Barbeau-Lavalette / López Hernández | La mujer que huye | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 302 Seiten

Barbeau-Lavalette / López Hernández La mujer que huye


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17263-90-4
Verlag: Baile del Sol
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 302 Seiten

ISBN: 978-84-17263-90-4
Verlag: Baile del Sol
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Anaïs Barbeau-Lavalette no conoció a su abuela materna. Sabía muy poco sobre su vida: se llamaba Suzanne, en 1948 formó parte del círculo de artistas signatarios del manifiesto Rechazo total y fundó una familia con el pintor Marcel Barbeau, pero al poco abandonó a sus dos hijos. Para siempre.  A fin de seguir el curso de la vida de esa mujer a un tiempo indignada e indignante, la autora contrató los servicios de una detective privada. Y las revelaciones, de menor y mayor envergadura, no tardaron en producirse.  Suzanne creció con los pies en el barro, libró batallas contra niños anglófonos, se quedó prendada de un director de conciencia, más tarde huyó a Montreal, se sumió en el frenesí artístico de los automatistas, tuvo aventuras amorosas en Europa, participó en los movimientos raciales de una América encolerizada, recogió dientes de león en Ontario, fue cartera en Gaspesia, pintora, poeta, enamorada, amante, devoradora... y fantasma.  La mujer que huye es la aventura de una mujer explosiva, una mujer volcán, una mujer funámbula que quedó al margen de la historia y atravesó con total libertad el siglo y sus tormentas. Para la autora esta novela supone también una forma directa y sin rodeos de dirigirse a la mujer que hirió a su madre para siempre.

Anaïs Barbeau-Lavalette  (Quebec, Canadá, 1979). Cineasta montrealesa ( Le Ring ,  Inch'allah , premio de la crítica del Festival de cine de Berlín) y autora de la novela  Je voudrais qu'on m'efface  (Hurtubise, 2010) y de las crónicas de viaje  Embrasser Yasser Arafat  (Marchand des feuilles, 2011). En 2012 fue nombrada Artista para la Paz y en mayo de 2016 su segunda novela,  La mujer que huye , recibió uno de los galardones más importantes de las letras quebequesas, el Premio de los libreros de Quebec. Además, se ha alzado con el Premio France-Québec y el Gran Premio del Libro de Montréal.
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Para quienes viven lejos de Quebec


Esta novela no es una novela histórica. Es el relato de una vida, la de mi abuela, que atravesó la historia a su manera: libre, intensa, chocante.

Un análisis general del Canadá francés de la época pone de relieve su extraordinario y trágico destino.

Con dieciocho años, Suzanne Meloche abandona su Ontario natal (forma parte de la minoría francófona) para trasladarse a Quebec, donde entabla amistad con los miembros del movimiento artístico de los Automatistas. Estamos en 1947. Esos jóvenes pintores, poetas y bailarines ligados a los surrealistas franceses —Borduas, Gauvreau, Riopelle, Sullivan, Barbeau (mi abuelo)...— se asfixian bajo el dominio de la Iglesia y el clero, al igual que el resto de la población.

En efecto, en esa época, la Iglesia se inmiscuye en la intimidad de los hogares para incitar a las mujeres a procrear (so pena de amonestaciones). También se adopta la «Ley del Candado», que decreta la censura de numerosas obras de arte (desde la literatura a la música, pasando por la pintura). Se proscriben y rechazan obras fundamentales.

Otro aspecto de dicha represión: los francófonos se encuentran bajo el yugo económico de los anglófonos; son sus «Negros blancos». Los canadienses ingleses controlan la economía, la Iglesia controla la vida. El pueblo explota.

Los artistas del pequeño grupo de los Automatistas redactan entonces el manifiesto Rechazo total, reclamando libertad y las riendas de su destino. Lo pagarán muy caro. Hoy en día se dice que rompieron sus cadenas y que en consecuencia abrieron las puertas de la libertad de Quebec. Más tarde se produjo la Revolución tranquila, que conduciría a Quebec a la modernidad.

Mi libro parte tras la pista de una mujer al margen de esa historia, que atravesó de una manera fulgurante, sin dejar huellas...

