Zannoni | Mis estúpidas ideas | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 224 Seiten

Zannoni Mis estúpidas ideas


1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-126639-6-9
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 224 Seiten

ISBN: 978-84-126639-6-9
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Premio Campiello Premio Bagutta Opera Prima Premio Salerno letteratura Premio Severino Cesari He aquí la larga y atribulada vida de una comadreja, contada de su puño y letra. Nacido en la pobreza, huérfano de padre e hijo de familia numerosa, el joven Archy conoce pronto la dura ley del reino animal. Tras quedar cojo a causa de una caída, incapaz de cazar y valerse en un bosque lleno de peligros, su madre no duda en intercambiarlo por una gallina y media. A partir de entonces, Archy vivirá al servicio de Solomon el usurero, un zorro anciano y temible que le descubre la palabra de Dios y le enseña a leer y escribir. Este saber secreto lo convierte en un milagro de la biología, pero también en un bicho raro que no encaja en ninguna parte. ¿Cómo conciliar sus instintos más salvajes con sus acuciantes dilemas éticos, propios de un humano? ¿Sus ansias de libertad y trascendencia con su afán de ser un animal como los demás? Esta autobiografía constituye su intento por desentrañar su peculiar destino a través de la palabra escrita. Mis estúpidas ideas es una extraordinaria fábula picaresca en la que los animales filosofan, usan servilleta y encienden la chimenea si hace frío, pero siguen cautivos de la lucha por la supervivencia en su versión más descarnada. Ganadora del prestigioso Premio Campiello, esta novela con ecos del Pinocho de Collodi y El extranjero de Camus es una de las óperas primas más originales de la literatura italiana reciente. La crítica ha dicho... «Hay muchas formas de encomiar un libro magnífico. Pero sólo una es adecuada para Mis estúpidas ideas: leedla, leed esta novela en estado de gracia.» Marco Missiroli «Zannoni ha escrito una novela picaresca antropomórfica, pero esta descripción no le hace justicia. Estamos ante un libro tierno y cruel, una fábula sobre el ser diferente, la debilidad y el cambio.» Avvenire «Ha nacido un verdadero escritor.» Vanity Fair «Triste, atroz, hermoso, entretenido, lúcido y original. Menudo debut.» Carlos Zanón «Los personajes de Zannoni no solo llevan una vida muy humana, sino que aspiran a ser más humanos todavía. Y es precisamente esta aspiración lo más interesante de esta primera novela.» Anna Maria Iglesia, El Periódico «Sobresaliente.» Miguel Garrido, Zenda

(1995) nació y vive en Sarzana, en la región italiana de Liguria. Tenía veintiún años cuando empezó a escribir su primera novela, Mis estúpidas ideas, que se ha convertido en un inesperado best seller y ha recibido numerosos reconocimientos literarios en Italia, entre ellos el Premio Campiello a la mejor ópera prima de un autor italiano, el Premio Bagutta, el Premio Salerno Letteratura y el Premio Severino Cesari.
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2. El cuervo, el nido

Salimos de la madriguera a finales de la primavera. El viento era fresco y aún punzante, como para alborotarte el pelo. Recuerdo el instante en que saqué la nariz al exterior, la explosión de esencias y fragancias que embriagaron mis sentidos. Vivíamos bajo una roca, junto a dos árboles. Por la mañana teníamos sombra, y al atardecer nos acariciaba el sol poniente. Nuestra madre nos dio solo cuatro indicaciones.

A la derecha y a vuestras espaldas está el bosque. A la izquierda, los Tres Torrentes. Delante, los campos de Zò. No os metáis en líos.

No nos dejaba ir con ella. Si la seguías se percataba de inmediato y te echaba de su lado. Leroy se lo tomó muy a pecho. Comenzó a ir por su cuenta, a hacer salidas en solitario.

Entre que Otis no era capaz de estar fuera demasiado rato y que Cara, que se había quedado ciega de un ojo, había perdido del todo su alegría, yo pasaba mucho tiempo con Louise. Nos perseguíamos.

—A ver si me coges, Archy.

Ella se escapaba siempre. Se colaba entre los arbustos y permanecía escondida. Si la capturaba, nos peleábamos, nos pellizcábamos a base de mordiscos.

