Asturias | Week-end en Guatemala | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 872, 291 Seiten

Reihe: Colección Popular

Asturias Week-end en Guatemala


1. Auflage 2023
ISBN: 978-607-16-7702-0
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 872, 291 Seiten

Reihe: Colección Popular

ISBN: 978-607-16-7702-0
Verlag: Fondo de Cultura Económica
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Los relatos de Week-end en Guatemala describen la invasión del país centroamericano en 1954, lo que sucedió para que el proyecto popular de Jacobo Árbenz sucumbiera cuando el gobierno estadunidense -por conducto de la CIA- promovió una sublevación que terminó con la instauración de la dictadura del coronel Carlos Castillo Armas. El conjunto de textos de este libro tiene un indisociable compromiso con el realismo social y con la denuncia, son la crónica ficticia de la terrible guerra relámpago escrita al calor de la indignación.

Miguel Ángel Asturias (Guatemala, 1899-Madrid, 1974) fue narrador, dramaturgo, poeta y periodista, considerado el más universal de los escritores guatemaltecos. Su obra, precursora del llamado boom de la literatura latinoamericana, combina elementos de la cultura autóctona de Latinoamérica con el barroco europeo, formando un universo complejo que anticipa lo que luego se ha conocido como 'realismo mágico'. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1967; entre lo más representativo de su vasta obra generalmente se señala su novela El señor Presidente, publicada en 1946.
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II. ¡AMERICANOS TODOS!


I

Alarica Powell sacó la cabeza por la ventanilla del tren; ya estaba parado y le parecía que seguía andando, y alcanzó a ver, entre las estrellas y el alba, una nave blanca junto al muelle color de tiburón. Antes de mediodía iría navegando en aquel barco de papel hacia Nueva Orleans. En la emergencia, suspendidos los servicios aéreos, no hubo sino buscar el primer puerto en el Mar Caribe y llegar a tiempo para tomar el último vapor que se detuvo unas horas a cargar agua, verduras y correspondencia. La acompañó, desde la capital hasta instalarla en el camarote, una noche interminable rodando en un tren de vía angosta, sin más alivio que cigarrillos y high-balls, Milocho, el famoso guía de turistas, a quien se disputaban todos por su vena festiva, ya su diminutivo era de payaso. Milocho, y a quien si toneles envidiaban, no tenía fondo conocido como bebedor de whisky, chimeneas temíanle por sus humos, infuloso y fumador, figurines deportivos por sus vestimentas chillonas, prestidigitadores por sus habilidades de salón, conversadores por sus chistes y donjuanes por su piel de banana tibia, irresistible a las beldades que, como Alarica Powell, asomaban al país de vez en cuando entre las manadas de gringos feos, disfrazados de turistas.

Su romance con Alarica terminó en el camarote tan arrebatadamente que mejor hubiera sido esperar la vuelta. Pero qué golondrina regresa. Aunque lo prometa. Y menos éstas de plumaje rubio que hasta el cabello tienen de oro.

Milocho, diminutivo caprichoso de Emilio, guardaba la imagen, el olor, el peso pluma de aquella diosa californiana, más deseable ahora que, forzado por los acontecimientos que se precipitaron, buscó amparo en un caserío del Valle de Motagua, en una casa cercana a un puente colgante, imagen de la hamaca que tenía por lecho, sin otra bebida que el agua del río, y por escaso alimento: frijoles, tortillas, y café. Mas cuando dejaba de pensar en la golondrina rubia y medía el peligro de muerte que había corrido antes de llegar a poblado, aquel rincón de humedad vegetal y calor de arena, tupido de helechos gigantes y visitado por aves que, cansadas de volar alto, descendían a la costa raspando sus alas en las peñas, le parecía un sitio amable, a pesar de las nubes de moscas pegajosas, el tufo a cerdo que despedían las callejuelas y los ranchos, los niños desnudos, panzones de lombrices, el croar de las ranas, la modorra de los pocos habitantes, y los gallos que cantaban a mediodía haciendo más profunda la soledad cóncava del cielo metido en añil.

A su lado, en otra hamaca, dormía la siesta a todo roncar un comerciante de apellido Moloy. Los acontecimientos lo vararon en aquel entresijo. Compraba cera en bruto en los poblados del interior y la revendía en las candelerías de la capital.

Fuera de la hamaca colgaba en ese momento una de sus manos, trabajada, callosa, y Milocho, valido de una caña de bambú a la que había dejado dos o tres hojitas en el extremo, le hacía cosquillas, riéndose de las rápidas contracciones de sus dedos por atrapar o espantarse lo que, entre dormido y despierto, creía un insecto. Cansado de jugar con aquella mano tosca, pero sensible al cosquilleo como hoja de adormidera, Milocho empezó a pasearle las hojitas de bambú por la nuca y las orejas, saltando de gusto al ver que aquél se daba grandes manotazos con la diestra que, como más suya, conservaba doblada sobre su pecho, molestia picaril que en seguida concentró, presa de una mayor hilaridad, en los alrededores de la nariz de Moloy, sus párpados, sus labios, cuidando de que no despertara ya que, tan pronto parpadeaba o movíase, le dejaba estar. La travesura, el juego, el gusto con que al mal tiempo se le hacía buena cara, comer, dormir, dormir, comer, rascarse, bostezar, desperezarse, pasear con las manos en los bolsillos, fumando como locomotoras, para ahuyentarse los moscos, todo se cortó en aquella siesta, mientras jugaba con la mano de Moloy, al golpe de una descarga que fue como un rayo en seco, seguido de un relámpago de fuego blanco que le dejó los ojos titilando en ceguera de celuloide, mientras se sucedían explosiones gigantescas y ráfagas de granizo metálico.