La primera vez que me viste tenía una hora de vida. Tú, una edad que te infundía valor.

Quizá unos cincuenta.

Fue en el hospital Sainte-Justine. Mi madre acababa de traerme al mundo. Sé que ya entonces era golosa. Que bebía su leche como hoy en día hago el amor. Como si fuera la última vez.

Mi madre acababa de darme a luz. Su hija, su primer hijo.

Te imagino entrando. Tu cara redonda, como la nuestra. Tus ojos de india ribeteados de kohl.

Entras sin disculparte por haber venido. Con paso confiado. A pesar de que llevas veintisiete años sin ver a mi madre.

A pesar de que te fueras hace veintisiete años. Dejándola ahí, en precario equilibrio sobre sus tres años, con el recuerdo de tus faldas adherido a las yemas de los dedos.

Te acercas con paso reposado. Mi madre tiene las mejillas coloradas. Es la más guapa del mundo.

¿Cómo has podido vivir sin ella?

¿Cómo hiciste para no morir ante la idea de perderte sus cancioncillas, sus mentirijillas de niña chica, los dientes de leche que se mueven, sus faltas de ortografía, los primeros cordones atados sin ayuda de nadie, más tarde sus cosquilleos amorosos, sus uñas esmaltadas y luego mordisqueadas, sus primeros cubatas?

¿Dónde te escondiste para no pensar en ello?

Ahí estáis ella y tú y, entre vosotras dos, yo. Ya no puedes hacerle daño: estoy aquí.

¿Es ella quien me entrega a ti o eres tú quien extiende los brazos vacíos en mi dirección?

De pronto me encuentro cerca de tu cara, taponando el profundo agujero entre tus brazos. Hundo mi mirada de recién nacida en la tuya.

¿Quién eres?

Te marchas. De nuevo.

La siguiente vez que te veo tengo diez años.

Estoy encaramada a la ventana del tercer piso, mi vaho derrite la delicada escarcha que cubre el cristal.

La calle Champagneur está blanca.

Veo a una mujer que vacila en la acera de enfrente. Lleva un abrigo largo que ya no la resguarda.

Hay cosas que los niños son capaces de intuir, y yo, aunque no te conozco, te descubro tras ese ligero titubeo.

Cruzas la calle a grandes trancos, posando apenas la punta del pie. Un zapatero de agua.

Caminas con rapidez, te diriges hacia nosotros sin que el suelo conserve recuerdo alguno de ti.

Dejas un librito a hurtadillas en el buzón y te escabulles otra vez. Pero justo antes de desaparecer, me miras. Entonces me prometo a mí misma que algún día te alcanzaré.

El tren corre veloz en dirección a Ottawa.

Tengo veintiséis años. A mi lado, mi madre lee una revista intentando no pensar. Me gusta ojear las fotos de chicas con vestido por encima de su hombro.

Ambas tenemos asuntos pendientes en esa ciudad que no conocemos. Nos morimos de ganas por que llegue la tarde para vagar juntas y perdernos por los barrios más apartados, nuestros favoritos.

Pero a mi madre se le ocurre algo. Vamos a ir a verte. Si aún vives, has de residir en uno de esos edificios de varias plantas, cerca del canal Rideau. Desde allí nos han llegado tus últimas noticias.

No debemos telefonearte porque, de hacerlo, nos pedirás que no vayamos.

Tenemos que ir y punto.

Pero no estoy segura de que me apetezca. No eres santo de mi devoción.

Me das hasta miedo.

A fin y al cabo prefiero cuando no existes.

Mi madre sigue temiendo que la vuelvan a abandonar.

Aunque a una madre no se la abandone, ella no las tiene todas consigo y siempre debemos tratarla con mucho tacto.

Le pregunto si está segura de querer ir.

Me contesta que sí.

El día pasa y acabamos en un taxi de camino a tu casa.

Una docena de torres idénticas se despliegan hacia el cielo. En el zaguán, un portero. En la pared se suceden los apellidos de los vecinos, cada cual con el correspondiente timbre que invita a los visitantes a advertir de su presencia.

