Böll | El ángel callaba | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 852, 182 Seiten

Reihe: Colección Popular

Böll El ángel callaba


1. Auflage 2022
ISBN: 978-607-16-7524-8
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 852, 182 Seiten

Reihe: Colección Popular

ISBN: 978-607-16-7524-8
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Un soldado sin identidad vuelve a Colonia en la Hora Cero con una encomienda del hombre que le salvó la vida. A su llegada, el rostro de un ángel taciturno lo espera entre las tinieblas del sinsentido. En la búsqueda de un nuevo comienzo su mirada refleja los pensamientos de una generación entera, la cual deambuló a ciegas entre las ruinas y el ripio del silencio forzado. La doble moral, la corrupción y la indolencia fueron el rostro de una sociedad negada a desaparecer, pero de ésta también surgió el abrazo de fe oculto en los escombros de la guerra.

Heinrich Böll (1917-1985) es uno de los mayores exponentes de la llamada literatura de los escombros y, en general, de la literatura de posguerra en lengua alemana. Fue laureado con el Premio Nobel de Literatura en 1972. Su estilo realista, visceral y al mismo tiempo cargado de fe lo ha hecho sobresalir de los demás autores de su época. Se trata de un pacifista militante que habla de la guerra porque la conoció cara a cara.
Böll El ángel callaba jetzt bestellen!

Autoren/Hrsg.


Weitere Infos & Material


I


EL RESPLANDOR de los incendios del norte de la ciudad era lo suficientemente intenso para que él pudiera reconocer las letras sobre el portal: “Hospital de San…”, leyó y subió con cuidado los escalones. A la derecha de las escaleras salía luz de una de las ventanas del sótano. Se detuvo un momento e intentó reconocer algo detrás de los vidrios sucios; después continuó andando con lentitud en dirección de su propia sombra, que subía cada vez más alto en una pared intacta, volviéndose más grande y ancha, un tenue fantasma de brazos bamboleantes que se hinchaba y cuya cabeza ya había pasado el borde de la pared hacia la nada. Giró a la derecha y, mientras caminaba sobre pedazos de vidrio, se sobresaltó: su corazón golpeaba cada vez más fuerte y podía sentir cómo temblaba. Había alguien parado a su derecha en un oscuro nicho, alguien que permanecía inmóvil. Trató de gritar algo parecido a un “hola”, pero su voz se había empequeñecido del miedo y el intenso palpitar de su corazón se lo impedía. En la oscuridad la figura no se movía; sujetaba algo en las manos que parecía ser un palo. Entre titubeos se fue acercando más y más, y aun cuando reconoció que se trataba de una escultura, no disminuyeron las palpitaciones de su corazón. Se acercó un poco más para descubrir, bajo la tenue luz, a un ángel de piedra con ondulantes rizos que sostenía un lirio en la mano. Se inclinó hasta que su barbilla casi tocó el pecho de la figura y, con una extraña alegría, contempló por largo rato ese rostro, el primero que encontraba en la ciudad: el semblante de piedra de un ángel con una sonrisa dolorosa e indulgente. La cara y el cabello estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo, incluso en las cuencas de los ojos ciegos pendían unos copos oscuros. Les sopló con cuidado, casi con cariño, sonriendo ahora él mismo; liberó del polvo todo el compasivo óvalo y, entonces, descubrió que la sonrisa era de yeso. La suciedad le había otorgado a los rasgos la grandeza del original del que se había moldeado aquella copia. Pero él siguió soplando, limpiando la magnífica cabellera rizada, el pecho, la capa ondulada y, con soplidos rápidos y cuidadosos, el lirio de yeso. La alegría que había sentido al mirar el sonriente rostro de piedra se fue apagando cuanto más evidentes se hacían los colores brillantes, el espantoso barniz de la industria de la piedad, los bordes dorados de la capa, y la sonrisa de aquel rostro le pareció de pronto tan muerta como la ondulante cabellera. Volvió lentamente por el pasillo para buscar la entrada al sótano. El golpeteo de su corazón había cesado.