Dábamos vueltas alrededor de la madriguera, sin alejarnos demasiado. No teníamos vecinos, salvo una familia de erizos mucho más al este. Los vimos una sola vez, cuando volvían a su cubil. Habitaban el tronco de un árbol muerto.

—¿Soy guapa, Archy?

Louise me lo preguntaba siempre. Sobre todo, cuando no estábamos haciendo nada y nos quedábamos en silencio. Le decía que sí.

—¿Cómo de guapa?

—Muy guapa.

—¿Más guapa que Cara?

—Sí.

—¿También que mamá?

—Sí.

Se alisaba el pelo y luego miraba siempre a otro lado, a lo lejos. A la larga, comencé a creerlo también yo. Quizá fue por el despertar de mis instintos o porque al responderle siempre que sí acabé por convencerme a mí mismo de que era guapa. El caso es que, poco a poco, mi hermana Louise se convirtió en un irresistible misterio.

—¿Soy guapa, Archy?

—Guapísima.

Gracias.

Cuánto deseaba que aquella mirada lejana, después de alisarse el pelo, acabara puesta en mí. Cuando corría tras ella sentía su olor, y durante nuestras peleas me acurrucaba sobre ella y respondía a sus mordiscos.

En la cama, apoyado sobre la espalda áspera de Leroy, me preguntaba qué significaba aquel cambio. Reflexionaba sobre por qué era tan impetuoso cuando estaba con ella, y tan blando y distante antes de dormir.

La primavera hizo que todos nos sintiéramos mejor. Nuestra madre traía comida a menudo, así que el hambre no volvió a atormentarnos. A veces traía unos pequeños ratones, otras, en cambio, unas bayas o fruta. Ya no parecía tan delgada y volvía a lucir un buen pelo.

—Callad —decía siempre que la incordiábamos.

Con el paso de los días habíamos crecido bastante. Los rasgos de los hocicos se habían intensificado, alguno comenzaba a perder los dientes de leche, nuestros pelajes iban tomando color. Si por un lado nuestro desarrollo sorprendió a la mayoría de nosotros, a alguien, en cambio, le mostró otra cara. Nuestro hermano Otis se había quedado raquítico, con unas patas que no lo sostenían. A duras penas conseguía subir a la cama, no podía alejarse solo. Nadie le prestaba atención, existía, pero no estaba, a la sombra de nuestras vidas. Cuando comíamos, todos mirábamos su plato.

—Moriré porque no crezco —dijo una noche, durante la cena.

Prestamos atención un instante, también nuestra madre.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó ella.

—Nadie. Lo sé. No me has criado, mamá.

Dos lágrimas se deslizaron por su hocico descarnado.

—Es verdad —dijo ella. Luego siguió comiendo y nosotros también. Pero nadie le quitó el plato.

Un día Leroy llegó con un cuervo. Lo había cazado cerca de los torrentes; hacía semanas que lo intentaba. El cuervo era hermoso y le faltaba un ala, tenía las plumas arrancadas a mordiscos y el pico abierto. Nuestro hermano pasó junto a nosotros sin decir nada y entró. Se sentó, poniendo la presa encima de la mesa. Aún jadeaba y tenía los músculos tensos, la boca ensangrentada, el ojo avizor del cazador. Esperaba sin responder a nuestras preguntas ni dejar que nos acercáramos al córvido.

Quizá porque no teníamos nada que hacer, quizá por la excepcionalidad del acontecimiento, aguardamos también nosotros, a una distancia prudencial.

Recuerdo aquella escena como algo precioso. Todos desperdigados por la madriguera, mirando a Leroy y al cuervo e inmóviles como él, que miraba hacia delante.

Nuestra madre llegó después del atardecer con algunas bayas para comer. En cuanto entró y lo vio, se detuvo en seco. Se miraron sin decir nada.

—¿Qué es? —preguntó ella.

—La cena.

Nuestra madre dejó las bayas sobre la mesa.

—Tu cena, querrás decir.

Luego cogió el cuervo, le arrancó la cabeza y se puso a cocinar.

Ver a Leroy comer aquel trozo de carne me revolvía las tripas. Era una sensación distinta de la envidia de los otros. Trataba de averiguar qué era lo que hacía a mi hermano fuerte, más fuerte que yo. Me sentía un estúpido. En la cama, su espalda parecía una montaña, y soñé que alguien me perseguía toda la noche.

