Bay | Una semana en Nueva York | E-Book | www.sack.de
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E-Book, Spanisch, 320 Seiten

Bay Una semana en Nueva York


1. Auflage 2020
ISBN: 978-84-17683-56-6
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 320 Seiten

ISBN: 978-84-17683-56-6
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Anna está harta de citas. Está cansada de que le rompan el corazón. Es sexy, divertida e inteligente..., pero también es un imán para hombres que no la merecen. Salir de Londres y pasar una semana de vacaciones en Nueva York es la mejor solución para superar su última ruptura y poder tener una aventura veraniega con un desconocido. Pero para proteger su dañado corazón decide imponerse ciertas reglas: nada de contarse sus vidas, nada de intercambiar números de teléfono y nada de decirse los nombres reales. Solo será una noche divertida y excitante. Ethan, exitoso seductor 'en serie', también tiene sus reglas: nada de citas, nada de quedarse a dormir y nada de hacer promesas. Todo parece perfecto, pero las reglas se hacen para romperse...

Louise Bay adora la lluvia, Londres, los días en los que no tiene que maquillarse, disfrutar de tiempo a solas, estar con sus amigos, los elefantes y el champán. Todas sus novelas son auténticos best sellers. Una semana en Nueva York es la primera novela de la autora publicada en Phoebe. Y ya estamos preparando la segunda, El rey de Wall Street, que publicaremos en breve.
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1


Anna

—¿Ha intentado ponerse en contacto contigo?

Apenas podía oír a Leah por culpa del estruendo del bajo. Estábamos sentadas en los taburetes de la barra del pub «Oh-so-cool» en TriBeCa y teníamos que echarnos hacia delante para poder saber qué decíamos, aunque no sé si oírla mejor me hubiera ayudado a entender sus palabras, ya que nos habíamos bebido tres cócteles cada una. Pero sabía que estaba hablando de Ben: no había mencionado otra cosa en toda la noche.

Leah era mi mejor amiga. Nos habíamos conocido en la facultad de Derecho, y habíamos compartido piso hasta hacía poco tiempo. Se mostraba superprotectora conmigo, y yo con ella. Lo que más nos gustaba era hablar de hombres y tomar copas, algo que hacíamos muy bien. El tema central de la conversación esa noche era Ben, mi último ex.

—No se atreve. Estoy segura de que sabe que le arrancaría las pelotas. —Me encogí de hombros y tomé un sorbo de Manhattan. Era lo más adecuado, dado que estaba en Manhattan, ¿no?

—No me lo puedo creer —dijo Leah por enésima vez en la noche.

Volví a encogerme de hombros mientras revisaba el local por encima del hombro de Leah, fijándome en unos ojos ocultos en las sombras que me miraban. El propietario de aquellas pupilas alzó la copa e hizo un gesto en mi dirección. ¿Lo conocía? Me resultaba vagamente familiar. Miré a Leah.

—¿Y no te imaginabas nada? —preguntaba en ese momento.

—A ver, estaba claro que era diferente de otros chicos con los que he salido. Pero no, nunca se me ocurrió pensar que estaba metido en un lío y que debía dinero a mala gente.

Ben, el motero, se había convertido en un ángel del infierno, o en «Ben, el capullo», como Leah lo llamaba ahora. Siempre había sido muy tierno conmigo. Pensaba que esta vez iba a ser diferente; que por fin había elegido bien después de no tener precisamente suerte con los hombres durante años. Pero cuando me enfrenté a la realidad, me llevé un buen batacazo, porque Ben, el capullo, era sin duda un capullo auténtico. Unos locos a los que les debía dinero habían entrado en nuestro piso y habían dejado escrita una amenaza en el espejo del baño de la habitación de Leah. No se habían llevado nada, lo que nos hizo pensar mucho. Una semana después, Ben decidió confesar, y fui a la policía.

La policía me había llamado a primera hora y me había confirmado que Ben los había puesto al tanto de que el asalto al piso había sido una amenaza para asustarlo y que les pagara lo que debía.

—Entonces, ¿vas a vender el apartamento?

—Bueno, yo sigo llamándolo «piso», pero sí, voy a venderlo —sonreí. Leah había comenzado a llamar «celular» al móvil en cuanto aterrizamos en el JFK. Y yo no podía pasar por alto la oportunidad de burlarme de su repentina americanización.

Había decidido en el avión que, efectivamente, iba a vender el piso. No me había sentido a gusto allí desde el allanamiento. Daniel, el novio de Leah y hombre perfecto para todo, se había encargado de que instalaran una alarma. Pero Leah se había mudado a vivir con él, y yo odiaba estar sola. Aunque sabía que la policía recibiría un aviso si ocurría algo, ya no quería vivir allí. No le había dicho nada de ello a Leah porque me habría obligado a mudarme con ellos, pero por mucho afecto que sintiera por ellos, no me apetecía hacerlo y convertirme en un incordio. Especialmente porque casi no tenían tiempo para estar a solas.

Leah —como no dejaba de decirme— no podía creérselo, pero yo no había vuelto a saber nada de él desde el momento del robo. Al pensarlo, comencé a tener lástima de mí misma; nunca había tenido mucha suerte con los hombres. Mis relaciones siempre empezaban muy bien, pero cuando llevábamos juntos alrededor de tres meses, siempre había algo que se torcía. Me alejaba de ellos, o se volvían muy pegajosos, o allanaban mi piso por su culpa… Lo mismo de siempre.

