo que cuesta ganar un peso hoy día aquí y lo que cuesta perderle . La suerte de usted me a ocupado más que la mía propia y la de mis hijas. Usted ve que las cuentas de la tienda suben a más de veinte mil pesos y que sus créditos y existencias apenas llegan a diez mil; usted ve asimismo que ya los acreedores no conceden más esperas; que no hay materialmente con qué contentarlos; que toda esperanza de mejora es perdida; en fin, que mi ruina es cierta... Pues bien: a pesar de todo, yo espero que por lo menos no pierda usted su capital.
—¡Cómo! ¿Será posible?... ¡Tanta generosidad! Señor don Rafael, ¿es seguro lo que usted me dice? ¡Ah!...
Tales fueron las inconexas y sucesiva exclamaciones en que prorrumpió don Camilo al oír las últimas palabras de su compañero. Se levantó, quiso abrazarle, tal vez arrodillársele delante; pero él puso término a aquellas locas demostraciones prosiguiendo con dignidad:
—Sí, espero que usted no pierda su capital. Usted me ha ayudado a salvar parte de mis bienes firmando la escritura de venta que yo fingí hacer de la casa que poseo; justo es, pues, que en recompensa y consideración de que usted puso su único capital en mis manos cuando más afligido me hallaba, pague como se merece tal hidalguía y confianza. De existencia en efecto hay cerca de mil trescientos pesos; cerca de ochocientos hay también en créditos cobrables, tal vez, en todo caso con algún descuento, usted cobrará éstos y tomará aquéllos y los pondrá donde guste...