E-Book, Spanisch, Band 541, 412 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Watson El frágil vuelo de los pájaros
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-10183-49-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 541, 412 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-10183-49-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
UN RETRATO ABSORBENTE SOBRE LA CAPACIDAD DE RESISTENCIA «Por la energía de sus personajes y el ritmo de la narración, con un equilibrio elegantemente controlado, [...] conmovedor, pero sin sentimentalismos, merece toda nuestra atención». The Independent «Divertida, desgarradora y completamente real: los personajes permanecen en tu imaginación mucho después de haber terminado de leerla».Jurado del Costa Award «Todo cambió después de que Mama encontrase a Padre con otra mujer. Mama, mi hermano Ezikiel, de catorce años y yo nos vimos obligados a dejar nuestro piso en Lagos, que tenía un aire acondicionado tan eficaz que a veces nos daba frío, y mudarnos a Warri, el poblado de mi abuelo Alhaji, donde no había electricidad. Alhaji era el cabeza de familia en el recinto y nos convirtió a todos en musulmanes. Pero, en realidad, era Abuela la que mandaba en ese mundo». El frágil vuelo de los pájaros -divertida, desgarradora y completamente real, según el jurado que le concedió el prestigioso Premio Costa- es la historia de Blessing, una niña nigeriana de doce años, contada por ella misma a su propia hija; una historia de cómo algunas familias pueden sobrevivir a un mundo dominado por la violencia y las tensiones políticas, donde la superstición contradice a la sabiduría; un mundo, en fin, plagado de matices, en el que se lucha no solo por la supervivencia, sino por la dignidad.
Christie Watson (Stevenage, Hertfordshire, Reino Unido) se formó como enfermera pediátrica en el Hospital Great Ormond Street de Londres, y trabajó como enfermera, docente y enfermera jefe durante diez años, antes de matricularse en la Universidad de East Anglia para cursar un máster en Escritura Creativa. Allí ganó la Beca Malcolm Bradbury. El frágil vuelo de los pájaros, su primera novela, fue galardonada con el prestigioso Costa First Novel Award 2011; además de cosechar un gran éxito de crítica y ventas en Reino Unido, Estados Unidos y Nigeria, será publicada en breve en distintos idiomas.Christie Watson vive en el sur de Londres con su compañero -nigeriano y musulmán- y su hija, y ultima su segunda novela mientras sigue trabajando como enfermera.
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Uno
Padre tenía la voz fuerte. Su voz entraba en una habitación antes de que lo hiciese él. Desde la ventana de mi dormitorio podía oírle cuando estaba sentado en el amplio jardín, o cuando paseaba hasta el aparcamiento repleto de Mercedes, o cuando se quedaba de pie junto a la garita del guardia de seguridad, o frente a la verja delantera. Cada fin de semana colgaban de la verja carteles diferentes:
Prohibida la venta ambulante Solo se permiten vendedores ambulantes si los llaman los vecinos Prohibido hacer barbacoa en el jardín No se admiten visitas durante la noche: recuerden, los amigos también pueden ser ladrones armados
Y, en una ocasión, hasta que Mama vio el letrero e hizo que Padre lo quitase después de reírse tan fuerte que las paredes temblaron, se leyó:
Se prohíbe mantener actividad sexual o defecar en el jardín
