E-Book, Spanisch, 232 Seiten
Reihe: Salto de Fondo
Campos Salvaterra pensar/comer
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-254-5069-3
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Una aproximación filosófica a la alimentación
E-Book, Spanisch, 232 Seiten
Reihe: Salto de Fondo
ISBN: 978-84-254-5069-3
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
Valeria Campos Salvaterra es doctora en Filosofía y docente e investigadora del Instituto de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile. Hace ya más de una década, ha ampliado su campo de estudio hacia el uso de las figuras retóricas asociadas a la alimentación en la filosofía y realiza investigaciones de filosofía aplicada sobre ética y alimentación, con énfasis en estudios culturales y políticos. Es autora de los libros Violencia y fenomenología. Derrida entre Husserl y Levinas (2017), Transacciones peligrosas. Economías de la violencia en J. Derrida (2018), Comenzar por el terror. Ensayos sobre filosofía y violencia (2020) y de numerosos artículos sobre el problema de la violencia en su relación con el discurso en la filosofía contemporánea.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
INTRODUCCIÓN. DIARIOS DE LA CARNE (QUE COME Y ES COMIDA)
2020, septiembre
En plena pandemia de COVID-19 y aún sin vacunas, me contagié del virus. No hubo grandes padecimientos, solo síntomas cercanos al resfriado común, con impecable ausencia de fiebre. Sin demasiadas modificaciones en la vida cotidiana, dos semanas después ya estaba con la salud restablecida. Sin embargo, sucedió algo inesperado. Algo incalculable, hasta oscuro, fuera de todo horizonte de sentido, y para cuya descripción aún no tengo suficientes palabras: perdí los sentidos del gusto y del olfato. Nunca pensé que viviría para experimentar la comida, pilar fundamental de mi existencia, solo mediante sensaciones táctiles. Me acerqué perceptivamente al fenómeno mediante una analogía textil: la comida se volvió trapo, pues todo lo que ponía en mi boca se sentía como un pedazo de tela, sin sabor. Como es sabido, gusto y olfato se nombran como sentidos distintos, pero en realidad no lo son. El primero parece referir casi exclusivamente a las sensaciones gustativas que penetran por las papilas de la lengua, mientras que el segundo se sitúa en la nariz. Pero nuestro rostro es mucho más complejo que eso; no tiene, verdaderamente, «partes» separadas unas de otras. Más cierto es esto respecto de la relación buconasal: dos sentidos externos, dos puertas de entrada a nuestro organismo, unidas por túneles sinuosos y tubos funcionales, que solo se separan en el nudo que es nuestra garganta. Por eso, cuando gustamos, realmente no lo hacemos nunca sin el olfato, y viceversa: es lo que permite describir olores con metáforas gustativas y sabores con metáforas odoríficas —o, más bien, lo que excluye otras posibilidades de nombrar—. Ningún alimento que pongamos en nuestra boca tendrá realmente un gusto acabado si no obtenemos sus aromas «desde dentro», y si a esta sensación le agregamos las impresiones táctiles de temperatura y textura, tenemos entonces lo que llamamos sensación gustativa completa. El gusto, entonces, no está solo en la lengua.
Había experimentado antes, ciertamente, la falta de olfato, cuestión bastante común en temporadas de gripe y congestión nasal. Sin embargo, nunca había perdido la capacidad de percibir y distinguir sabores. Fue un acontecimiento para mí, en el mal y en el buen sentido de la palabra. Sin duda, comenzó como una situación espantosa: con estupor llevaba alimentos a mi boca para descubrir que nada había ahí de lo que había experimentado antes, toda mi vida, tres veces al día. Ningún color, ninguna tonalidad, ninguna destellante y seductora diferencia. Lo viví como un verdadero apocalipsis —no sin algo de drama extra, por mi situación de amante del comer—. Mi experiencia del mundo parecía abismarse sobre sus confines, pues ¿qué sería de mí, una persona que ha dedicado ya más de una década a pensar rigurosamente sobre el sentido del comer —y sobre el comer como posibilidad de sentido— sin capacidad de degustar los alimentos? ¿Qué sería de alguien que, en medio de los iluminadores despertares de sus investigaciones, había ya puesto parte importante del valor estético del mundo entero en la experiencia sensorial que acompaña la ingesta de comida? ¿Qué sería de quien genuinamente cree que la felicidad no se nos esconde por trascendente, sino por excesivamente cotidiana? Pensé que mi vida como pensadora de la alimentación había terminado, que todas mis experimentaciones gustativas, las que hago yo conmigo misma, las que induzco a hacer a otros —a mis estudiantes, por ejemplo—, las que admiro de tantos cocineros y cocineras que cambian todos los días el mundo cocinando, habrían de ser, desde ese momento en adelante, solo un documento que se archiva.