Cuando Leah me invitó a acompañarla en el viaje de una semana que iba a hacer con Daniel a Nueva York, aproveché la oportunidad. Era un buen momento para desconectar de Londres, de lo del piso y de cualquier complicación masculina. Al parecer, Daniel iba a estar trabajando todo el tiempo, así que podríamos hacer cosas de chicas. Y hacer cosas de chicas era justo lo que necesitaba. Después de la última ruptura de Leah, habíamos ido a México a pasar unas vacaciones; ir a América había conseguido que superara su angustia, así que esperaba que este viaje tuviera el mismo efecto en mí.

El barman nos puso delante una ronda más de cócteles; un Manhattan para mí y una réplica del brebaje asquerosamente dulce que Leah había pedido antes. La miré, y ella se encogió de hombros y cogió su vaso. Le agarré la muñeca, intentando que lo dejara de nuevo en la barra.

—No hemos pedido nada —le dije al camarero.

Señaló al hombre que me estaba observando antes.

—Son cortesía del caballero del final de la barra.

En mi cabeza comenzó a sonar una alarma. ¡Oh, no! No podía estar ocurriendo… No quería atraer ninguna clase de atención masculina. No quería complicaciones. El desconocido ya familiar reclamó mi atención volviendo a levantar su copa. Por supuesto, puse los ojos en blanco y me arrellané en el taburete. Leah me miró suplicante.

—A la mierda —me rendí y me tomé el nuevo cóctel. No pasaría nada si me lo bebía, ¿verdad? No quería decir que tuviera que hablar con él.

—Pues Daniel tiene un amigo que… —dijo Leah.

—No estoy interesada.

—Es un tipo muy agradable.

Negué con la cabeza.

—Pero siempre me has dicho que la forma de superar la ruptura con un hombre es ponerse debajo de otro.

—Yo nunca diría algo así.

—Lo hiciste y lo sabes.

Sonreí. Claro que lo sabía.

—No pienso salir con nadie.

—¿Qué? ¿Nunca?

—Mira, acabo de descubrir que mi último novio estaba metido en un montón de problemas. No estoy de nuevo en el mercado. Necesito esperar un tiempo. Tengo un gusto terriblemente malo para elegir a los hombres.

—No es cierto.

—¿Qué me dices del que se puso a ligar con la camarera mientras yo iba al baño?

—Bueno, era idiota. Pero, aun así, necesitas un poco de diversión en tu vida.

—Tiene razón —dijo una voz detrás de mí. Cuando me di la vuelta me encontré allí al extraño que me había estado observando.

Leah se levantó del taburete, sonriente.

—Tengo que ir al váter.

—¿Al váter? ¿No será al cuarto de baño? —Me burlé poniendo los ojos en blanco. Era tan sutil como un elefante en una cacharrería.

El desconocido se sentó en el taburete que dejaba libre Leah. Noté que me miraba mientras yo estudiaba mi bebida.

—Tengo reglas —anuncié en voz alta.

No respondió, así que levanté la vista para ver si estaba prestándome atención. Tenía clavados en mí unos ojos azules muy brillantes. Bajé la cabeza, nerviosa. Bien, no se podía negar que era guapo, un hombre alto y moreno, pero también sería una complicación, porque estaba hablando conmigo, y yo era un imán para los casos problemáticos.

—¿Reglas para divertirte?

Asentí.

—Reglas si quieres tener sexo esta noche.

—Soy todo oídos —dijo, sin perder comba.

«¿De verdad tengo reglas? Bueno, ahora me toca idearlas».

—No quiero saber tu verdadero nombre. Invéntate otro…

Negó con la cabeza.

—No. No, eso no me convence. No vas a gritar el nombre de otro hombre esta noche. Me llamo Ethan.

Nuestros ojos se encontraron, y me quedé sin respiración.

—Mira, estoy harta de que me mientan. Si no espero nada de ti, no me sentiré decepcionada.

—Te prometo que no te decepcionaré.

Tomé aire profundamente.

—No quiero saber nada sobre ti. Y no te diré mi verdadero nombre.

—Sin duda las chicas británicas tenéis cierto encanto.

—Si no te gusta, puedes irte por donde has venido. —No estaba de humor para tonterías.

—No voy a ir a ninguna parte. Quiero ver cómo se desarrolla esto. —Cuando me sonrió, sentí que no podía reprimir una media sonrisa, pero yo quería odiarlo—. Bueno, ya sabes que soy Ethan. Y ¿trabajo en la construcción? —preguntó en vez de afirmarlo.

Era evidente, por su bronceado de las islas Caimán y el Rolex que lucía en la muñeca izquierda, que no trabajaba en la construcción, pero estaba mintiendo porque yo se lo había pedido, así que no podía quejarme. Sentí que me bajaba un escalofrío por la espalda. Podía ser divertido.

—Yo soy Florence.

Negó con la cabeza.

—No. No eres Florence.

—Lo sé, pero no voy a decirte mi nombre de verdad. Te lo he dicho ya: tengo reglas.

—Vale, pero tu nombre inventado no será Florence. Es tan sexy como un zapato viejo, y eres una chica muy sexy, así que necesitas un nombre sexy.

Arqueé las cejas.

—Vale —dije con cautela—. ¿Kate?

Negó con la cabeza otra vez.

—Pues elige tú uno.

Lo observé mientras pensaba. Sentía curiosidad por ver qué nombre se le ocurría. ¿Cuál le gustaría para mí?

—Anna —concluyó.

«¿Qué?».

¿Me conocía? No. Vivíamos a seis mil kilómetros de distancia. ¿Tenía aspecto de llamarme «Anna»? Debía de ser una extraña coincidencia. De todas formas, ¿qué importaba si usaba mi verdadero...



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