Walser | Berlín y el artista | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 392, 348 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

Walser Berlín y el artista


1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18436-83-3
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 392, 348 Seiten

Reihe: Libros del Tiempo

ISBN: 978-84-18436-83-3
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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«Cuando los débiles se creen fuertes». Walser no solo escribió esa frase, sino que la vivió. La vivió de manera rebelde y con regocijo, sin duda como una forma de resistencia en el fracaso y, sin duda, rebelándose también contra el éxito. No tener éxito no es sinónimo de ser una víctima, fracasar puede ser un acto heroico. Robert Walser es un héroe. En su radicalismo y su disposición a pagar el precio de su trabajo, es un ejemplo para todo artista, todo filósofo, todo escritor.Del prólogo La figura y la obra de Robert Walser llevan décadas inspirando a escritores y lectores de todo el mundo, incluido Thomas Hirschhorn, uno de los más innovadores artistas visuales contemporáneos, para quien el autor suizo es una figura capital, un escritor que se resiste a que le apliquen la etiqueta de «escritor», alguien para quien el concepto de arte está siempre conectado con un personalísimo punto de vista, sistemáticamente alejado del establishment. Berlín y el artista es una atractiva y provocadora selección de los más definitorios textos de Walser, un perfecto recorrido por la trayectoria de un creador irrepetible.

Robert Walser es uno de los más importantes escritores en lengua alemana del siglo XX. Nació en Biel (Suiza) en 1878 y publicó quince libros. Murió mientras paseaba un día de Navidad de 1956 cerca del manicomio de Herisau, donde había pasado los últimos años de su vida. Siruela  ha publicado también el libro de conversaciones Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig y Robert Walser. Una biografía literaria, de Jürg Amann.
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VELADA EN EL TEATRO10


