E-Book, Spanisch, Band 190, 372 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Wong Cuando la tierra se vuelve de plata
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-9841-604-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 190, 372 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-9841-604-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
¿Qué pasaría si el amor de tu vida estuviera también predestinado a destruirla? A comienzos del siglo XX, en Nueva Zelanda, numerosos inmigrantes se establecieron en el bullicioso barrio chino de Wellington, donde los hermanos Yung y Shun se ganan la vida para poder mantener a sus familiares en China. Todos deben adaptarse si quieren sobrevivir y prosperar en su nuevo lugar adoptivo. Mientras, en la otra parte de la ciudad, Katherine McKechnie lucha por criar a sus hijos tras la muerte de su esposo Donald, un estridente periodista ultraconservador, idolatrado por su rebelde hijo adolescente Robbie y que tenía aterrorizada a toda la familia. Cuando Katherine conoce a Yung, se siente conmovida por su generosidad. Pronto inician una relación clandestina que Robbie no puede soportar. En vísperas de la I Guerra Mundial, mientras miles de jóvenes son arrastrados por una oleada de patriotismo, Robbie se apropia del honor de la familia. Y al hacerlo, coloca a su madre en el corazón de una tragedia que afectará a todos y a todo lo que resulta querido para ella... Una inolvidable historia de amor. Una novela sobre la lucha contra el racismo y los orígenes del feminismo.
Alison Wong (Hawkes Bay, 1960) nació y creció en Nueva Zelanda, en una familia de origen chino cuyos antepasados llegaron a finales del siglo XIX desde la provincia de Cantón. Estudió Matemáticas y Escritura creativa en la universidad neozelandesa Victoria, en Wellington. Vivió varios años en China y trabajó como analista en el ámbito de las tecnologías de la información. Actualmente reside en Geelong, Victoria (Australia), aunque viaja con regularidad a Nueva Zelanda. En el ámbito literario, Alison Wong ya era conocida como poeta.
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Tierra de maoríes
En ocasiones, bajo el peso, bajo la forma de las expectativas de su hermano, Yung se sentía muerto de cansancio. Se quedó frente a las tinas de lavar, fuera, detrás de la tienda, y se miró fijamente las manos manchadas de rojo. Sacó del agua la última remolacha, hundió el cuchillo con rapidez, una, dos veces; miró cómo las hojas, con sus finos tallos rojos, el largo extremo de la raíz, delgado como la cola de una rata mojada, caían en el cajón de madera. Después lanzó la remolacha recortada sobre las demás, llevó el bol esmaltado al lavadero y lo volcó encima de la masa rojo púrpura en el caldero para lavar. El agua tardaría media hora en hervir, y después una hora más, hasta que gusanos, escarabajos y arañas decoloradas flotasen lentamente en la superficie del agua roja y sucia. Regresó y limpió las tinas, volcó medio saco de zanahorias, las cubrió con agua, sacó la escobilla y la empujó abajo y arriba sobre las verduras, barriendo, haciendo que diesen volteretas para limpiarlas en el líquido cada vez más turbio. Pudo sentir cómo se le formaba una capa de sudor en la frente, la humedad de su camiseta blanca, su camisa, bajo los brazos. Dejó de agarrar la escobilla con tanta fuerza, relajó los brazos un momento, después volvió a moverla hacia abajo. Antes tenía las manos delicadas, manos que sólo conocían el pincel del calígrafo, el sonido rechinante de la barrita de tinta al tocar el agua. Todavía las tenía suaves, pálidas, no agrietadas y morenas como las de su hermano mayor, pero ahora se le habían formado callos en las palmas, en las almohadillas carnosas bajo los dedos. Se acordó de la primera vez que hizo esto, el rítmico movimiento de empujar y tirar, madera y cepillo, el escozor en su piel al frotar, replegándose sobre sí misma. Quitó los tapones, observó cómo el agua en movimiento, siendo arrastrada, retrocedía mientras las cañerías se vaciaban sobre la plataforma de cemento. Cogió las zanahorias limpias, las dejó caer en una cesta de bambú, volcó en las tinas las que quedaban en el saco y volvió a llenarlas de agua. ¿Cuántos años llevaba aquí cociendo remolacha, lavando zanahorias y recortando repollos y coliflores? ¿Ocho? ¿Nueve? Casi diez años. De pie en la cubierta del Wakatipu, mientras se abría paso en el puerto, le impresionó el paisaje. Arcilla grisácea y roca donde los seres humanos habían logrado afianzarse. Donde habían tratado de anclarse, con sus chozas de madera y caminos de macadán desde las tierras antárticas del sur. Colinas densas con arbustos y follaje encrespado que caen sobre las bahías. Barcos cargados de carbón o troncos desde la costa oeste, o cargamentos de personas desde Sydney. Wellington: una ciudad hecha de madera, polvo, viento. Shun Goh le contó que el gweilo le dio a esta tierra un nombre extraño, místico. El nombre de la gente de piel morena, la gente de esta tierra. Dijo que los maoríes estaban muriendo. En cincuenta años habrían acabado con ellos, del mismo modo en que un pañuelo blanco limpia el sudor de la cara. Se convertirían en una historia que pasa de madres a hijos, como los pájaros gigantes de los que habían oído hablar. Pájaros temibles que no podían volar. Moa, decía la gente, como un lamento... Maorí... su ausencia, una desolación. En aquellos primeros años Yung pensaba estar viendo a un maorí, pero el hombre que vendía conejos puerta