Se dio cuenta que estaba vivo, agarrado de la hamaca que bailoteaba con el piso y el techo de la casa, bajo una lluvia de piedras y argamasa pulverizada, al desviar los ojos hacia la hamaca en que dormía Moloy, sentir que no podía hablar, que tartamudeaba, clavadas las pupilas en la mano que hace un momento hurgaba jugando con la varita de bambú y que ahora pendía rígida, amarillenta, con las uñas quemadas, en la muñeca velluda el reloj de pulsera marcando las 2 y 35…

—¡No puede ser!… —gritó fuera de sí, sin despegar los ojos del bulto apelotonado en la hamaca, oyendo el chic, chic, chic de la sangre que goteaba en el suelo.

—¡No puede ser… no puede ser, Dios mío!… —balanceó la cabeza de un lado a otro.

—¡Dios lo haya perdonado y alégrese de que no fue usted al que le cayó la centella!… —exclamó un fulano que extrajo su humanidad, pálido y terroso, de los escombros de media casa.

Se llamaba Martín Santos y lo conoció en la última jornada del camino que hicieron a marchas forzadas, bajo un sol calcinante, sin encontrar sombra en toda la extensión de unos inmensos llanos, al saber que soldados mercenarios acababan de invadir el país y venían fusilando a cuanto ser humano encontraban a su paso. Era un cincuentón, huesos de águila, insumiso ante la vida y ante la muerte, como él mismo decía, pues con ninguna de las dos estaba conforme, de ojos hondos, más ojera que ojo, cavados junto a la nariz en gancho, bigote negro y pelo entrecano.

En el piso de ladrillo, barro rojo quemado, empozaba la sangre sus rubíes bajo el ataque de las moscas.

—¡No puede ser!…

—¡No puede ser y por poco nos maljoden!… —recogió Martín Santos sus palabras—. Deben haberle tirado al puente que está aquí atrás, esa hamaca de fierro por donde pasa el tren, pero como que no le pegaron, les faltó puntería. ¡Qué riendazo de fuego por María Santísima!… Centella y tronido… Primero se oyó el mecatazo y hasta después el ruido del avión mismo como si hubiera tirado la bomba desde bien lejos, antes de llegar al sitio, y… jodido, no les bastó y se vino de vuelta ametrallando.

—¡No puede ser que ellos!…

—¡Ah, güeno, entendámonos, creiba yo que usted decía que no podía ser que el paisa hubiera fenecido!… Pobre, ¿verdad? Para mí que fue la granizada de balas después de la bomba, lo que lo ultimó.

—Por mucho que lo veo, no puede ser que ellos…

—¿Quiénes ellos?

Milocho calló. El sudor le corría por la cara helada del susto que le produjo la explosión en seco del proyectil arrojado sobre el puente y que echó por tierra parte de la casa en que estaban refugiados, ocasionando la muerte del comprador de cera.

—Pero quién otro sino ellos… —se arrancó de la boca el pañuelo que mordía—. Cumplieron su amenaza. Ellos son los únicos que en esta zona poseen bombarderos pesados, cazas ultrarrápidos, bombas de alto poder destructivo. Sería tonto suponer que, en la vecindad del Canal de Panamá, otros que no fueran ellos dispusieran de aviones de guerra, pilotos experimentados, bombas, combustibles…

Bombas de 200 y 500 libras llovían sobre la costa en ese momento.

—¡Mire, mire… —le gritó Martín Santos—, dese cuenta del castigo que están aplicando a nuestras poblaciones!

Se había salido de la casa, saltando como felino, el machete desnudo en la diestra, el sombrero hasta las orejas para que no se le volara y con la cara levantada al cielo profería:

—¡Gringos hijos de puta, bájense si son hombres!

El guía de turistas, desmelenado, las pepitas de los ojos muy afuera, sacudido de la cabeza a los pies por un temblor de cuerpo en que se mezclaba el temor y la rabia que da el no poderse defender, el ser impotente ante la desigualdad de las armas, seguía en el aire de la costa, limpio después de las lluvias, la llegada de los aviones, los puntitos negros de las cargas mortíferas que lanzaban desde muy alto, igual que polvo de pimienta, y las detonaciones profundas que hacían saltar en pedazos los míseros poblados.

—¡Oiga, oiga, su “no puede ser que ellos”… y nos están recontra jo jo jó!… —vociferaba Martín Santos, machete en mano amenazante, pies en la tierra, sombrero atascado hasta las orejas, y con la mano zurda queriendo arrancarse la pistola del cincho.

—¡Oiga, oiga, oiga cómo estallan las bombas para hacer volar aldeas!…

Las explosiones seguían.

—¿Por ese lado oyó? Por este lado deben haberse volado Sabana Grande…

Martín Santos saltaba del suelo, a cada detonación, el brazo desnudo en alto, el machete cortando el aire, y tras un silencio, de esos silencios en que se siente que la muerte va tirando la plomada desde el cielo, otro retumbo, y otro, y otro…

—¡Vea el incendio que prendió en la cumbre de La Lora! Pero no es mismo allí, de por atrás sube el esplendor: la aldea de Cruzcrucita es la que está ardiendo. Y allá, allá va el avión que la dejó en llamas…

El guía de turistas cerró los ojos, sepultose bajo los párpados, y, tras un instante, se cubrió las orejas con las manos. No bastaba con no ver. Oía… Oía las detonaciones…

A la distancia, sus bombarderos… (¿Sus bombarderos? ¿Bombarderos de él, de Milocho, el guía de turistas?… Y… sí… porque era ciudadano de allá con ellos…) seguían sus operaciones de ablandamiento,...



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