Bauman | La sociedad sitiada | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 265 Seiten

Bauman La sociedad sitiada


1. Auflage 2023
ISBN: 978-607-16-8073-0
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 265 Seiten

ISBN: 978-607-16-8073-0
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El Estado-nación y la sociedad actual enfrentan un doble problema: el de la globalización y el de la biodiversidad; ambas minan las fronteras que la modernidad había considerado sólidas e infranqueables. Las instituciones políticas, confinadas territorialmente, son incapaces de hacer frente a la extraterritorialidad y al libre flujo de las finanzas, el capital y el comercio. Frente a esto, la sociología debe modificar los marcos conceptuales que dieron cuenta de la modernidad para elaborar modelos que expliquen las nuevas experiencias humanas.

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Introducción
La sociología nació como un proyecto moderno, y como todo proyecto moderno, siguió desde el comienzo y a lo largo de toda (o al menos, de casi toda) su historia el triple objetivo postulado por Comte: savoir pour prévoir, prévoir pour pouvoir.* La sociología apuntaba a conocer su objeto a fin de prever inequívocamente en qué dirección tendería a moverse: de ese modo, podría determinar qué hacer si se deseaba impulsarlo en la dirección correcta. Y el objeto a conocer, a analizar y eventualmente a moldear era la «realidad humana» —esa condición en la que (para retomar la famosa expresión de Marx) los seres humanos tomaban sus decisiones biográficas/históricas y de la que, sin embargo, la condición en sí misma está exenta (y por esa misma razón se la llama «realidad»)—. Precisamente, esa exención de todo poder de decisión fue el desafío planteado a la imaginación sociológica. Como la práctica moderna era un ejercicio de transgresión y trascendencia de los límites, todo lo que se resistiera al poder de decisión humano constituía una ofensa, un casus belli, y un llamado a las armas. El propio objeto debía conocerse porque conocerlo era equivalente a desactivarlo. Despojar al objeto de su misterio era como robarle el trueno a Júpiter. Una vez conocido, ya no opondría resistencia; o al menos uno podría prever esa resistencia, tomar las precauciones del caso, y adelantarse al golpe. Es por esto que las misiones de reconocimiento son la condición sine qua non para forzar al enemigo a rendirse. La información es la mejor de las armas, y cuanto más rigurosa y exhaustiva sea, más completa e irrevocablemente el enemigo, al hallarse despojado de sus secretos, perderá poder. Una vez conocidos, los que habían sido sus recursos se convertirán en una carga. La ciencia moderna se constituyó, en la práctica, como esa rama de la inteligencia para la cual la realidad existente (el segmento del escenario donde se desarrollaba la acción que aún permanecía impenetrablemente opaco, oculto tras las sombras, y por ende todavía libre de interferencia y control) era el enemigo. En el transcurso de los últimos dos siglos, la sociología luchó para que se la reconociera como ciencia asumiendo ese papel y demostrando que era perfectamente capaz de representarlo. Todo lo que hacen los agentes es lo que constituye la práctica, mientras que algún otro agente determinado a actuar encarna al adversario, y los objetivos que los agentes se fijan determinan el principio por el cual se reconoce o desestima la importancia de muchos de los atributos de ese adversario. Recolectar información no tendría sentido —de hecho, sería inconcebible— si no hubiera un agente cuyo accionar respondiera a determinados propósitos, que se fijara ciertos objetivos y actuara en pos de ellos. En el caso particular de la sociología, ese otro agente era el Estado soberano, y la sociología se constituyó en la rama de la inteligencia que se ocupaba de sus prácticas. El espíritu moderno se definió a través de su determinación de desarmar la realidad para hacerla más blanda, más maleable y receptiva al cambio; pero el derecho y la capacidad de hacerlo eran motivo de disputa entre las instituciones modernas; era, asimismo, el objetivo más preciado de la moderna lucha por el poder. El Estado moderno había sido definido por Max Weber como la institución que se arrogaba el monopolio de la coerción lícita («legítima», no sujeta a apelación o compensación de ningún tipo): en otras palabras, como una institución que se presenta como la única agencia autorizada a desplegar un accionar coercitivo, a forzar que el estado de cosas existente sea diferente de lo que ha sido y seguiría siendo si se lo dejara librado a sí mismo. Una acción se considera coercitiva si al perseguir sus objetivos no tiene en cuenta las «tendencias naturales» del objeto. En el caso de un objeto sensual y agencial, una acción es «coercitiva» cuando las intenciones y preferencias del objeto se deslegitiman al clasificarlas como motivaciones fundadas en la ignorancia o la inclinación al delito. La «legitimidad» de la coerción implica que el agente que la ejerce le niega a su objeto el derecho a resistirse a esa coerción, a cuestionar sus motivos, a actuar en consecuencia o a exigir compensación. Esa legitimidad era en sí