Vivíamos en Allen Avenue, en el barrio de Ikeja, en el cuarto piso de un edificio de apartamentos con recinto privado, llamado Hogares para Ejecutivos Vida Mejor. Me encantaba mirar la calle desde mi ventana, a los vendedores allá afuera, recorriendo la avenida arriba y abajo, con cubos, cestas y bandejas de colores brillantes en equilibrio sobre sus cabezas. Siempre estaban gritando: «Chin-chin, chin-chin», o «Chancletas», o «Pilas», o «Aguardiente». Todos los días, sin importar cuántos días me asomase a la ventana a lo largo de mis doce años, estaban vendiendo algo que no había visto antes: calzadores, ropa interior marca St Michael, revistas Hello! de importación. Me encantaba observar a las mujeres apiñadas bajo las sombrillas, con las piernas asomando por debajo como si fuesen ñames gruesos. O a los hombres con oro amarillo alrededor del cuello, sentados sobre el capó de sus BMW, y las chicas que llevaban ropa de estilo occidental rondándoles como estrellas alrededor de la luna. Las mujeres iban a las boutiques, y los hombres estaban todo el día entrando y saliendo de los bares y los restaurantes chinos, siempre con una mano en el bolsillo, lista para sacar algún otro naira.1 De vez en cuando, Mama entraba con prisas y me apartaba de mi asiento junto a la ventana, la abría de par en par para que saliese el aire frío y entrasen el calor y los olores del mercado cercano, el alcantarillado abierto, el pescado fresco, la carne cruda, akara, puff-puff y suya. Los olores me daban náuseas y hambre al mismo tiempo. —No mires a esos hombres —decía Mama—. Ojalá fuesen a gastar su dinero a alguna otra parte. Pero no había otra parte. Allen Avenue era la calle más lujosa de Ikeja, donde estaba la mayoría de las tiendas. Si tenías dinero, Allen Avenue era el lugar donde lo gastabas. Y si eras incluso más rico, como nosotros, además vivías allí. En Allen Avenue todas las casas o pisos tenían generador. El zumbido que provocaba era constante, día y noche. En las calles de alrededor no había electricidad, la gente se iba a la cama en cuanto anochecía y, según mi hermano Ezikiel, tenía demasiados bebés. Pero Allen Avenue estaba intensamente iluminada. La gente dejaba las televisiones y radios encendidas toda la noche, para demostrar cuánto dinero podían permitirse derrochar. —¡Eh, eh, tú! Necesito pastillas de jabón. —Jabón de la mejor calidad. Antigérmenes. Muy refinado, bueno para la piel. Te suavizará y relajará, Mama. Jabón muy famoso. Importado de los Estados Unidos. Mama hizo gestos con la mano arriba y abajo mientras aquella mujer alta, con una palangana de plástico azul y blanco llena de pastillas de jabón, caminaba despacio hacia la verja de seguridad. No se dio prisa. Nadie lo hacía. Ni siquiera cuando los demás vendedores ambulantes se dieron cuenta de que Mama estaba comprando jabón. Que tenía dinero para gastar. Levantaron la vista hacia la ventana y gritaron anunciando lo que llevaban en sus cubos, cestas o bandejas: naranjas, agua mineral, carne de caza o de animales silvestres, relojes despertadores, enaguas, bolsos de Gucci. Pero desde donde yo estaba sentada no necesitaba que gritasen. Podía verlo todo.
Padre trabajaba como contable en un despacho lleno de ministros del Gobierno en el centro de Lagos, y tenía que salir de casa por la mañana muy temprano para evitar lo peor del atasco. Ezikiel se levantaba más pronto de lo necesario para ver a Padre antes de que se marchase a trabajar, aunque tuviese catorce años y no le gustase madrugar. Le encantaba sentarse en el lado de la cama de Padre, junto a su ropa de trabajo cuidadosamente extendida, y observarle mientras se vestía, pasarle la corbata, los gemelos y el reloj de pulsera. Mama chasqueaba la lengua con fuerza, en señal de desaprobación, sobre su almohada, antes de sacar sus piernas largas de la cama mientras Padre silbaba y le tomaba el pelo. —Es como dormir al lado de un puñado de agujas —decía—, afilada y huesuda, dándome codazos por la noche. Entonces Mama chasqueaba la lengua incluso con más fuerza, y a veces se pasaba la lengua por los dientes. Desayunábamos todos juntos. Padre tomaba Solo Comida Caliente, pero tibia, lo que hacía que su norma en cuanto a Solo Comida Caliente pareciese una tontería. Ezikiel y yo tomábamos cereales, o panecillos con mermelada que Mama robaba en su trabajo en el Hotel Royal Imperial. Después de ponerse el uniforme de trabajo, que eran una falda azul marino y una blusa