a puerta resultó ser asirio. Y el que vendía verduras era hindú. Toda la gente de piel morena era eso... asiria o hindú... la gente que vivía en Haining Street. Durante meses, años, vio maoríes, de estatus y aspecto tan variado como los gweilo. Cuando el Duque y la Duquesa gweilo vinieron de visita, los Tongyan adornaron un arco enorme con banderas, frente a la tienda de Chow Fong, en Manners Street. «Ciudadanos Chinos. Bienvenidos», podía leerse. Todo el mundo se puso en fila a lo largo del recorrido: gweilo, Tongyan, maoríes. –¿Quiénes estos maolís? –le preguntó Yung a la señora Paterson, de la panadería de al lado, refiriéndose a la gente altiva con magníficas chisteras gweilo, trajes negros bien planchados y relojes con cadenas de oro, que vio dar la bienvenida a la realeza gweilo, los grupos que a veces veía cerca del Parlamento. –Son de arriba, del norte –contestó la señora Paterson–. Han venido a hacerle una petición al gobierno. –¿Qué es «petición»? –preguntó Yung. –Quieren que les devuelvan sus tierras –explicó ella, y después le preguntó el precio de las patatas. A veces Yung veía a gente maorí, pescadores o vendedores ambulantes de boniatos y berros. Vestían con ropas de espíritus viejos y botas pesadas, o iban envueltos con una manta del ejército que se ataban a la cintura con cuerda o con un cinturón, en ocasiones incluso llevaban una manta sobre los hombros. Pero fuera cual fuese su posición nunca le insultaban ni le tiraban de la trenza. Le sonreían, sujetando un cigarrillo, como si fuese un hermano. La primera vez que los vio, Yung se giró hacia Shun, buscando una señal. Pero su hermano no le devolvió una sonrisa. –Ten cuidado –le dijo–. Ten el corazón pequeño. Yung observó los dientes manchados de tabaco, las marcas azules y verdes grabadas por todas partes en sus rostros morenos. Uno de los hombres era joven, tal vez de su misma edad, y lucía una barba descuidada que en parte le ocultaba los tatuajes. Yung le miró a los ojos y sonrió, sólo con las comisuras de los labios, después siguió a su hermano, sin estar muy seguro de qué debería hacer. Yung sumergió la escobilla en el agua marrón. Había pasado casi una década, y apenas había hablado con algún maorí. Tal vez se había dado un golpecito en el sombrero, con orgullo, al pasar una señora mayor... del modo en que había visto cómo los hombresespíritus se encontraban, saludaban y pasaban junto a sus mujeres... o le había sonreído a algún maorí para saludarlo. Sólo en una ocasión entró uno en la tienda. El rostro del hombre estaba completamente tatuado y se erguía muy recto y con tanta dignidad, con su chistera y traje negro bien planchado, con un pañuelo blanco cuidadosamente doblado en el bolsillo de la chaqueta, que Yung se quedó sin palabras. Se lo pudo imaginar saludando desde un automóvil negro, reluciente, mientras la multitud flanqueaba el desfile. El hombre saludó con la cabeza, ligeramente. –Buenas tardes –dijo. –Buenas taldes, señol. El hombre sonrió, con el destello de un diente de oro. Miró las fresas y las uvas. Sólo quiere la mejor fruta, pensó Yung. La más cara. –Flesas están madulas. No buenas –habló él–. Uva mejol calidad. Muy dulse –dio unos pasos hacia delante, escogió el mejor racimo... cada uva era gruesa, jugosa, color púrpura oscuro–. Po favol, pluebe –ofreció, levantando el racimo. El hombre cogió una uva y se la metió en la boca con delicadeza. Volvió a sonreír. –Muy buena –contestó–. Me llevaré dos racimos –después volvió a echar un vistazo a su alrededor–. ¿Cómo está la piña? Yung se acercó una piña a la nariz y la olfateó. Tiró con suavidad de una de las hojas interiores, después volvió a colocar la piña en el montón. Cogió otra, la olió y tiró de una hoja, que se desprendió. –Buena piña –afirmó–. Madula y dulse. Cuando le entregó la fruta empaquetada, el hombre le dio las gracias. –Buena suelte –respondió Yung. El hombre lo miró con expresión socarrona. –Su tiela –apuntó Yung. –Sí –contestó el hombre. Casi se hicieron una reverencia mutua antes de que el hombre se marchase en dirección sur. ¿Qué gweilo le había tratado nunca de forma tan respetuosa? ¿Cuántos siquiera le habían mirado a los ojos? Todos los días trabajaba en la tienda. Todos los días, menos los domingos, los espíritus blancos entraban y salían. Les daba verduras envueltas en papel de periódico o bolsas de papel llenas de fruta. Dejaban el dinero sobre el mostrador de madera y él les devolvía el cambio. Buenos días. Buenos días. Quería conversar. Quería entender. ¿Pero cómo hablar? Su inglés estaba mejorando. ¿Pero cuántos clientes invitaban de verdad a su conversación atrancada? Los domingos y otras tardes y noches en las que su hermano le daba tiempo libre se iba a casa de alguien del clan... a otra tienda de frutas y verduras, o lavandería... o paseaba por Haining Street, Taranaki, Frederick o Tory. A la zona la llamaban Tongyangai... la calle de los chinos, donde vivía la gente de la dinastía Tong. En una tienda, o casa de comidas, o antro de juegos, o incluso en la calle, una tarde cálida de verano, se juntaban para chismorrear y beber té. Su mejor amigo, Ng Fong-man, su primo Gok-nam2, todo el mundo estaría allí. Todo el mundo excepto las mujeres. Mujeres chinas, esposas. Incluso cuando iba de visita a las verdulerías, lavanderías, las huertas, mientras conseguía apoyo y donaciones para la Revolución, ¿cuántas mujeres veía? ¿Quién podía permitirse el pasaje y el impuesto comunitario? Yung cerró los ojos. Trató de recordar el rostro de...