Bashevis Singer | Un amigo de Kafka y otros cuentos | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 368 Seiten

Reihe: Otras Latitudes

Bashevis Singer Un amigo de Kafka y otros cuentos


1. Auflage 2025
ISBN: 979-13-8756325-7
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 368 Seiten

Reihe: Otras Latitudes

ISBN: 979-13-8756325-7
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
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Un amigo de Kafka reúne veintiún relatos breves en torno al tema más característico de Singer: la vida tradicional de las comunidades judías de Centroeuropa y su paulatina disgregación por obra del cambio de las costumbres y del progreso. Pero el arte del escritor, que se mueve siempre de un modo muy sutil y matizado entre la ironía y la emoción, consigue universalizar unos problemas que en principio pueden parecer exclusivamente judíos; profundizando en unos personajes que están divididos entre el apego a unas tradiciones en las que se han formado y la obligada incorporación a la vida moderna, Singer describe un desgarramiento común a todos. Singer hace revivir la mentalidad y las costumbres judías, analizando y evocando las tradiciones de su pueblo en un periodo de disgregación.

Isaac Bashevis Singer. (Radzymin, 1904 - Miami, 1991) Escritor polaco en lengua yiddish. Era el tercer hijo de una familia en la que por ambas ramas abundaban los rabinos. Vivió desde muy pequeño en un barrio humilde de Varsovia, por entonces importante centro de cultura y espiritualidad judía. Ante la creciente amenaza de invasión alemana a Polonia, emigró a los Estados Unidos donde se reunió con su hermano, que llevaba ya dos años en Nueva York. En 1978 recibió el premio Nobel de Literatura, única vez que se otorgó a un escritor en lengua yiddish.
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UN AMIGO DE KAFKA

Años antes de que leyera ninguno de sus libros supe de Franz Kafka gracias a su amigo Jacques Kohn, un antiguo actor del teatro yidis.[1] Digo «antiguo» porque cuando lo conocí llevaba años sin pisar un escenario. Fue a principios de los años treinta, y el teatro yidis de Varsovia había empezado ya a perder espectadores. El mismo Jacques Kohn era un hombre enfermo y derrotado. Aunque seguía vistiendo como un dandi, la ropa que tenía estaba raída. Llevaba un monóculo en el ojo izquierdo, usaba un cuello alto pasado de moda (conocido como «matapadres»),[2] zapatos de charol y un bombín. Los cínicos del club de escritores yidis de Varsovia que ambos frecuentábamos lo apodaban «su Ilustrísima». Aunque cada vez iba más encorvado, se esforzaba tozudamente en mantener los hombros rectos. Lo poco que le quedaba de un pelo que había sido rubio se lo peinaba en forma de puente sobre el cráneo pelado. Siguiendo la tradición del teatro de otros tiempos, de vez en cuando se ponía a hablar en yidis germanizado: especialmente si hablaba de sus relaciones con Kafka. Últimamente le había dado por escribir artículos de prensa, pero los editores se mostraban unánimes a la hora de rechazar sus manuscritos. Vivía en una buhardilla en algún lado de la calle Leszno y estaba todo el tiempo enfermo. Entre los miembros del club circulaba un chiste sobre él: «Se pasa el día acostado en una camilla del hospital y por la noche emerge un Don Juan».

Siempre coincidíamos en el club al atardecer. La puerta se abría lentamente y Jacques Kohn hacía su entrada. Tenía el aire de una importante celebridad europea que se dignaba visitar el gueto. Echaba un vistazo alrededor y hacía una mueca, como para indicar que el olor a arenque, ajo y tabaco barato no era de su gusto. Paseaba desdeñosamente la mirada por las mesas tapizadas de periódicos arrugados, piezas de ajedrez rotas y ceniceros llenos de colillas, en torno a las cuales los miembros del club se sentaban a discutir sin cesar sobre literatura con voces chillonas. Y sacudía la cabeza como para decir: «¿Qué se puede esperar de semejantes schlemiels?».[3] En cuanto lo veía entrar me llevaba la mano al bolsillo y preparaba el esloti[4] que indefectiblemente siempre me pedía que le prestara.

