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Brontë / Bronte / Nemo | 3 Libros para Conocer Hermanas Brontë | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 4, 667 Seiten

Reihe: 3 Libros para Conocer

Brontë / Bronte / Nemo 3 Libros para Conocer Hermanas Brontë


1. Auflage 2021
ISBN: 978-3-98551-766-4
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 4, 667 Seiten

Reihe: 3 Libros para Conocer

ISBN: 978-3-98551-766-4
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Hermanas Brontë. - Cumbres borrascosas por Emily Brontë. - Jane Eyre por Charlotte Brontë. - La inquilina de Wildfell Hall por Anne Brontë. Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

Emily Jane Brontë (Thornton, Yorkshire, Inglaterra; 30 de julio de 1818-Haworth, Yorkshire; 19 de diciembre de 1848) fue una escritora británica. Su obra más importante es la novela Cumbres borrascosas (1847), considerada un clásico de la literatura inglesa, que fue publicada bajo el pseudónimo masculino de Ellis Bell para sortear así las dificultades que tenían las mujeres del siglo xix en el reconocimiento de su trabajo literario. Charlotte Brontë (Thornton, Yorkshire; 21 de abril de 1816-Haworth, Yorkshire; 31 de marzo de 1855) fue una novelista inglesa, hermana de las también escritoras Anne y Emily Brontë. Anne Brontë (Thornton, Yorkshire del Oeste; 17 de enero de 1820-Scarborough, 28 de mayo de 1849) fue una novelista y poetisa británica, la más joven de la familia Brontë, autora de dos novelas que hoy son clásicas de la literatura inglesa: Agnes Grey y La inquilina de Wildfell Hall.