Suzanne Meloche. Ahí está tu nombre. Escrito de tu puño y letra. Una letra redonda, contenida. Puerta 560.

Aprovechando que pasa una vecina, entramos de tapadillo. De ilegales.

En el ascensor nos quedamos en silencio.

Quinto piso. Aquí es. Recorremos el pasillo, largo. Nos plantamos delante de tu puerta. Mi madre llama con los nudillos. Transcurre un tiempo. Se oyen unos pasos. Siento miedo.

Abres.

Clavo mi mirada de mujer joven en la tuya, de piedra.

Sonríes.

No vacilas, apenas se te ve sorprendida.

Deberías estarlo. La última vez que estuvimos juntas yo era una recién nacida.

Abres la puerta un poco más y entramos. Nos invitas a tomar asiento.

Mi madre y yo nos sentamos muy pegadas. Con el alma en vilo. Dispuestas a salir corriendo si hiciera falta.

Estás delante de nosotras. Debes de rondar los ochenta. Pómulos salientes, labios finos, ojos color ébano.

Te pareces a nosotras.

Entonces empiezas a hablar. Y me miras sobre todo a mí. Es a mí a quien le guiñas el ojo.

Ahí estamos las tres. Todo sucede con una naturalidad vertiginosa. Hasta tal extremo que podríamos quedarnos calladas y hojear juntas una revista para chicas.

Con una voz potente, más joven que tú, nos hablas del barrio, apacible y seguro. De los buenos vecinos, que nunca te dan la lata, y de Hilda, una vecina con la que comes de vez en cuando. Fabricas para nosotras la historia de una anciana, pero tanto tu voz como tus ojos tienen veinte años. También tu sonrisa, vivaracha y estridente.

Esas viejas palabras te protegen, vas enlazándolas unas detrás de otras mientras yo te busco en otro lugar.

El piso en el que vives es pequeñito y luminoso. Hay libros esparcidos por el suelo, como olvidados a media lectura; ellos también aguardan tu regreso.

En la cocina, el fregadero está lleno de loza sucia. Comes sola.

Si hubieses querido, habríamos venido a comer contigo de vez en cuando. Habríamos traído quiches, fruta, salmón ahumado. Mi madre se habría hecho cargo de la mesa para que no te estuvieses fatigando. Pone las mesas más bonitas del mundo. Pero nunca lo sabrás.

Ahora nos hablas de tus hermanos, uno de ellos acaba de morir. Si estás triste, no deseas que lo advirtamos.

Mi madre te dice que ha sabido de Claire, tu hermana monja. Te echas a reír. Tienes los dientes blancos y perfectamente alineados. A excepción de uno. Uno rebelde. Claire no parece suscitar tu interés, pero te hace reír.

¿Te has fijado en que las tres tenemos el mismo diente rebelde?

Luego mi madre te pregunta por qué te fuiste.

No quieres hablar del tema: ¡Ah no, eso sí que no!, hoy no.

No insiste. Nos embarga un silencio espeso que resbala por ti, impenetrable.

Te miro por última vez.

Tienes los pechos grandes. Nosotras no.

Tienes una armadura. Nosotras no.

Nosotras estamos juntas. Tú no.

No lo habremos heredado todo de ti.

Mi madre es quien decide que ya es hora de irnos. Prefiere escapar antes de que nos hagas daño. Nunca se sabe. Adiós, abuela. Me guiñas el ojo una última vez.

Nos vamos a patinar al canal. Estamos de viaje.

Hace frío. Patinamos cogidas de la mano porque se me da muy mal patinar y porque lo necesitamos. El canal es largo y está vacío, el hielo se ofrece liso ante nosotras. El frío nos invade y nos trae de vuelta a la vida.

Suena el teléfono de mi madre. Eres tú. Le pides que no vuelva a hacerlo. Le dices que no quieres volver a vernos, nunca más.

Mi madre cuelga. Ha tenido que tragarse numerosos rechazos y los tiene todos ahí, atascados en la garganta. Simplemente ha aprendido a no atragantarse con ellos.

No dice nada, pero no me suelta la mano. Nos asimos la una a la otra.

Te aborrezco. Tenía que habértelo dicho cuando te...



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