E-Book, Spanisch, Band 513, 316 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Banine Los días de París
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19744-02-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 513, 316 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-19744-02-9
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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Banine (Bakú, 1905-París, 1992) fue el seudónimo de la escritora Umm El-Banu Äsâdullayeva. Educada en el seno de una privilegiada familia de Azerbaiyán -entonces parte del Imperio ruso-, se vio obligada a huir de su país tras el triunfo de la Revolución bolchevique. En París, mientras trabajaba como traductora, periodista y modelo de alta costura, pasó a formar parte del destacado círculo literario que incluía a figuras como Nikos Kazantzakis, André Malraux o Marina Tsvetáyeva. Ediciones Siruela ha publicado Los días del Cáucaso (2020), primera entrega de su autobiografía.
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La llegada a la tierra prometida
Allá va el Orient Express, a toda máquina, rumbo a la Tierra Prometida: se acerca con un estrépito ensordecedor, cuando los raíles lo arrojan de una vía a otra en una danza salvaje. Me anuncia en su idioma de acero la dicha y la libertad, me arrastra hacia el lugar de mis fantasías, hacia el momento fulgurante del reencuentro que había estado esperando durante cuatro años de revolución, de terror y de ruina, en los escombros de un mundo abolido.
Cuatro años de separación de mis seres queridos, que abandonaron el Cáucaso entonces aún libre, en los que me quedé sola con mi padre —aún ministro de la efímera República Independiente de Azerbaiyán— que, cuando los rusos reconquistasen el Cáucaso, acabaría en la cárcel por un delito imprevisto y yo, a los quince años, en la cárcel de un matrimonio forzoso. Durante esos años mortales, desde lo más hondo de mi desesperación, me refugio en los sueños, construyo mundos, imagino locuras, dichas inauditas, conquistas y victorias.
Minutos únicos de una vida entera, al fin los conozco: me vuelcan en el amanecer de un paraíso. Rígida de cuerpo entero en una espera apenas soportable, con la garganta seca, una opresión en el pecho donde late como un reloj enloquecido mi corazón de diecisiete años, espío por la puerta del tren la vida en marcha, sin ver los feos suburbios que desfilan ante mis ojos cegados por la emoción. Lo que vislumbro son los sueños, refugio de esos años pasados, años de frío, casi de hambruna, de angustia. Las conquistas y las victorias, pronto me haré con ellas para ya nunca soltarlas. Y ya estaba viviendo una enorme victoria: el desembarco en la Tierra Prometida, donde al fin llegaba tras la huida primero del Cáucaso, después de Constantinopla donde había abandonado a mi marido, colmándolo de falsas promesas. Él esperaba reunirse conmigo, yo esperaba no volver a verlo nunca: pobre hombre, víctima al igual que yo de la Historia que avanza y nos aplasta.
La bóveda de la estación de Lyon se cierra sobre el tren y lo cubre con su sombra. Va frenando, cada vez más, al fin se detiene y mi corazón se detiene con él: voy a morir. Pero no, moribunda, jadeante, temblorosa, logro bajar al andén sin caerme muerta y al fin los veo a través de las lágrimas. Son cuatro: mi madrastra Amina, el amor de mi infancia, mis dos hermanas, Zuleika y Sureya, y finalmente mi cuñado arrogante, insoportable. Y allí me encuentro abrazada por turnos y lloro y río y siento una dicha tal que ni la propia muerte podría arrebatármela. Pero no muero, mis lágrimas se secan, todo el mundo habla y ríe a la vez, me hacen preguntas, respondo sin pies ni cabeza. El sentimentalismo me ha embargado un instante, pero enseguida lo reprimo: está mal visto en mi familia, más bien inclinada a la ironía, a veces brutal. Y además allí está mi espléndido cuñado Murad, que sabe ser ingenioso hasta la crueldad; no nos dejará ponernos cursis. Lleva un bastón en la mano y se «espolea» con gesto seco, me examina con un aire socarrón que no promete nada bueno: mi charchaf —medio velo que llevan las mujeres turcas—, mi traje de chaqueta comprado en una tienda de confección de Constantinopla, mi apariencia de paleta provinciana, le causan un efecto hilarante. Su bastón apunta a mis caderas exuberantes y me siento acusada de un crimen. Estalla:
—Ay, por favor, parece que vayas disfrazada para una pantomima titulada La odalisca y el progreso; un charchaf en París, cejas de carretero caucásico. Y ese traje, ¡ni que estuviéramos en Taskent! ¡Y ese trasero que parece que sales del harén de Abdulhamid! Vamos a tener que alquilar una carretilla para transportarlo…
Amina y mis hermanas se enfadan, le dicen que me deje en paz, pero él sigue.
No quiero quedar mal y me río, sin forzarme: la vida es demasiado dulce, vivo un cuento de hadas que unos detalles disonantes no logran ensombrecer. Estoy como aturdida por el tránsito de la estación, por el ruido, el movimiento y la emoción, que sigue ahí, desgarrando mi sensibilidad con la dicha presente, con todos los sufrimientos padecidos durante estos cuatro años. Me daba la sensación de que, tras escapar de una cueva helada, llena de tinieblas, había subido a una pradera inundada de sol.