El buen sentido de este acontecimiento es, como sucede probablemente con toda crisis inesperada, su capacidad de desestabilizar y motivar el pensamiento. Mi primera reflexión, hipercrítica, fue acusar el alto grado de insignificancia cultural que tiene el sentido del gusto. Si el COVID-19 nos dejara ciegos, pensaba, sería un escándalo de proporciones. Toda una hueste de políticas públicas, decretos jurídicos y, ciertamente, todos los investigadores de la ciencia médica del planeta se movilizarían para encontrar una cura —o acaso una farmacología preventiva—. Pero si se trataba del gusto, el menos apreciado y el más denostado de los sentidos en Occidente, nadie hacía nada. Pero tampoco nadie decía nada: esperé y esperé para ver reacciones críticas como las mías en la prensa, las redes sociales, los programas de televisión. Y nada. Nadie dijo nada. Ni siquiera yo en ese momento.
La segunda etapa de mi reflexión consistió en articular una tesis, que ya estaba entramada con estudios de largo aliento sobre filosofía de la alimentación. Tenía que ver con esa jerarquía de los sentidos recién referida, y con la negación cultural general —esto incluye la negación epistémica— de hacer del gusto un sentido común: que logre propiciar espacios de intercambio público o esferas de saber objetivas. Es cierto que la explosión de los programas televisivos sobre cocina, cultura y experiencias gustativas ha sido crucial para entender nuestra relación con el alimento de manera diferente y más fructífera para nosotros mismos. Es cierto que la profesionalización de la cocina como disciplina científico-técnica desde comienzos del siglo XX ha hecho de la restauración un espacio genuinamente público, pues es en los restaurantes donde se comercian y se deciden muchas de nuestras preocupaciones mundanas —de las más banales hasta las más trascendentes—. Sin embargo, hay algo en la experiencia de comer, en la práctica cotidiana de ingerir alimentos, que sigue siendo para nosotros una actividad menor, que asociamos con el placer, mas no con la felicidad; con la convivialidad, pero no con la política; con la experiencia, mas no con la ciencia y, difícilmente incluso hasta ahora, con el arte. Comer, aunque los golosos —o gourmands— del mundo se unan, es aún una actividad demasiado cotidiana, del ámbito de la solicitud ocupada —por usar palabras de Heidegger— que enriquece nuestras vidas pero no las decide en su sentido profundo.
Esto último ha sido especialmente cierto en el caso de la filosofía. La filosofía, en efecto, nunca se ha hecho cargo de la alimentación como un tema suyo, que forme parte del ámbito de las cuestiones que originariamente le preocupan —o que deberían preocuparle—. Durante los primeros años de mis investigaciones —período cuyos resultados conforman este libro—, me asombraba que al buscar «filosofías del comer» la respuesta de los textos era tanto silencio como negación. El primer capítulo de este libro describe el recorrido de mi propia pesquisa tras la utopía filosófica del comer. Nunca encontré, sin embargo, esa cofralandes filosófica —como le llaman en el folklore chileno al imaginario del campesino pobre que sueña con la riqueza de una ciudad hecha toda de comida—.1 Toda una antifilosofía de la ingesta es, así, el lado explícito de dicha negación u ocultación. Ni Platón, ni Aristóteles, ni siquiera los hedonistas que los refutaron, pero tampoco los teóricos modernos del gusto que los superaron; sorpresivamente, tampoco los primeros gastrónomos, ni los vanguardistas antropólogos culturales se han hecho cargo del comer en su sentido más rotundo. Es decir, en su sentido más material, más «óntico», más contingente, más vulgarmente maravilloso.
Ningún teórico del cambiante campo de las humanidades lo ha hecho. Y si bien podríamos citar un no tan pequeño estado de la cuestión, proveniente de los llamados food studies, se trata de un saber aún incipiente, todavía lejos de conseguir el estatuto epistémico de un campo científico. Esta era la potente conclusión rabiosa a la que llegaba con mis estudios, la misma que se acentuó cada uno de esos 14 días de COVID-19 en 2020. Fue en ese momento específico cuando la urgencia de este libro, ya pasado respecto de mis investigaciones más actuales, se volvió evidente.
2015-2017
El acontecimiento de la pérdida del gusto me transportó inevitablemente a cotidianas escenas pasadas: Jamie Oliver —como ejemplo paradigmático— buscando el repudio de los escolares británicos por los nuggets de pollo mediante un razonamiento científico: su experimento de mostrar el paso a paso de la confección de un nugget era su caballo de batalla, lamentablemente fallido. Luego de mostrar en vivo y en directo a los jóvenes la bajeza material, estética, ética y política de fabricar un alimento con los más denigrantes restos de un cadáver de pollo, y tras muecas, retorcidos movimientos y sonidos corporales de los niños frente a semejante escena de asco, el resultado no puede dejar de sorprendernos: los niños seguían amando los nuggets de pollo. El experimento se repitió en Estados Unidos, con exactamente el mismo resultado. Primera conclusión apresurada, pero probablemente cierta: en cuestiones de comida, poca injerencia efectiva tiene la razón pura; es más, puede que hasta sea perjudicial dejar todo el peso de las decisiones alimentarias a su arbitrio. Segunda conclusión apresurada y, al igual que la hipótesis de Jamie Oliver, fallida: tratándose de alimentación, gusto mediante, el camino a una decisión correcta no es un procedimiento racional, sino una experiencia estética. Pues ya había tenido la penosa oportunidad de presenciar en otros educadores el frustrado intento de hacer razonar a los...