West | La boda | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 501, 276 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

West La boda


1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-19419-46-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 501, 276 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-19419-46-0
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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Un clásico moderno. La obra maestra de la última gran figura del renacimiento de Harlem. Ambientada en el bucólico enclave de Martha's Vineyard en la década de 1950, La boda narra veinticuatro horas de la vida en el Óvalo, una orgullosa y cerrada comunidad insular compuesta por lo más selecto de la burguesía afroamericana de la costa este. Dentro de este exclusivo círculo, la prominente familia Coles se ha reunido para el enlace de su hija Shelby. Pero esta -como su hermana Liz antes que ella- está a punto de defraudar de nuevo las expectativas del clan, contraviniendo los más básicos principios de la educación recibida al elegir como marido a Mead Wyler -un músico de jazz, blanco y de Nueva York-, cuando perfectamente podría haber escogido a su pareja entre «toda una amplia gama de candidatos con la ocupación y el color de piel adecuados». Cuando Dorothy West publicó en 1995 su segunda novela tras casi medio siglo de silencio, esta se convirtió de inmediato en un hito en las letras estadounidenses del siglo XX. A través de un impecable tapiz de cinco generaciones -en el que pasado y presente, norte y sur, se entretejen con certeras reflexiones sobre la edad, la clase social, la raza y el género-, trazó un audaz y descarnado retrato de un territorio apenas frecuentado por la literatura de su país y que ella conoció de primera mano, logrando así un verdadero clásico moderno. «Cinemática y atemporal, con descripciones visuales y diálogos perfectos sobre la edad, la clase social, la raza y el género».  The Paris Review «Por difícil que parezca en un principio separar a Dorothy West, la superviviente y leyenda, de la autora, basta con leer la primera página de esta novela para saber que, sencillamente, estamos ante una gran escritora».  The New York Times «Dorothy West fue la última gran figura del movimiento artístico negro de los años veinte conocido como el Renacimiento de Harlem».  El País Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

Dorothy West (Boston, 1907-1998), amiga de Zora Neale Hurston y Langston Hughes, y otros destacados autores del Renacimiento de Harlem, fundó dos revistas clave para el desarrollo del movimiento: Challenge y New Challenge, donde durante la década de 1930 aparecieron trabajos seminales de figuras como Ralph Ellison o Richard Wright. Tras la publicación en 1948 de su ópera prima, The Living Is Easy, hubo que esperar cuarenta y siete años hasta la aparición de su segunda novela. La boda -unos de los últimos libros editados para el sello Doubleday por Jacqueline Kennedy Onassis- supuso un auténtico acontecimiento literario y un rotundo éxito de ventas, que llegaría incluso a conocer una adaptación televisiva.
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CAPÍTULO 1

Una mañana de finales de agosto, la mañana antes de la boda, el sol se elevó por encima de un mar en calma, sacó al Óvalo de su sopor amorfo y dotó a aquel círculo de casitas veraniegas de un contorno y unas proporciones precisas.

Hacía ya rato que los habitantes de la isla estaban en pie. Alguien tenía que repartir la leche a los veraneantes, abrir las tiendas para que gastasen en ellas a sus anchas, cortarles el césped y lavarles el coche: una serie infinita de tareas que, sobre todo en el Óvalo —cuya población era mayoritariamente de color y tendía a esperar un trato especial—, debían realizarse con exquisita cortesía.

El Óvalo era una superficie agreste de arbustos en flor y árboles espigados a la que en los mapas antiguos solía darse el nombre de Highland Park. El camino angosto y polvoriento que la circundaba recibía el nombre de Highland Avenue. Sin embargo, como ningún lugareño recordaba haber visto jamás un solo letrero donde figurasen esos nombres tan rimbombantes, hacía mucho que la zona había sido bautizada con la denominación que mejor se ajustaba a sus características.

Una docena larga de casitas formaban un círculo alrededor del parque. Algunas eran pequeñas y tenían fachadas sobrias; otras resultaban más grandes y majestuosas (a una de ellas, la de los Coles, la llamaban «mansión»), pero todas estaban adecentadas para el verano y situadas meticulosamente sobre unas franjas de césped inmaculadas.

