Aridjis | El poeta niño | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 171 Seiten

Aridjis El poeta niño


1. Auflage 2025
ISBN: 978-607-16-8721-0
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 171 Seiten

ISBN: 978-607-16-8721-0
Verlag: Fondo de Cultura Económica
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Para el niño que llega al mundo la vida se antoja una fiesta fantástica a la que ha sido convidado sin saberlo y donde le son deparadas sin interrupción las más exquisitas sorpresas. Sus sentidos se abrazan al mundo como una enredadera exuberante. Todo se le presenta inédito y sin nombre. El mundo, alado, no espera a que los ojos vayan donde él; acude por su propio impulso animado de una solicitud ligera y generosa. Las maravillas desfilan ante los ojos asombrados, danzan con la gracia de su originaria belleza. El niño quiere asir esas mariposas evanescentes que se le hurtan una y otra vez. Poco a poco, el niño que será poeta va comprendiendo que la red para darles caza está trenzada con sonidos, con palabras que las fijan a la pared como sañudos alfileres.

Homero Aridjis (Michoacán, 1940), poeta, periodista y catedrático, es uno de los escritores más influyentes de México. Ha desempeñado varios cargos diplomáticos en los Países Bajos y Suiza. Por su larga trayectoria literaria ha sido galardonado con varias distinciones en México, Francia, Serbia e Italia, y la Universidad de Indiana le otorgó el doctorado honoris causa en 1993. Su obra literaria es prolífica y ha sido traducida a más de quince idiomas. De su autoría, el FCE ha publicado, entre otras, Mirándola dormir / Perséfone, La leyenda de los soles, Antología poética, Gran teatro del fin del mundo y Tiempo de ángeles.
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A MI LADO, en el pupitre, se sentaba el Quedito, que olía mal y parecía hinchado de la cara.

Próximo a mí, no podía resistir decirle Quedito. Pero me pegaba en el brazo, molesto.

Pues llamarlo con su apodo era tocar una llaga que los otros tocaban con impunidad, y hasta con diversión. Pero cuando yo lo hacía, reaccionaba contra mí como si yo fuera todos.

No sabía por qué le decían así, si por un rasgo de su carácter o por algo que le había sucedido, o solamente porque el sobrenombre estaba allí, y había que ponérselo a alguien. Pero tal vez le decían Quedito, porque en clase siempre estaba callado, moviéndose apenas, acodado sobre su cuaderno con el lápiz en la mano, con los ojos abiertos y ausente.

Unos dos años mayor que yo, era más alto y fuerte. Vivía cerca del cerro, y llegaba a la escuela con duraznos, que comía sin dar, a la hora del recreo, apartándose de nosotros para hacerlo. Llegaba a las clases antes que los demás alumnos, y se sentaba al borde de la larga escalera, bajando sus miradas por los escalones, sin ver a los que subían por ella, como si la meditara. Mientras ellos pasaban a su lado, diciéndole: “Quedito”… “Quedito”… “Quedito”…

Nos sentábamos de dos en dos en los bancos, en un salón que sólo decoraban la pizarra y un calendario, de años atrás, que se había olvidado en un muro. En medio del techo, colgaban cordones con focos, en los que las moscas se habían secado.

Hacia la profesora, sentada ante su escritorio, iban nuestras miradas, pero casi siempre escapaban las mías por una ventana, o se iban hacia abajo, hacia el pueblo.

La escuela estaba sobre un monte, que parecía un seno arrugado. Para llegar a ella había que subir la escalera, al borde de la cual se sentaba el Quedito, o ascender por una calle dando a barrancos. Durante la Revolución, decían las gentes, había sido construida, y desde ella se dominaba el pueblo, su caserío, y a lo lejos, la estación de ferrocarril, el camposanto y la carretera.

A la hora del recreo jugábamos entre las rocas, que estaban en el patio desde antes que existiera la escuela. Sobre ellas sentados, el Quedito hablaba, soso y descolorido, como un generador de mentiras: “Mi tío tiene un anzuelo para pescar ballenas…; tiene un rancho con cinco mil gallinas…; tiene un caballo tan grande como una casa…; tiene un león que se comió a un cocodrilo…“ Fijando sus ojos sobre mi ropa, metido él en los pantalones enormes de su hermano, y en una camisa, que cada vez que bajaba las manos para accionar, las mangas se las cubrían. Una congoja nocturna se le había pegado a las facciones, a los párpados bolsudos, de tal modo que, aunque por la voz se oía emocionado, por la expresión parecía que iba a llorar. A veces, a unos pasos, un gorrión sacudía el polvo con las alas; y al cual, el Quedito le arrojaba una piedra con mucha fuerza, pero nunca le daba.

El recreo se iba con un gusto de desdicha. Por lo que, para librarme de la opresión que me causaba el Quedito, al ver a Juan y a Arturo, corría hacia ellos.

Un lunes, Juan y Arturo encontraron sobre una piedra las pantaletas de la profesora, y gotas de sangre sobre el suelo. Juan me dijo que el domingo por la tarde, ella había venido a la escuela con tres de los alumnos grandes, y que en un salón, entre los pupitres, ellos le habían pegado y violado, rompiéndole las medias y el vestido, y que Ricardo el Negro había sido uno de ellos. Pero al buscar en la cara de la profesora signos de los golpes y de la violación, no la veía distinta a como era antes, salvo que tenía sobre el mentón un curita y un barro en el cuello. Pero hablaba del mismo modo, caminaba y se movía igual, y en su rostro no aparecían los golpes que le habían propinado. Aunque al mirarla, la miraba como si su ser estuviera sucio, y en sus labios pintados, húmedos de saliva y entreabiertos, sentía una desvergüenza que me turbaba. Y al oír decir que era muy flaca, traducía para mí tuberculosa. Y en la calle al encontrar a sus hermanos, me preguntaba qué sería tener una hermana prostituta.