Sin embargo, ya novelista sin saberlo, constato, pese a dicha emoción, el maquillaje absurdo de mis hermanas. Que Zuleika, pintora, lo practique a ultranza tiene un pase: está entregada al color, a todas las audacias de la artista, a la extravagancia de los creadores. Pero que Sureya, discreta y tímida, exhiba unas pestañas que se doblan bajo el peso del rímel como ramas de abeto bajo la nieve, párpados negros, mejillas como ornadas de geranios en su primer esplendor, más una gruesa capa de polvos, labios sangre de buey, me sume en el estupor. Constato y encajo, pero naturalmente no digo nada.
La vestimenta de Zuleika también está a la altura de su oficio: cosas extrañas le cuelgan por todas partes, lleva un sombrero en forma de maceta calado hasta los ojos, enormes pendientes le rozan el cuello adornado con un collar exótico. Lleva puesto un cinturón de dibujos aztecas no en la cintura sino en las caderas, según los cánones de la moda reinante. Bajo esas vestiduras de fantasía, encuentro a mi hermana voluble, exuberante, llena de vida y de verbo.
Embarcamos en un espacioso taxi rojo de una especie desgraciadamente ya extinguida, donde se podía entrar sin doblarse en dos y sin caer después como un saco de patatas en el asiento de atrás. Mi única maleta va junto al conductor: la gran aventura empieza. ESTOY EN PARÍS.
París… Para entender el pleno significado de ese ESTOY EN PARÍS hay que haberse creído encerrada para siempre en una ciudad odiada, perdida en algún lugar en el fin del mundo: hay que haber soñado con París durante largos, interminables años, como había soñado yo desde el fondo de mi ciudad natal donde —sin caer en la paradoja— viví mi auténtico exilio.
París, para un alma fascinada por ese nombre, aparece como el faro que ilumina el paraíso: el sueño convertido en piedras y calles, plazas y monumentos, erigidos en el transcurso de una larga y turbulenta historia. Es el resplandor de todos los sueños: un mundo donde chocan o se funden micro mundos que crean profundidades vitales inauditas.
Aun siendo de naturaleza profundamente infiel, le he sido fiel a París, pese a medio siglo de intimidad en que se conocen, como en toda intimidad, los atractivos y los hastíos: hastío de costumbre y de monotonía ante todo.
Soñadores del mundo entero, apelo a vosotros en particular, vosotros que conocéis la virtud y el veneno de los sueños. Su virtud: son nuestro opio en el aburrimiento de lo cotidiano, nuestro refugio al abrigo de las leyes y los reyes, nuestro granito en las arenas movedizas del mundo, nuestro brioche cotidiano, aunque nos falte el pan.
Su veneno: que, si por milagro nuestros sueños se realizan, sentimos el maldito «no era más que esto». La vida de esas impurezas empaña su perfección, que solo es imaginaria, y la decepción nos envenena: «no era más que esto…».
Pero durante los primeros días de mi vida parisina, «era esto». Todo era hermoso, joven, interesante, divertido, lleno de promesas. Incluso a la llegada, las inmediaciones feas y llenas de humo de la estación de Lyon me habían encantado porque allí estaba dando mis primeros pasos de parisina. Y después vino la maravillosa disposición de la calle de Rivoli, la plaza de la Concordia con su disposición aún más perfecta, que hace pensar en un jardín mineral, los Campos Elíseos por donde rogamos al conductor que pasara. Subíamos la prestigiosa avenida que en aquellos tiempos, hace medio siglo, brillaba con una elegancia que nada deslucía. Solo había una boutique en ella, la de Guerlain, dos o tres cafés, el Select, el Fouquet, dos casas de alta costura, el hotel Claridge. La democratización, que tiene sus virtudes, aún no había afeado la avenida de las elegancias y el esnobismo. No se vendían caramelos al peso, vestidos de rebajas, zapatos de plástico, alfombras hechas a mano y cucuruchos de cacahuetes. Los cines aún no te provocaban cada dos metros con carteles y títulos de una pornografía para todos los públicos, sexos y preferencias.
Lentamente subíamos por los Campos Elíseos hasta el Arco de Triunfo, que no triunfaba más que yo, bajábamos por la avenida del Bois —¿o ya la habían rebautizado como avenida Foch?—, sin salir de los buenos barrios llegábamos a la Muette, a esa calle Louis Boilly donde mis padres alquilaban un apartamento en la planta baja de un bonito edificio. En esas regiones altamente residenciales nos quedaríamos mientras durasen las joyas traídas de allá, único y escaso residuo de una fortuna de petroleros, democratizada, colectivizada, socializada, volatilizada en el estallido revolucionario que se tragó todos nuestros privilegios como un fuego voraz.
Mientras bajábamos la avenida del Bois, mi memoria resucitaba por unos instantes otro «bulevar»: el de Bakú que bordea el Caspio donde, a la sombra de unos árboles escuálidos, me había paseado tantos años con el alma en pena y la cabeza en otra parte, en París precisamente. Gracias al estallido en cuestión aquí me encontraba al fin, y cuánto prefería ser pobre aquí que rica allá. No, no es que haga como la zorra con las uvas. Ya de niña —lo he contado en otra parte— arruiné mentalmente a mis familias paterna y materna para tener derecho a casarme con Ruslan, el guapo jardinero con pinta de príncipe de Las mil y una noches, uno de los doce casi-esclavos asignados al riego de una...