Componían una especie de fortaleza o baluarte de la sociedad negra. Sus ocupantes se jactaban de tener o, mejor dicho, de que sus antepasados hubiesen tenido una segunda residencia allí desde los tiempos en que un grupo de personas de color, situadas algo por encima del rango de sirvientes, decidieran emprender el primer éxodo veraniego.

Aunque algunas personas que habían llegado después tenían también casitas en otras partes de aquella localidad costera —un puñado de residencias bastante vistosas en barrios considerados tradicionalmente blancos—, los ovalitas seguían siendo mayoría. Habían dejado de constituir una vanguardia para convertirse en la vieja guardia, y negar esa realidad era algo propio de resentidos.

Hasta el calificativo ovalitas había adquirido unas connotaciones por completo distintas a las que tenía en un principio. Quienes lo habían acuñado como un agravio hacía mucho ya que habían cejado en su empeño de destruir la sociedad del Óvalo y se habían largado de allí; y, con el tiempo y la entonación adecuada, aquel calificativo que en su día pretendió ser desdeñoso había quedado por fin bendecido.

La casa de los Coles dominaba el Óvalo. Con sus enormes porches acristalados, contra los cuales se habían estrellado infinidad de pájaros; con su salón de baile, cuyas sillitas doradas, que habían estado años colocadas alrededor de la pared, estaba ahora dispuestas para la boda junto a las sillas de la funeraria, alineadas también en perfecto orden; con sus amplias superficies de césped, que creaban una distancia casi feudal con las casitas de menor solera, era sin duda la joya del Óvalo.

A sus espaldas se extendían varias hectáreas de praderas pintorescas que en los tiempos gloriosos del primer propietario habían formado parte de la finca. Ahora, sin embargo, eran un espectacular telón de fondo para la vida en la residencia que, al bloquear el tráfico rodado en ese extremo de la isla, lo convertían en una suerte de callejón sin salida.

La única manera de entrar o salir del Óvalo era a través de un camino serpenteante y lleno de surcos. Cuando dos coches se encontraban en algún punto del recorrido, las matas que lo flanqueaban siempre obligaban a uno de ellos a dar marcha atrás; una maniobra bastante compleja que solía dejar infinidad de rayones en la parte trasera si el vehículo era grande y resbalaba en el barro.

Los ovalitas podrían haber recurrido a los cauces oficiales para solicitar al Ayuntamiento una salida más ancha a la autopista. Pero tener un acceso así de incómodo les permitía sentirse tan distinguidos como la gente verdaderamente ilustre —como los ricos y los poderosos de verdad—, que también vivía al otro lado de carreteras impracticables con el fin de disuadir a los curiosos.

Los Coles estaban bastante cerca de ser como sus homólogos: disponían de dinero, lo bastante para gastar sin demasiados miramientos y además ahorrar; tenían estudios universitarios; eran de buena familia; vivían a cuerpo de rey, y dos muchachas de lo más servicial se encargaban de atenderlos desde hacía mucho tiempo, lo cual probaba de manera fehaciente que tener criados no era para ellos ninguna novedad. Si Clark y Corinne no llevasen años acostándose juntos, ni siquiera sus hijas podrían haberles exigido un comportamiento más recatado.

Sus hijas eran Liz, la casada, y Shelby, la prometida. Las dos llamaban la atención por su belleza, pero Liz —la viva imagen de Nana de niña en esa foto coloreada que todavía conservaban— destacaba aún más si cabe gracias a la piel sonrosada, los cabellos dorados y los ojos azul grisáceo.

El hecho de que esta última se hubiese casado con un hombre negro y hubiese engendrado a una niña del mismo color que su padre había levantado ciertas suspicacias en el Óvalo. Aunque al menos había tenido la decencia de respetar una vieja tradición familiar, según la cual todos los hombres eran médicos natos, y había contraído matrimonio con un doctor en Medicina, título que siempre facilitaba las presentaciones y no requería ninguna explicación.

