E-Book, Spanisch, 224 Seiten
Wharton Francia combatiente
1. Auflage 2009
ISBN: 978-84-15130-89-5
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 224 Seiten
ISBN: 978-84-15130-89-5
Verlag: Editorial Impedimenta SL
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En 1914, año en que estalló la primera guerra mundial, Edith Wharton tenía cincuenta y dos años y gozaba de un tremendo prestigio como novelista. Desde 1910 residía en Francia, el país que más amaba. No es difícil imaginar, pues, el horror que supuso para ella la invasión de Francia por los alemanes. A principios de 1915 la Cruz Roja francesa le pidió que informara sobre las necesidades de los hospitales del frente. Lo que vio le hizo albergar la idea de narrar sus experiencias en una serie de artículos para la Scribners Magazine, que luego serían recopilados en el presente volumen. Era una época en que los corresponsales extranjeros estaban excluidos de la zona de combate. Pero nadie, por poderoso que fuera, era capaz de disuadir a Edith Wharton de su empeño, y de ese modo decidió abandonar su apartamento parisino para visitar, en seis apasionantes expediciones, el frente de batalla en que se decidía el destino de Europa, de Dunkerque a Belfort.
'La única muerte que temen los franceses no es la de las trincheras, sino la extinción de su ideal nacional.'
Edith Wharton
'La visión de Wharton sobre el espíritu francés es de una profunda exaltación.'
The New York Times
Edith Wharton nació en Nueva York en 1862. Su nombre de soltera era Edith Newbold Jones. Su familia era de clase alta, comparable a la aristocracia europea, y consecuentemente recibió una esmerada educación privada.
Weitere Infos & Material
En la carretera: una introducción
Yolanda Morató
La primera guerra mundial, el conflicto bélico que dio paso a la verdadera modernidad, ha quedado arrinconada a favor de la Segunda, retratada hasta la saciedad a través de memorias y testimonios sobre el Holocausto, bajo el prisma de vencedores y vencidos, de espías y de colaboradores. El mercado cinematográfico y el literario, pero también el género histórico, han sabido rentabilizar uno de los periodos más aterradores de un cercano siglo xx. Sin embargo, la intensidad y trascendencia de los cambios geopolíticos que se desarrollaron durante el periodo de la primera guerra mundial —desde el genocidio armenio (1915-1916) y la primera Batalla del Atlántico (1914-1918) hasta la Revolución rusa (1917) y la gripe de 1918— forjaron una nueva imagen del mundo en la mente colectiva. Hasta entonces, y aunque hoy nos parezca un contrasentido, la guerra tenía sus reglas, unas reglas que todo país «civilizado» debía respetar. Los avances científicos y tecnológicos cambiaron el paisaje e introdujeron las primeras amenazas químicas. Los nacionalismos, tan a flor de piel, se exacerbaron ante lo que pronto se convirtió en una guerra de posiciones. En la Francia de la primera guerra mundial, los testimonios de los «écrivains combattants» (Georges Duhamel, Pierre Mac Orlan, Blaise Cendrars) ganaron terreno a los de aquellos que se negaban a cumplir con el servicio a la patria. No así en los países anglosajones, donde los testimonios de uno y otro lado eran igualmente significativos, aunque es cierto que en un principio hasta los más críticos exaltaron los valores del imperio. Poetas patrióticos como Rupert Brooke convivieron con la ácida crítica de autores como Wilfred Owen y Sigfried Sassoon en las trincheras, o Lytton Strachey y Clive Bell en el cómodo Bloomsbury desde el que ejercieron su pacifismo. De hecho, tanto Brooke como Sassoon se relacionaron con los miembros más notables de este grupo y ambos recibieron las alabanzas de las élites. Hay que esperar un par de años para que la literatura comience a plasmar una batalla de desengaños. La tetralogía de Ford Maddox Ford, El final del desfile, es un buen ejemplo de ello pero la primera parte no se publica hasta 1924. A pesar de que el género de la novela había ido ganando posiciones a lo largo del siglo xix, durante la Gran Guerra los ingleses recurren en gran medida a las formas artísticas más visuales: la poesía y la pintura. Mientras que las revistas de la época recogen muchos de los poemas que los soldados enviaban desde las trincheras, el Ministerio de la Guerra inglés acumula honores con el regimiento de los «Artists’ Riffles» y el de Información administra un esquema para pintores en el frente, con el que manda a sus mejores artistas a retratar el conflicto desde su lado más vivo.[1] Pero, ¿y en el caso de las mujeres? La literatura escrita por mujeres (ya en esta época resulta erróneo e inapropiado hablar de literatura femenina) se bifurca en distintas direcciones que tienden a perderse en alusiones difusas y citas incompletas. De hecho, de entre el gran número de mujeres que padeció las dos guerras mundiales, solo Virginia Woolf y Gertrude Stein, que vivieron a salvo el conflicto y en una posición social acomodada, ocupan hoy lugares privilegiados en la Literatura. Mujeres que, como sabemos, se doblegaron a los favores de los poderosos: Woolf consiguió que sus hermanos se salvaran del alistamiento de la primera guerra mundial gracias a sus contactos con el político Philip Morrell y el economista Maynard Keynes; Stein, como puso de manifiesto Janet Malcolm hace un par de años, pudo resistir la ocupación alemana durante el París de la Segunda, aún siendo judía y lesbiana, porque se refugió en los favores de un colaborador francés, Bernard Faÿ, quien, paradojas de la vida, era monárquico, católico y antisemita.