Por esas ideas, una noche, a eso de las ocho, Juan y yo fuimos a espiarla al portal oscuro, cerca de su casa, donde veía a su novio. Nos acercamos sigilosamente, pegados a la pared, sin hacer sombras, y al asomarnos vimos una pareja abrazada dándose un beso. Y nos echamos a correr.

Ricardo el Negro, hijo verídico de una verdulera, tendría unos quince años, robaba gallinas y frutos de los huertos, y por una propina se hacía mozo de cualquiera. Inscrito en la escuela, “pintaba venado”, yéndose al arroyo a espiar a las mujeres que allí se lavaban, primero de la cintura para arriba, y después de la cintura para abajo. Los muchachos fuertes del pueblo se comunicaban con él a “cuartos” (un puñetazo en el brazo), y a palmadas que le ardían en la espalda. Sus apelativos eran Hijo de puta, Tiznado, Cabrón y Conchudo, entre los muchos que se inventaban y se olvidaban en un día. Bastardo, sin padre conocido, junto a las ollas de pozole, que su madre vendía los domingos, vigilaba con hambre el descenso de la comida en la olla, consumida por los clientes. Entre semana, él y mi hermano se iban a los baños de Tepetongo, a unos kilómetros de Contepec, se perdían por horas en los llanos y en los cerros, o regresaban borrachos en la noche, después de pasar el día jugando al póker, o metiéndose por sorpresa en la piscina donde se bañaban desnudas las mujeres. Con los incambiables zapatos que habían sido negros, y ahora grises y terrosos, y el pantalón y la camisa que le había dado mi hermano, y que se quitaba sólo para que se los lavaran, sin salir a la calle ese día, en pelota en la cocina, junto a su madre que preparaba el pozole para el domingo, riéndose cuando los grandes en la calle le decían “feo”; cuando mis padres no estaban, venía a la casa con mi hermano, y perseguía a las criadas, y las tiraba sobre el suelo, entre risas y amenazas, hasta que ellas se levantaban, y echándose a correr, despeinadas y jadeantes, decían malas palabras, porque les había jalado los cabellos, lastimado un seno o roto el vestido.

—Ve a la casa —me decía mi madre, en la tienda—, porque allá va Ricardo el Negro, y fíjate en lo que hace.

Y a mi padre: —Porque el hermano de Lola vino a quejarse, porque dice que cada vez que Ricardo el Negro va a la casa, la molesta.

Y mi padre, preocupado.

—Que él se quede aquí, yo voy.

Mi padre iba, y lo hallaba en la cocina, sentado con Lola sobre las piernas, con sus tetas en las manos.

A veces, en la tienda, un borracho sacaba la pistola, apuntaba a mi padre e injuriaba a los clientes que compraban.

Los hijos de la chingada se repartían a diestra y siniestra, como en un vómito verbal que el ebrio no podía contener, saliéndosele del interior en una baba de sonidos torpemente articulados. Con el dedo en el gatillo, apuntaba ya a uno, ya a otro, haciendo oír con voz colérica su presencia, el gesto afeado por el odio y con movimientos arrastrados, frente a mi padre, que le decía: “Vete a tu casa, estás borracho”. Pero sin atenuar el furor de su monólogo, arrojaba una botella al suelo, rompiéndola en pedazos, como una frase que se estrella en la cara de los presentes. Aunque después de unos minutos, guardaba la pistola debajo del cinturón, y pedía fiada una cajetilla de cigarros y prestados diez pesos, y se iba.

Así, cuando en la escuela muchachos mal hablados, a la hora del recreo, sostenían un diálogo de obscenidades, en forma de albures o de insultos a los que allí estábamos, sentía la suciedad de sus lenguas enmugrecer cada miembro, palabra o ser que mencionaban.

Casi físicamente, no podía decir malas palabras; mi lengua se oponía a pronunciarlas, y hacerlo era para mí un acto tan violento como el de romper un vaso en la cara de alguien, rompiendo a la vez un objeto y lastimando a una persona, además de ensuciarme a mí mismo. Pero lo cierto es que no tenía talento para ellas, y las que oía las olvidaba, o mejor dicho, las sepultaba al fondo de mí como a viscosos leviatanes. Por otra parte, mi padre en los momentos máximos de su ira lo más que llegaba a decir era “carajo”.

Junto a un terreno de mi padre estaba el cementerio. Su muro encalado, a ratos de piedra y a ratos de tabique, se alzaba a lo largo como una barrera sobrenatural que separaba la vida de la muerte.

Cuando iba a ese terreno, caminando entre los magueyes, pensaba en mis hermanas muertas y en los otros muertos. Me preguntaba cuántas serían ya las almas de los difuntos de todos los tiempos y de todos los países, y si habría más almas de muertos que gente viva. Creía ver en el cielo a mis hermanas, fallecidas cuando aún no había nacido. Y tanto sentía su existencia difundida en el azul como un aire espiritual, que una palabra o un ademán míos me parecían inspirados por ellas. Nunca las conocí, solamente las había visto en retratos, desnudas y muy pequeñas, pocas semanas antes de morir, aún con caras de recién llegadas de otra parte, con una alegría extraña. Mis padres guardaban fotos, entre sus vestidos y zapatos de estambre. Y cuando había visitas, las mostraban, como para ilustrar el cuento de las niñas muertas. A solas, en mi cuarto, a veces creía sentirlas, sin miedo y con amor, porque eran mis hermanas. Y si había tardes nubladas, en que la tristeza me hacía sentarme debajo de la higuera o pasear por el corral, algo en mí...



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