Nadie en el Óvalo comprendía, sin embargo, por qué Shelby, a quien no le habría costado lo más mínimo encontrar un buen partido entre los miembros de su propia raza, había decidido contraer matrimonio con alguien que ni pertenecía a ella ni se dedicaba a lo mismo que su padre y se había lanzado en brazos de un compositor de jazz —profesión vulgar donde las haya— sin oficio ni beneficio.

Entre el marido negro con el que Liz se había casado y el músico con el que Shelby estaba a punto de casarse había toda una amplia gama de candidatos con la ocupación y el color de piel adecuados. Porque el hecho de que las dos hermanas hubiesen defraudado tanto las expectativas con sus matrimonios era algo que contravenía los más básicos principios de la educación que habían recibido.

Pero, por muy obcecada que se hubiese mostrado Shelby a la hora de elegir a su marido, al menos había permitido que su madre la disuadiera de seguir los pasos de su hermana y fugarse con él. Su boda tendría lugar en el Óvalo, tal y como Corinne le había prometido a la señorita Adelaide Bannister una tarde esplendorosa cuando sus hijas no eran más que unas adolescentes. Addie, que apenas podía respirar a causa del aparatoso corsé que estrujaba y retorcía las carnes lacias de su magra constitución, se había quedado clavada a la silla del porche, donde el sol caía a plomo y la temperatura era asfixiante, mientras se abanicaba con una mano flácida cada vez que la brisa dejaba de soplar.

Aceptó una copa de brandi por sus propiedades medicinales, pero el calor, el corsé demasiado prieto y el alcohol acabaron por acelerarle el pulso, y la respiración se le agitó con una violencia que le causó una profunda angustia, porque lo último que deseaba esa mujer enclenque era caerse muerta delante de sus invitados. Se llevó la mano al corazón para evitar que se le desbocara y confesó a Corinne que su única ilusión era llegar a ver a Liz casada, pero no porque considerase a la hija mayor su favorita, sino porque no sabía si llegaría a vivir lo suficiente para ver a las dos vestidas de blanco.

Conmovida por esa confesión simple y funesta, y también por un martini muy seco, Corinne se dejó llevar por el sentimentalismo y se comprometió a celebrar la boda de Liz en el Óvalo. Así le ahorraría a Addie el agotador viaje hasta Nueva York, donde los sobresaltos de una ciudad nueva, caótica y llena de desconocidos podían llevársela por delante en cuanto pusiese un pie en Grand Central Station.

Desde el día de su nacimiento en Boston, el lugar más alejado de su casa hasta el que Addie se había desplazado era aquella isla situada en la costa de Massachusetts: un viaje corto y tranquilo en tren seguido de otro trayecto en barco aún más apacible. En invierno apenas tenía vida social y casi nunca salía de la residencia familiar de Cambridge, donde vivía envuelta en sucesivas capas de jerséis y batas para protegerse del frío penetrante que las estufas viejas y polvorientas de la planta baja no conseguían mitigar. Rodeada de antigüedades y decadencia, se dedicaba a hibernar hasta el verano y nunca visitaba las casas mejor acondicionadas de sus amigas; caminar en invierno era más de lo que su salud podía soportar, y su bolsillo no le permitía coger taxis ni comprar ropa adecuada.

Ahorraba todo el dinero y la energía que tenía para pasar el verano en el Óvalo, donde su vida social consistía en visitar a los viejos amigos y comprobar los cambios que habían experimentado los hijos de estos a lo largo del año. Todo su mundo estaba en el Óvalo y jamás aceptaba una sola invitación de una casa que no se encontrase allí.

Los días que le quedaban eran demasiado escasos para malgastarlos con recién llegados de orígenes dudosos, cuyas propiedades no siempre se habían adquirido de forma honrada. Cada año, Addie se preguntaba si llegaría a ver el final del calendario que el carbonero tenía por costumbre regalarle en Navidad. Sus padres habían fallecido antes de cumplir los cincuenta y estaba convencida de que había heredado...



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