[2] En cuanto nos apartamos de las autoras del canon, el lugar e importancia de las escritoras de la época comienzan a diluirse. La mayoría de los estudios sobre poesía de la primera guerra mundial recoge poemas de autoras como Charlotte Mew, Vera Britain, Eleanor Farjeon y Rose Macaulay, pero las caracteriza como viudas y hermanas de difuntos. También ha sido necesario superar el trinomio representado por los estereotipos de enfermeras/ señoras de salón/ flappers que ha caricaturizado a muchas mujeres. Hoy tenemos la suerte —palabra tras la que siempre se ocultan incontables horas de trabajo, de tesón y, cómo no, de apuestas personales— de participar en una revisión literaria e histórica más que necesaria, de limpiarle el polvo al canon, de contar algunas cosas que las posguerras suelen guardar en el armario. Han tenido que pasar décadas para que escritoras como Rebecca West (que fue una de las primeras mujeres europeas que publicó en una revista de vanguardia, la inglesa Blast) experimentara un merecido éxito de ventas comparable al de sus coetáneos con la impresionante novela El regreso del soldado (1918). Es en esta línea de mujer viajera y cronista donde debemos situar las narraciones de la norteamericana Edith Wharton (de soltera, Edith Newbold Jones; 1862-1937).[3] A Wharton, educada en casa como la mayoría de las mujeres de la época que gozaban de una elevada posición, la distinguió siempre su afán cosmopolita, que la llevó a cruzar el charco en más de medio centenar de ocasiones. A raíz de un viaje a la Toscana en 1894 y de un hallazgo —descubre que un grupo de esculturas realizadas en terracota no son del siglo xvii sino del xvi y modifica su atribución— la autora comienza a interesarse por la arquitectura y la ornamentación italianas. Tras identificar estas figuras con la escuela de della Robbia, publica su descubrimiento en un artículo, «A Tuscan Shrine», en la conocida revista Scribner’s (enero de 1895), y ya a comienzos del siglo xx aparecen sus libros Italian Villas and Their Gardens (1904) e Italian Backgrounds (1905). A finales de esa misma década pone sus ojos en el país galo, donde fija su residencia en 1907 y comienza a escribir libros independientes en el tiempo —la Gran Guerra se le cruza en el camino— pero con cierta unidad en sus temas, como A Motor-flight Through France (1908), Fighting France: From Dunkerque to Belport (Francia combatiente, 1915) y French Ways and Their Meaning (1919), y la novela corta The Marne (1918). La relación que Wharton mantiene con Francia está marcada desde su juventud. Con 19 años viaja por primera vez al sur del país con su familia y solo un año más tarde su padre fallece en Cannes. Aunque, sin duda, la experiencia de la guerra marca su visión del país que ha elegido como segundo hogar. Un hecho que distingue a Wharton de otras mujeres de la alta sociedad fue su utilización de contactos para, en lugar de alejarse de lugares de conflicto, acercarse a ellos todo lo que le resultó posible, tanto psicológica como físicamente. El estallido de la primera guerra mundial la sorprendió en su residencia de la Rue de Varenne, una conocida calle parisina de mansiones ubicada en el prestigioso distrito VII. Tras varias gestiones con el gobierno francés, consiguió los permisos necesarios para circular por el frente, que recorrió en automóvil y cuyos testimonios leemos en los capítulos de Fighting France (1915). La dificultad de la hazaña, además de su lado más burocrático, la resume ella misma en una irónica frase: «Hubo un momento en que parecía que hasta los pensamientos más íntimos debían obtener ese inalcanzable visado» (p. 19).[4] La internacionalización del conflicto es una de las claves para comprender esta nueva concepción del mundo en que se disuelven imperios, se fracturan países y se crean fronteras. En la época de la que datan algunos de sus ensayos, Wharton estaba leyendo el borrador de Internationalities, título provisional del análisis sociopolítico de otro expatriado, Morton Fullerton, y que acabaría llamándose Problems of Power (1913).[5] En él, Fullerton recurría a la impactante cita de Bossuet: «Cuando Dios se lo lleva todo por delante es que se está preparando para escribir». Y eso es lo que hizo una gran parte de los que se encontraban allí, escribir como única manera de seguir viviendo. La colección de ensayos que integra este libro, perteneciente al género que los anglosajones denominan «personal narratives», es, como decimos, casi un diario de viaje, pero no hay que perder de vista que Wharton escribe para contar más que para contarse. Y para ello, la edición original se acompaña de doce ilustraciones que muestran la crudeza de los bombardeos: ruinas y hermosas casas de piedra reducidas a escombros en las calles desiertas, trincheras abiertas en la tierra y sacos de arena jugando a ser altos muros. Las descripciones de Wharton constituyen una magnífica y minuciosa crónica de lo que estaba sucediendo en París pero también en otras regiones francesas. Ya...