Nuestra madre empezó a llevarse a Leroy con ella. Se levantaban temprano, y yo los veía salir en silencio después de un pequeño desayuno. No hablaban; tomaban un bocado y bebían agua sin decir nada. Volvían con más comida, así que comenzamos a comer más a menudo. A veces compraban cosas a Solomon, el usurero, si la caza les había ido bien. Solomon marcaba todo lo que vendía con una pequeña mancha de color, por eso lo sabía.

Ver a Leroy convertirse en un adulto me angustiaba. Pronto comencé también yo a buscar mi propia soledad para hacerme valer. Louise no lo entendía.

—¿Adónde vas, Archy?

—A los Tres Torrentes.

—¿Por qué?

Me escabullía lejos sin dar explicaciones. Ella no intentaba seguirme si no le respondía. Ignorarla me hacía sentir mal, pero mi angustia superaba el deseo de estar con ella.

Las primeras veces en los Tres Torrentes me escondí en un arbusto y esperé. En lo alto, sobre los árboles, pasó algún pájaro, cerca del agua una nutria, una vez un tejón.

Cada día esperaba más y más, incluso cuando era noche cerrada. Mi madre nunca decía nada cuando volvía tarde: habría deseado tanto llevar algo conmigo.

Cara, con su único ojo, estaba siempre en la ventana. A mi regreso percibía su silueta áspera vuelta hacia la noche, perdida en pensamientos infelices.

Encontré un nido de petirrojo sobre un roble moribundo, donde apenas le daba el sol. Cuando lo vi, parecía abandonado. Al día siguiente, vi a una madre revolotear cerca de él y luego entrar, una vez que se hubo asegurado de que no había nadie. Tras ella vino el padre y luego ambos se fueron, cada uno por su lado. Volvieron otras veces, y de nuevo se fueron volando.

Tuve un sueño agitado: estaba atrapado en una red. Me desperté con la sensación de no haberme dormido y salí de la madriguera sin hacer ruido, poco después de nuestra madre y Leroy. El cielo bañaba el bosque con una lluvia fina desplazada por el aire. No hacía ruido sobre las hojas, pero enseguida me empapó el pelo. Avanzaba raudo entre los árboles sin mirar a mi alrededor, con el corazón que me impulsaba hacia el roble, ansioso e imprudente, buscando la punta de sus ramas.

El nido estaba allí, en la penumbra. Los dos pájaros estaban acurrucados el uno junto al otro para resguardarse del agua, parecían dormidos. Me escondí debajo de ellos y aguardé. Al cabo de un rato oí que hablaban. La lluvia era tan ligera que desenmascaraba sus susurros, y entendí que estaban discutiendo. Se oía más a la hembra que al otro, parecía preocupada, y al mismo tiempo lo buscó. Pensé que tal vez me había visto, y un escalofrío me recorrió el estómago. Me puse tenso y dejé de respirar, tratando de saber si era verdad, si ya me había descubierto. Finalmente él batió las alas y se apartó un poco, después se le arrimó y ya no se dijeron nada más. Ahora me parecía que dormían de nuevo.

Esperé un poco más. Aparté una araña que quería subirse a mi cabeza, lo más silenciosamente posible, volviendo a alzar la vista. No pensaba en nada. Todo mi ser estaba concentrado en la imagen que tenía frente a mí, el capullo oscuro sobre las ramas secas, los dos pájaros juntos. Yo era una parte inmóvil del mundo que me rodeaba, más parecido a un árbol que a un animal, perfectamente encajado en su puesto, a la espera.

Dejó de llover. Los pájaros se estremecieron sacudiendo sus pequeñas cabezas. Ella volvió a hablarle, él batió las alas para secárselas. Se tocaron amorosamente, pellizcándose con sus picos, y luego él se fue volando.

Ella sacudió las plumas, saltó al borde del nido y rodeó el árbol una, dos, tres veces. Contuve el aliento, ella pasó rápido sobre mi cabeza. Después de la tercera vuelta también se alejó.

Salté de inmediato y me encontré al pie del roble, con un brinco me agarré a la madera y me impulsé hacia...



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