Aquella tarde en particular Jacques parecía estar de mejor humor que de costumbre. Sonrió, mostrando su dentadura de porcelana que no le encajaba bien del todo y se le movía ligeramente al hablar, y se acercó pavoneándose hacia mí como si estuviera sobre un escenario. Me tendió su huesuda mano de dedos largos y dijo:

—¿Qué tal está esta noche nuestra joven promesa?

—¿Ya estamos?

—Lo digo en serio. En serio. Reconozco el talento cuando lo veo, aunque a mí me falte. Cuando actuamos en Praga en 1911 nadie había oído hablar jamás de Kafka. Se acercó a los camerinos, y nada más verlo, supe que estaba en presencia de un genio. Podía olerlo igual que un gato huele un ratón. Así es como dio comienzo nuestra gran amistad.

Había oído esta historia muchas veces y cada vez de una manera distinta, pero sabía que no me quedaba más remedio que escucharla de nuevo. Se sentó a mi mesa y Manya, la camarera, nos trajo dos vasos de té y galletas. Jacques Kohn levantó las cejas, que dibujaban un arco sobre unos ojos amarillentos, surcados por venitas sanguinolentas. Su expresión parecía decir: «Solo a los bárbaros se les ocurriría llamar té a esto». Le echó cinco azucarillos al vaso y lo removió, haciendo girar la cucharilla de estaño hacia fuera. Con el pulgar y el índice, cuya uña era inusualmente larga, partió un pedacito de galleta, se lo llevó a la boca y dijo «Nu ja»,[5] con lo que venía a decir: «con el pasado no te puedes llenar el estómago».

Era todo teatro. Procedía de una familia jasídica[6] de una pequeña ciudad polaca. Su nombre no era Jacques, sino Jankel. Sin embargo, sí que había vivido muchos años en Praga, Viena, Berlín, París. No siempre había sido actor en el teatro yidis, también había actuado en los escenarios de Francia y de Alemania. Fue amigo de muchas celebridades. Ayudó a Chagall a encontrar un estudio en Belleville. Fue un invitado frecuente en casa de Israel Zangwill. Había aparecido en una producción de Reinhardt, y había compartido fiambres con Piscator. Me había enseñado cartas que había recibido no solo de Kafka, sino de Jakob Wassermann, Stefan Zweig, Romain Rolland, Iliá Ehrenburg y Martin Buber. Todos lo tuteaban. A medida que fue creciendo nuestra amistad, incluso me dejó ver fotografías y cartas de actrices famosas con las que había tenido algunos romances.

Para mí, «prestarle» un esloti a Jacques Kohn significaba entrar en contacto con Europa Occidental. Hasta su forma de sujetar el bastón con puño de plata me resultaba exótica. Fumaba sus cigarrillos de forma diferente a como lo hacíamos en Varsovia. Sus modales eran distinguidos. Las raras veces que me reprochaba algo siempre se las arreglaba para no herir mis sentimientos con algún cumplido elegante. Por encima de todo, admiraba la maña que Jacques Kohn tenía con las mujeres. Yo era tímido con las muchachas —me sonrojaba, me avergonzaba en su presencia—, pero Jacques Kohn se comportaba con la seguridad de un conde. Tenía algo bonito que decirle a la mujer menos atractiva. Las adulaba a todas, pero siempre con un tono de afable ironía, rozando la actitud displicente de un hedonista que ya lo ha probado todo en la vida.

Un día me habló con franqueza.