misma uno de los riesgos de la coerción. Por mucho que se ejerciera esa coerción, que se la legitimara y que se la monopolizara, siempre se suscitaban cuestionamientos, por lo que en general se la veía como un estadio ideal que aún no había sido alcanzado, como un proyecto inacabado, un grito de batalla que llamaba a la disputa por venir. Había una agencia, y había un objetivo, y se contaba con la determinación y los recursos necesarios, y con una esperanza razonable de alcanzar la meta. Se produjo, por lo tanto, una vacante para el puesto de unidad de inteligencia, y la sociología se presentó para cubrirla. Cualquiera que fuera la forma que el Estado aspirante deseara esculpir sobre la realidad que había encontrado, el metaobjetivo, la condición de posibilidad de cualquier objetivo concebible, debía ser forzosamente cierta disposición, cierta maleabilidad de esa realidad a la que se pretendía dar una forma distinta. Como cualquier escultor sabe perfectamente, la maleabilidad no se define por la tendencia intrínseca del propio material, sino por la relación entre su dureza y el filo y la resistencia de la herramienta empleada para tallarlo. Un resultado exitoso de la tarea de esculpido depende tanto de la efectividad de las herramientas elegidas como de la predisposición del medio; de esa manera, se requiere de un conocimiento fiable de esa materia para la elección correcta de las herramientas de trabajo. Sin embargo, cuando se trata de esculpir la realidad social, la «agencia escultora» rara vez iguala la dedicación exclusiva y la completa autoridad sobre el procedimiento que puede observarse en el estudio de un escultor, y esto sería así incluso si la mayoría de los Estados modernos se tomara las mismas libertades del escultor como patrón ideal a seguir. Se necesita un Estado hábil y poderoso para proteger la autoridad unívoca del escultor en su estudio; pero el Estado no tenía a nadie más que a sí mismo para proteger su propia autoridad sobre una sociedad estructurada y tratada a la manera del estudio de un escultor. En esa tarea de protección, el Estado era simultáneamente juez y parte; y se encuentra casi siempre en la desdichada situación del barón de Münchhausen (quien debió salir del pantano tirando de su propia trenza),** y sin gozar de las libertades del escultor. Por lo general, solía haber otros escultores ansiosos por utilizar sus herramientas para grabar en el mismo material una imagen distinta, alegando a viva voz su derecho a hacerlo. En consecuencia, la preocupación principal del Estado debía ser retirar las herramientas de esculpir del mercado minorista y terminar con su industria artesanal. De ahí que se arrogara el monopolio de los medios de «coerción legítima», un objetivo que se explicaba en tanto puesta en práctica del modelo de realidad que se prefería por sobre todos los otros: más racional, más humano, o supuestamente más seguro, y por cualquiera de estas razones —o por todas ellas—, superior a las alternativas en pugna o susceptibles de pasar a integrar el debate. La puesta en práctica de la forma escogida en detrimento de la forma existente requiere inexorablemente de la coerción: de la disposición a ejercerla, y de la amenaza de que se acudirá a ella. Pero ésas son también las características de toda violencia, y una vez que los actos son despojados de su envoltura conceptual, no queda nada que permita distinguir «empíricamente» el uno del otro. Cualquier límite que se trace para separarlos será forzosamente arbitrario; del mismo modo, reclamar para sí el monopolio de los medios de coerción equivale, en último término, a arrogarse la indivisibilidad de la función arbitral. La coerción será legítima mientras el árbitro la apruebe, por medio del procedimiento de arbitraje que el árbitro haya aprobado. Todo otro acto coercitivo será considerado un acto de violencia, y la misión fundamental, así como la tarea más urgente de la coerción legítima, es precisamente extirpar toda posible violencia, prevenir que se produzca, y castigarla cuando ocurre. El derecho a trazar el límite entre la coerción legítima (admisible) y la ilegítima (inadmisible) es el primer objetivo de toda lucha por el poder. Sobre ese campo de batalla se enfrentan los modelos alternativos para la reforma de la realidad social. El «proceso civilizador» (por cuyo nombre la actividad del Estado gusta de ser conocida) consiste en hacer irrelevantes esos campos de batalla reduciendo al mínimo o eliminando por completo la posibilidad de disputar el límite entre la coerción legítima y la ilegítima fijado por el Estado. El tipo de violencia que en este proceso encuentra una oposición más enérgica es la «metaviolencia», aquella que apunta a debilitar la legitimidad de la coerción aprobada por el Estado. Esta oposición no suele ser efectiva siquiera en un uno por ciento, ya que la violencia (es decir, la coerción que desafía abiertamente la legitimidad existente, que exige legitimidad, o que cuenta con obtenerla) es el lápiz con el que permanentemente se traza y se vuelve a trazar la línea que separa lo legítimo de lo ilegítimo. A lo largo de casi toda su historia, que coincide...



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