Del sótano llegaba hasta él un aire bochornoso, agrio. Bajó poco a poco los escalones viscosos y se adentró a tientas en una oscuridad amarillenta. Goteaba de algún lado, el líquido se mezclaba con el polvo y los escombros, hacía los escalones resbaladizos como el piso de un acuario. Siguió adelante. De una puerta del fondo salía luz, por fin una luz. En la semioscuridad pudo leer un letrero a su derecha: “Sala de rayos X. Favor de no ingresar”. Se acercó más a la luz, que era amarilla y suave, muy tenue, y comprendió por su parpadear que debía tratarse de una vela. No se escuchaba nada, por todas partes había yeso caído, pedazos de piedra y los escombros irreconocibles que se extendían por todos lados después de los bombardeos. Las puertas habían sido arrancadas y, conforme avanzaba por los cuartos oscuros, un huidizo resplandor le permitía reconocer sillas y sofás amontonados, armarios aplastados de los cuales salía cualquier tipo de cosas. Todo despedía un olor a humo frío y suciedad húmeda. Sintió náuseas.

La puerta de donde provenía la luz estaba abierta de par en par. Había una monja de hábito azul marino junto a una gran vela colocada sobre un soporte de metal. Mezclaba una ensalada en un gran traste de peltre. Muchas de las hojitas verdes tenían motes blancuzcos y él podía escuchar el suave sonido del aderezo cayendo en el fondo del traste. La gruesa mano de la monja hacía girar las hojas con calma; de vez en cuando caían del borde las hojitas húmedas, que ella recogía tranquilamente y volvía a echar en el traste. Junto a la mesa color café había una gran jarra de hojalata que despedía el olor caliente y flojo de un mal caldo. Era el desagradable olor de agua caliente, cebollas y algún cubo de condimento.

—Buenas noches —saludó él en voz alta.

La monja miró espantada a su alrededor; en su rostro plano y sonrosado se asomaba el miedo y sólo murmuró:

—Dios mío, un soldado.

De sus manos goteaba el aderezo lechoso y en sus brazos aparecían pegadas algunas minúsculas hojitas de la ensalada…

—Dios mío —repitió espantada—. ¿Qué quiere? ¿Qué sucede?

—Busco a alguien.

—¿Aquí?

Él asintió. Ahora posaba su mirada a la derecha, en un armario abierto cuya puerta había sido arrancada por una explosión: observaba los restos desgarrados de la puerta contrachapada que aún colgaban de las bisagras, el piso cubierto con pedazos minúsculos de barniz desmoronado. Había pan en el armario. Muchos panes. Estaban amontonados de manera descuidada, al menos una docena de panes morenos deformados. Inmediatamente se le hizo agua la boca, se tragó el aluvión de saliva y pensó: “Me comeré el pan. Pan, pase lo que pase me voy a comer el pan”. Arriba del montón había una cortina verduzca desgarrada que parecía ocultar aún más pan.

—¿A quién busca? —preguntó la hermana.

Él volvió el rostro hacia la mujer.

—Busco a… —dijo, pero primero tuvo que abrir el bolsillo de su camisa militar para sacar la nota. Hundió los dedos hasta el fondo, agarró el pedazo de papel, lo desdobló y continuó—: Gompertz, la señora Gompertz, Elisabeth Gompertz.

—¿Gompertz? —dijo la monja— ¿Gompertz? No sé…

Él la miró de lleno: su rostro, ancho, pálido y de expresión tonta, lucía muy inquieto, la piel le temblaba como si le quedara floja, sus grandes ojos acuosos lo observaban con miedo.

—Dios mío, los estadunidenses están aquí. ¿Usted huyó? Lo van a agarrar…

Él negó con la cabeza, volvió a clavar la vista en el pan y preguntó a media voz:

—¿Se puede saber si la mujer está aquí?

—Seguro.

La hermana echó un vistazo al montón de pan, se limpió las hojitas de la ensalada y las salpicaduras del aderezo, y comenzó a secarse las manos con un trapo.