—Joven amigo, soy poco menos que impotente. Es una consecuencia inevitable del desarrollo de un gusto excesivamente refinado: cuando uno tiene hambre no necesita mazapán ni caviar. He llegado al punto en que no considero realmente atractiva a ninguna mujer. No hay defecto que se me pueda ocultar. Eso es la impotencia. Vestidos y corsés me resultan transparentes. Ya no me dejo engañar por afeites y perfumes. He perdido los dientes, pero una mujer solo tiene que abrir la boca y en seguida reparo en sus empastes. Ese, por cierto, era el problema de Kafka en lo que respecta a la escritura; veía todos los defectos: los suyos y los de todos los demás. Casi toda la literatura es obra de plebeyos y chapuceros como Zola y D’Annunzio. En el teatro yo veía los mismos defectos que Kafka encontraba en la literatura, y por eso nos hicimos amigos. Pero, por extraño que parezca, en lo que atañe a juzgar una obra de teatro Kafka estaba completamente ciego. Ponía por las nubes nuestras baratas obras yidis. Se enamoró perdidamente de una comicastra, madame Tschissik. Cuando pienso que Kafka amaba a aquella criatura, soñaba con ella, me avergüenza del género humano y sus ilusiones. En fin, la inmortalidad no es que tenga muchos remilgos. Todo aquel que entra en contacto con un gran hombre comparte su camino hacia la inmortalidad, aunque a menudo lo haga con pasos torpes.

»¿No me preguntó usted una vez que de dónde sacaba yo fuerzas para continuar? ¿O me lo he imaginado? ¿De dónde saco fuerzas para soportar la pobreza, la enfermedad y, lo peor de todo, la desesperanza? Es una buena pregunta, mi joven amigo. Me hice la misma pregunta cuando leí por primera vez el Libro de Job. ¿Por qué seguía Job viviendo y sufriendo? ¿Para al final acabar teniendo más hijas, más burros, más camellos? No. La respuesta es que no es más que por el juego en sí. Todos jugamos al ajedrez con el Destino. Él hace un movimiento; nosotros hacemos un movimiento. Trata de darnos jaque mate en tres movimientos; nosotros tratamos de impedírselo. Sabemos que no podemos ganar, pero no podemos evitar oponer resistencia. Mi contrincante es un ángel terrible. Lucha contra Jacques Kohn con todos los recursos de los que dispone. Ahora es invierno, hace frío incluso con la estufa puesta, pero mi estufa lleva meses sin funcionar y el casero se niega a repararla. Por otro lado tampoco es que tenga dinero para comprar carbón. Hace tanto frío dentro de mi cuarto como fuera. Si no ha vivido en una buhardilla no se hace idea de la fuerza que tiene el viento. Las ventanas traquetean incluso en verano. A veces un gato se sube al tejado que hay junto a mi ventana y se pasa toda la noche gimiendo como una mujer de parto. Yo me quedó ahí helado bajo las mantas y él maúlla por una gata, aunque a lo mejor solo tiene hambre. Le daría un bocado de algo para tranquilizarlo, o lo espantaría, pero para no morirme de frío me envuelvo en todos los harapos que tengo, hasta con periódicos viejos: el más leve movimiento y todo el tinglado se vendría abajo.

»En todo caso, si uno se va a poner a jugar al ajedrez, mi querido amigo, es mejor jugar con un adversario digno que con un inútil del montón. Admiro a mi oponente. A veces me resulta encantadora su ingenuidad. Se pasa el día ahí sentado en una oficina en el tercer o el séptimo cielo, en ese departamento de la Providencia que gobierna nuestro pequeño planeta, con una única tarea: atrapar a Jacques Kohn. Sus órdenes son «Rompe el tonel, pero no dejes que el vino se derrame». Eso es exactamente lo que ha hecho. Que se las arregle para mantenerme con vida es un milagro. Me da vergüenza confesarle cuántas medicinas me tomo, cuántas pastillas me trago. Si no tuviera un amigo boticario no podría permitírmelo. Antes de irme a dormir, me las trago una tras otra: a secas. Porque si bebo, tengo que orinar. Tengo problemas de próstata, y sin beber ya tengo que levantarme varias veces durante la noche. A oscuras no rigen las categorías de Kant. El tiempo deja de ser tiempo y el espacio no es espacio. Sujetas...



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