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IX
  En el momento en que yo ocultaba a Hareton en la alacena, Hindley entró mascullando juramentos. A Hareton le espantaban tanto el afecto como la ira de su padre, porque en el primer caso corría el riesgo de que le ahogara con sus brutales abrazos, y en el segundo se exponía a que le estrellara contra un muro o le arrojara a la lumbre. Así que el niño permanecía siempre quieto en los sitios donde yo le ocultaba. —¡Al fin la hallo! —clamó Hindley, sujetándome por la piel de la nuca como si fuese un perro—. ¡Por el cielo, que os habéis conjurado para matar al niño! Ahora comprendo por qué le mantenéis siempre apartado de mí. Pero con la ayuda de Satanás, Elena, te voy ahora a hacer tragar el trinchante. No lo tomes a risa: acabo de echar a Kenneth, cabeza abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya tanto se me dan dos como uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y he de conseguirlo. —Vaya, señor Hindley —contesté—, déjeme en paz. No me gusta el sabor del trinchante: está de cortar arenques. Más vale que me pegue un tiro, si quiere. —¡Quiero que te vayas al diablo! —contestó—. Ninguna ley inglesa impide que un hombre tenga una casa decorosa, y la mía es detestable. ¡Abre esa boca! Intentó deslizarme el cuchillo entre los labios, pero yo, que nunca tuve miedo de sus locuras, insistí en que sabía muy mal y no lo tragaría. —¡Diablo! —exclamó, soltándome de pronto—. Ahora me doy cuenta de que aquel granuja no es Hareton. Perdona, Elena. Si lo fuera, merecería que le desollaran vivo por no venir a saludarme y estarse ahí chillando como si yo fuera un espectro. Ven aquí, desnaturalizado engendro. Yo te enseñaré a engañar a un padre crédulo y bondadoso. Oye, Elena: ¿no es cierto que este chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas hace más feroces a los perros, y a mí me gusta la ferocidad. Dame las tijeras. Apreciar tanto las orejas, constituye una afectación diabólica. No por dejar de tenerlas dejaríamos de ser unos asnos. Cállate, niño... ¡Anda, pero si es mi nene! Sécate los ojos, y bésame, pequeño mío. ¿Cómo? ¿No quieres? ¡Bésame, Hareton; bésame, condenado! Señor, ¿cómo habré podido engendrar monstruo semejante? Le voy a romper el cráneo... Hareton se debatía entre los brazos de su padre, llorando y pataleando, y redobló sus gritos cuando Hindley se lo llevó a lo alto de la escalera y le suspendió en el aire. Le grité que iba a asustar al niño, y me apresuré a correr para salvarle. Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla escuchando un rumor que sentía abajo, y casi había olvidado a Hareton. —¿Quién va? —preguntó, sintiendo que alguien se acercaba al pie de la escalera. Reconocí las pisadas de Heathcllff, y me asomé para hacerle señas de que se detuviese. Pero en el momento en que dejé de mirar al niño, éste hizo un brusco movimiento y cayó al vacio. No bien me había estremecido de horror, ya había reparado en que el pequeño estaba a salvo. Heathcliff llegaba en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al niño, lo puso en el suelo y miró al causante de lo ocurrido. Cuando vio que se trataba del señor Earnshaw, el rostro de Heathcliff manifestó una impresión semejante a la de un avaro que vendiese un billete de lotería de cinco chelines, y supiera al día siguiente con que había perdido así un premio de cinco mil libras. En el semblante de Heathcliff se leía claramente cuánto le pesaba haberse convertido en instrumento del fracaso de su venganza. Yo juraría que, de no haber habido luz, hubiera remediado su error estrellando al niño contra el pavimento... Pero, en fin, gracias a Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo me hallaba abajo, apretando contra mi corazon mi preciosa carga. Hindley, vuelto en sí de su borrachera, descendió las escaleras muy turbado. —Tú tienes la culpa —me dijo—. Has debido poner al niño fuera de mi alcance. ¿Se ha hecho daño? —¿Daño? —grité, indignada—. Tonto será si no se muere. Me asombra que su madre no se alce del sepulcro al ver cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de Dios. ¡Tratar así a su propio hijo! El quiso tocar al niño, que al sentirse conmigo se había repuesto de su susto, pero Hareton, entonces, comenzó de nuevo a gritar y a agitarse. —¡Déjele en paz! —exclamé—. Le odia, como le odian todos, por supuesto... ¡Qué familia tan feliz tiene usted y a qué bonita situación ha venido a parar! —¡Más bonita será en adelante, Elena! —replicó aquel desgraciado, volviendo a recuperar su habitual aspecto de dureza—. Márchate y llévate al niño de aquí. Tú, Heathcliff, haz lo mismo. Por esta noche creo que no os mataré, a no ser que se me ocurra pegar fuego a la casa... Ya veremos. Y se escanció una copa de aguardiente. —No beba más —le rogué—. Apiádese de este pobre niño, ya que no se apiada de sí mismo. —Con cualquiera le irá mejor que conmigo —me contestó. —¡Tenga compasión de su propia alma! —dije, intentando quitarle la copa de la mano. —¡No quiero! Tengo ganas de mandarla al infierno para castigar a su Creador —repuso—. ¡Brindo por su perdición eterna! Bebió y nos mandó alejarnos, no sin soltar una serie de juramentos que más vale no repetir. —¡Cuánto deploro que no se mate bebiendo! —comentó Heathcliff, repitiendo, a su vez, otra sarta de imprecaciones cuando se cerró la puerta—. Él hace todo lo posible para ello, pero es de una naturaleza muy robusta, y no lo conseguirá. El señor Kenneth asegura que va a vivir más que todos los de Gimmerton, y que encanecerá bebiendo, a no ser que le pase algo inesperado. Me senté en la cocina, y empecé a mecer a mi corderito para dormirle. Heathcliff cruzó la cocina, y yo pense que se encaminaba al granero. Pero luego resultó que se había tumbado en un banco junto a la pared, y allí permaneció callado. Yo mecía a Hareton sobre mis rodillas y había comenzado una canción que dice: «Era de noche y los niños lloraban; en sus cuevas los gnomos lo oyeron ... » De pronto, la señorita Catalina asomó la cabeza por la puerta de su habitación, y preguntó: —¿Estás sola, Elena? —Sí, señorita —contesté. Pasó y se acercó a la lumbre. Comprendí que quería decirme algo. En su rostro se leía la ansiedad. Abrió los labios como si fuera a hablar, pero se limitó a exhalar un suspiro. Continué cantando, sin hablarle, ya que no había olvidado su comportamiento anterior. —¿Dónde está Heathcliff? ——preguntó. —Trabajando en la cuadra —dije. El muchacho no denegó. Tal vez se hubiera dormido. Hubo un silencio. Por las mejillas de Catalina se deslizaba una lágrima. Me pregunté si estaría disgustada por su conducta, lo cual hubiera constituido un hecho insólito en ella. Pero no había tal cosa. No se inquietaba por nada, no siendo por lo que le atañía a ella. —¡Ay, querida! —dijo por fin—. ¡Qué desgraciada soy! —Es una pena —repuse— que sea usted tan difícil de contentar. Con tantos amigos y tan pocas preocupaciones, tiene motivos de sobra para estar satisfecha. —¿Me guardarás un secreto, Elena? —me preguntó, mirándome con aquella expresión suya que desarmaba al más enfadado, por muchos resentimientos que con ella tuviese. —¿Merece la pena? —pregunté con menos aspereza. —Sí. Y debo contártelo. Necesito saber lo que he de hacer. Eduardo Linton me ha pedido que me case con él y ya le he contestado. Pero antes de decirte lo que he respondido, dime tú qué hubiera debido contestarle. —Verdaderamente, señorita, no sé qué responderle. Teniendo en cuenta la escena que le ha hecho usted contemplar esta tarde, lo mejor hubiera sido rechazarle, porque si después de ella todavía le pide relaciones, es que es que si un tonto completo o que está loco. —Si sigues hablando así, ya no te diré más —exclamó ella, levantándose malhumorada—. Le he aceptado. Dime si he hecho mal, y pronto. —Si le ha aceptado, no veo que haya nada que hablar. ¡No va usted a retirar su palabra! —¡Pero quiero que me digas si he obrado con acierto! —insistió con irritado tono, retorciéndose las manos y frunciendo las cejas. —Para contestar, habría que tener muchas cosas en cuenta —dije sentenciosamente—. Ante todo, ¿quiere al señorito...



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