—No quiere… quizás… en la administración —balbuceó inquieta —. No creo que esté aquí, ya sólo tenemos veinticinco pacientes y ninguna señora Gompertz. No. Creo que no.

—Pero ella tiene que haber estado aquí.

La monja tomó de la mesa un anticuado relojito redondo, plateado y sin correas.

—Ya son las diez, debo repartir la comida. Seguido se nos hace tarde —agregó en tono de disculpa—. ¿Quiere esperar un poco? ¿Tiene hambre?

—Sí.

Ella miró interrogante la ensalada, el montón de pan, y después lo contempló a él.

—Pan —dijo él.

—Pero no tengo nada para acompañarlo.

Él se rio.

—De verdad —insistió ella ofendida—, de verdad que no.

—Por Dios, hermana, lo sé, le creo, pan, si usted me pudiera dar algo de pan —de nuevo se le hizo agua la boca en un momento, tragó la tibia saliva y repitió en voz baja—: pan.

Ella fue al armario, sacó un pan, lo puso en la mesa y comenzó a buscar un cuchillo en el cajón.

—Así está bien —dijo él—, yo puedo cortar el pan. Sólo déjelo así, gracias.

La monja abrazó el traste de la ensalada con un brazo, con el otro tomó la jarra del caldo. Él se apartó del camino de la mujer y agarró el pan de la mesa.

—Regreso enseguida —dijo ella en la puerta—. Gompertz, ¿verdad? Voy a preguntar.

—¡Gracias, hermana!

Rápidamente arrancó un gran trozo de pan. Su barbilla temblaba, sintió que los músculos de su boca y mandíbula se contraían. Hundió los dientes en el suave y disparejo pedazo de pan, justo donde lo había arrancado, y comió. Era pan viejo, de seguro de cuatro o cinco días, quizás aún más, un simple pan moreno con marcas de papel rojizo de alguna fábrica, pero con un sabor tan dulce. Continuó masticando, luego tomó la oscura costra, agarró el pan entre sus manos y arrancó un nuevo pedazo. Mientras comía con la mano derecha, sujetaba tenazmente con la izquierda el pan, como si alguien fuera a llegar y quitárselo, y vio su mano seca y sucia, con una herida cubierta por una costra llena de mugre.

Echó una mirada a su alrededor: el cuarto era pequeño. En las paredes había unos estantes barnizados de blanco, casi todos sin puertas: estaban llenos de ropa blanca desordenada y, en una esquina, debajo del sofá de piel, había instrumentos médicos tirados; el tubo de una vieja estufa de hierro negro salía a través de una ventana rota, a unos pasos de donde estaba la leña hecha añicos y un montón de briquetas sueltas que habían sido arrojadas al piso. Junto a un gabinete de pared lleno de medicamentos colgaba un gran crucifijo negro; detrás de éste se había deslizado hacia abajo la rama de un boj que había quedado prendida entre la madera y la pared.

Se sentó en una caja y partió otro pedazo de pan. Aún sabía delicioso. Cuando arrancaba un trozo, siempre mordía primero la parte suave del interior, luego sentía girar en su boca la...



Ihre Fragen, Wünsche oder Anmerkungen
Vorname*
Nachname*
Ihre E-Mail-Adresse*
Kundennr.
Ihre Nachricht*
Lediglich mit * gekennzeichnete Felder sind Pflichtfelder.
Wenn Sie die im Kontaktformular eingegebenen Daten durch Klick auf den nachfolgenden Button übersenden, erklären Sie sich damit einverstanden, dass wir Ihr Angaben für die Beantwortung Ihrer Anfrage verwenden. Selbstverständlich werden Ihre Daten vertraulich behandelt und nicht an Dritte weitergegeben. Sie können der Verwendung Ihrer Daten jederzeit widersprechen. Das Datenhandling bei Sack Fachmedien erklären wir Ihnen in unserer Datenschutzerklärung.