blanca, y pintarse los labios con un pincel diminuto, Mama preparaba el café para Padre, extradulce con leche condensada y caliente. Después besaba a Padre en la boca. En ocasiones lo hacía dos veces. Tras besar a Mama, Padre tenía el mismo color rojo en los labios y nos hacía reír fingiendo voz de chica. Padre era quien se reía más fuerte. Siempre se reía durante el desayuno, hasta que tomaba un bocado de comida, o hasta que nuestro vecino, que no empezaba a trabajar hasta las nueve, golpeaba la pared con los nudillos. Después de que Padre y Mama se fuesen a trabajar, Ezikiel y yo nos íbamos paseando hasta la Escuela Internacional para Futuros Líderes, donde el suelo estaba tan reluciente que podía verme reflejada en él. A mi mejor amiga, Habibat, y a mí nos gustaba sentarnos junto a la fuente a la hora de comer, y quitarnos los zapatos y los calcetines, para meter los pies en el agua fría. A Ezikiel le gustaban los clubs y asociaciones: asociación de ajedrez, club de latín, club de ciencias. Pero a ambos nos gustaba la escuela. Nos gustaban los suelos de mármol, el fresco aire acondicionado y el terreno de juego, amplio, que parecía extenderse sin fin. Fuera era casi de noche cuando Padre llegó a casa. Mi ventana estaba cerrada, el aire acondicionado encendido a la máxima potencia, pero, aun así, pude oír sus pasos, la llave en la cerradura, y cómo cerró la puerta de golpe. Ezikiel se levantó de un salto desde el lugar en que estaba leyendo sobre mi cama, dejando caer su libro de texto al suelo, donde se abrió por una página en la que se veía la foto de un hombre sin piel que enseñaba las entrañas, con unas flechas que señalaban las diferentes partes en su interior: colon descendente, duodeno, hígado. Los pasos de Padre provocaron un ruido sordo por el pasillo antes de que la puerta se abriese de golpe. —Chicos, ¿dónde estáis? ¿Dónde estáis, gamberros? Mama detestaba que Padre nos llamase chicos. Padre se aflojó la corbata mientras Ezikiel y yo nos acercábamos corriendo y le seguíamos hacia el salón. —Quedé el primero en la prueba de ortografía, y el profesor dijo que soy el mejor en latín. El mejor que ha tenido jamás. —Ezikiel se quedó sin aliento por hablar demasiado deprisa. Se le habían ensanchado las ventanas de la nariz. Me acerqué más a la espalda de Ezikiel. Aunque era solo dos años mayor que yo ya me pasaba toda una cabeza. Mis ojos llegaban a la altura de la parte huesuda al final de su cuello. No pude ver cómo se arrodillaba Padre, pero sabía que lo había hecho. Se ponía de rodillas todos los días para que pudiésemos subirnos a sus hombros, uno en cada hombro, y nos levantaba hasta el techo, lanzándonos al aire. Siempre estaba de buen humor nada más llegar a casa. Padre se levantó despacio, aparentando tambalearse, y casi dejándonos caer, pero yo sabía lo fuerte que era. Ezikiel me había contado que había visto a Padre levantar el coche con una sola mano, para que Zafi, nuestro chófer, pudiese cambiar la rueda. Nos reímos y reímos sobre los hombros de Padre, haciéndole cosquillas detrás de las orejas. La risa voló por la habitación como un mosquito hambriento. Mi propia risa me sonaba fuerte. Apenas pude oír a Mama. —Bájalos, por el amor de Dios; ya no son bebés. ¡Te harás daño en la espalda! —Mama salió de su habitación en bata y con los ojos rojos—. ¡Es peligroso! A Mama nunca le gustó que nos sentásemos en los hombros de Padre, ni siquiera cuando éramos más pequeños. Decía que no le gustaba la idea de que nos cayésemos, de tener que agarrarnos, pero yo estaba segura de que no quería que viésemos la parte de arriba de su cabeza, donde se había estirado tanto el pelo que le quedaba una zona pelona, o que viésemos el estante más alto, donde guardaba un bote de regaliz y un álbum de fotos que se suponía que no podíamos ver. De repente, surgió el resuello de Ezikiel. Sonaba más fuerte que la televisión, donde estaban poniendo una película de...