Estaba yo en el paraíso del Teatro de la Comedia de Z..., la jarra de cerveza a medio terminar a mi lado, la colilla del cigarrillo entre los dientes, sentado entre alumnas de la universidad, trabajadores y señoras gordas. El aire casi te asfixiaba. Los angelotes de escayola del techo del teatro parecía que sudaban y desfallecían. De cuando en cuando, me asomaba por encima de la barandilla para ver qué pasaba abajo. Allí, en mesas todas apretujadas, se sentaba gente joven de mejor clase, oficinistas de bancos, estudiantes con nobles marcas en la cara, a su vez enmarcada por el cuello rígido de la camisa, refinados caballeros de edad de los que aman la vida, y féminas de buena familia. En la zona de los palcos, en sus sillones de terciopelo rojo, donde la «gente fina de verdad», creí distinguir a unos cuantos literatos más o menos respetables; entre ellos a cierto redactor, un tipo que se ganó cierto renombre con sus «paseos literarios». Lo conocía un poco. Más bien tiene aspecto de charcutero bondadoso, pero quiere ser considerado parte de la gente más refinada. También había unos sombreros de señora espléndidos, y guantes largos, elegantísimos, bien ceñidos al brazo y hasta cubrir los carnosos codos. Colgada del centro del techo del salón, una araña arrojaba luz sobre las personas. Un tipo aporreaba el piano, haciéndolo sonar como un potente órgano, a todo volumen. El pianista tenía una cabeza de largos rizos negros y un bonito perfil. No había que pagar más por tener la oportunidad de contemplarlo. La maravillosa música del piano era el ángel invisible de inmensas alas cuyas plumas rozaban con suavidad los sentidos de espectadores y oyentes. Luego, poco a poco, fue levantándose el telón, y nos soltaron la comedia como si fuera una pella de algodón en rama que se sostiene entre dos manos mientras la van hilando. Los actores llevaban una velocidad pasmosa. El papel protagonista lo hacía el propio director. En los descansos, yo siempre me sumía en ensoñaciones muy vívidas. Me parecía como si las esculturas de piedra de ambos lados del escenario, tan osadas y desnudas ellas sobre sus pedestales, hubieran cobrado vida. En el fondo, todo esto tendría que haber sido superfluo. El piano no paraba de salpicarme con sus notas, qué condenado, y yo veía las delgadas manos tocando, aporreando y bailoteando sobre las teclas blancas y negras, y me habría causado gran placer que el descanso se prolongara media hora entera. Debajo de donde yo estaba, en la platea, una señora de edad avanzada se sonaba la nariz con un pañuelo que era una pura puntilla. Me parecía todo muy bonito e infinitamente mágico. Los camareros pasaban preguntando quién quería una cerveza. Aquella prosaica pregunta se me antojaba extraña. ¿Qué clase de gente era aquella, capaz de acercase así a los espectadores y preguntar si deseaban algo, si les apetecía algo de beber? Uno de los camareros tenía una cara que era toda ella un puro bigote, no se le veía más que el gran mostacho engominado y, entre medias, un par de grandes ojos oscuros muy brillantes. Ardían como dos ascuas que emergieran de la oscuridad de un bosque. Había otro camarero con la cara afeitada y de una palidez enfermiza, de una delgadez que daba angustia: los huesos de las mejillas se le marcaban como las rocas al borde de un acantilado. A este le cogí una jarra de cerveza, me apresuré a pagar y me metí otra colilla entre los dientes. Entonces, el piano me lanzó una nueva y majestuosa ola a la cara, al pecho, a las mangas de la levita, una ola tal que casi me creí necesitado de buscar un pañuelo para secarme. Pero de eso ya se habían encargado los rayos de luz amarillenta de la araña; no hacía falta que me preocupara. Luego volvió a haber largos momentos durante el descanso en los que tuve la sensación de que mis ojos se hubieran convertido en dos varas muy largas que rozaran la mano de una de las señoras que se sentaban debajo de donde estaba sentado. Sin embargo, ella no pareció darse cuenta, me dejó hacer, y eso que era de un descaro enorme lo que estaba haciendo... Justo a mi lado se sentaba una muchacha de las que sirven en una casa señorial, una criatura de aspecto encantador, menuda y delicada, y le pregunté cómo se llamaba, y ella me lo dijo bajito. En realidad, me lo dijo, más que con la boca, con los ojos y con las mejillas coloradas como ascuas. Se llamaba Anna. Yo pedí para ella una jarra de cerveza y también le eché el humo a la cara para hacerla reír. ¡Cómo brillaron sus ojos, negros y húmedos, como dos pequeñas bolitas de plata negra! En la zona de abajo, en la platea, estaba la baronesa Anna von Wertenschlag, otra Anna, claro que una Anna muy muy distinta. Del sombrero de la baronesa caían hacia atrás varias plumas largas y lánguidas, como pájaros muertos. Temblequeaban, como si hubieran percibido un callado, indecible, dolor humano. La dama, con un vestido de un negro intenso que en la parte de abajo tenía una cantidad de vuelo y de pliegues imponentes y ocupaba el sitio de tres o cuatro personas, estaba sentada entre dos caballeros jóvenes, pero con entero aspecto de poco peligrosos. Ella parecía sumida en sus pensamientos. Ahí volvió a levantarse el telón, y empezó el bisbiseo de una divertida pieza de camareras. Lo que se desarrollaba sobre el escenario era que una señora burguesa venida a más tenía que besarle la mano a una noble venida a menos que se la tendía estirada con mucha distinción y displicencia, puesto que así lo requerían las buenas maneras de toda la vida. Luego, en cambio, en cuanto desaparecía la noble, la burguesa se ponía a despotricar, y obviamente no sin razón, y escupía con desprecio sobre la alfombra del salón de recepciones de la condesa. Este comportamiento desencadenó una carcajada de simpatía que se oyó como una tormenta en el paraíso. Uno incluso exclamó «bravo» (sería algún republicano y enemigo de la nobleza). Desde las regiones de abajo se volvió hacia arriba algún que otro rostro asombrado y un tanto indignado, a ver dónde estaba ese espontáneo de la plebe cuyo clamor resultaba tan poco adecuado y tan escandaloso. Claro que más le habría valido al público de abajo contenerse la indignación un poco, pues al instante siguiente se demostró que también entre ellos había espontáneos fastidiosos. Sale a escena el director de la obra, haciendo de marido, y uno de los estudiantes vestidos de fábula y sentados tan en primera fila que casi dan con la nariz en la rampa le suelta una broma. Brotan las risas, y se da por hecho, todos tan contentos, que la cortesía impondrá al artista reaccionar con una sonrisa. Pues de eso nada: el director, con la cara encarnada de rabia y el temblor del más profundo disgusto en la voz, se dirige al público con el siguiente discurso, acompañado de los gestos de desprecio que siguen:

Damas y caballeros (¿Qué pretende? ¿Qué le ha dado? ¿Qué está pasando ahí abajo?, pensamos los elevados moradores del paraíso): Acaban ustedes de escuchar cómo se me ha ofendido. Si, por una parte, no se tratara de una panda de muchachos inmaduros (el paraíso entero estira el cuello para asomarse) y si, por otro lado, no hubiera gente respetable presente, como la que veo, cabeza con cabeza, sentados en el paraíso, no quiero ni pensar en qué habría pasado de haber sido un tigre, pues es como simple ser humano y me bajaba de un salto al patio de butacas a emprenderla a bofetadas con todos esos miserables en fila hasta mandarlos al último de los infiernos. He visto muchas cosas y aguantado muchas cosas en mi profesión de artista, pero que, a estas alturas, que soy ya un hombre mayor y me acerco al final de mi trayectoria, me escupa un joven mono... Discúlpenme...

Y siguió con la función. En toda mi vida he vuelto a presenciar que nadie fuera capaz de reprimir la rabia de un modo tan magnífico y al mismo tiempo tan sincero. En el teatro entero se hizo un silencio sepulcral. Habría podido jurar que se oían latir los corazones de los espectadores. Poco a poco, se fue olvidando el desafortunado arrebato. Al parecer, el estudiante sospechoso se levantó sin hacer ruido y puso pies en polvorosa, para lo cual no le faltaban motivos, claro está. El pecho de Anna se había puesto a subir y bajar de excitación; ahora sonreía. La obra era inofensiva, muy vienesa, una pieza sólida, tradicional y a prueba de todo. Como si brotara de un surtidor fue apareciendo en escena todo un surtido de jovencitas que buscaban marido y, al final, como ya se suponía, también conseguían uno todas. Apuestos oficinistas se paseaban como marajás, con sus sombreros de verano y sus bastones de paseo en ristre, y hacían gala de modales empalagosos y palabras muy escogidas. Un húsar, con sus típicos pantalones con goma bajo la planta de los pies para que no se salgan de las magníficas botas, se daba muchos aires. Tan pronto se desarrollaba la acción en un jardín como en un cuartucho humilde, en una carretera comarcal o en un gabinete de una casa elegantísima. Para mostrarle nuestros respetos al director, le dedicamos aplausos bien sonoros; fue una tontería y también algo un tanto burdo, pero parece ser que al mimo le halagó de todas formas. Después de todo, esa gente sabe distinguir y tiene sus propias ideas. Luego volvió a haber un descanso, y de nuevo fue como si la música me diera un golpe en la cabeza, porque se me abrió la boca sola para escuchar. Anna, la muchacha, se puso a parlotear sobre las costumbres de sus señores, dando preferencia a las cosas ridículas, claro, y yo solo prestaba oídos a la música y, solo a medias, en algún momento, a su parloteo. Volvió a subir el calor y a manifestarse en las frentes y bajo las axilas. Los camareros recogieron las jarras de...



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