Chayka | Desear menos | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 320 Seiten

Chayka Desear menos

Viviendo con el minimalismo
1. Auflage 2022
ISBN: 978-84-124199-6-2
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

Viviendo con el minimalismo

E-Book, Spanisch, 320 Seiten

ISBN: 978-84-124199-6-2
Verlag: Gatopardo ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Una reivindicación del significado profundo de una palabra secuestrada por la industria de la autoayuda. «Menos es más» es uno de los mantras más populares del siglo XXI. Marie Kondo y otros gurús del orden aseguran que deshacerte de tus posesiones te hará más feliz. Proliferan las curas de desintoxicación y los retiros donde se prohíbe el uso de la tecnología. Abrumados por el ritmo de la vida moderna, soñamos con espacios silenciosos, puros y diáfanos. El minimalismo, que empezó ligado al arte de vanguardia, designa ahora un estilo de vida aspiracional que pregona la austeridad al tiempo que fomenta el consumismo que dice combatir. Sin embargo, nuestro «deseo de menos» responde a un anhelo existencial cuyo significado profundo va mucho más allá de un armario bien ordenado. Mezclando la crítica cultural con la crónica personal, Kyle Chayka emprende en Desear menos una búsqueda de los orígenes filosóficos y estéticos del minimalismo contemporáneo. Para ello, ahonda en la vida y la obra de artistas como Donald Judd y Agnes Martin, músicos como Brian Eno y John Cage o escritores como Junichiro Tanizaki; experimenta el aislamiento sensorial en un tanque de flotación, visita los jardines de rocas de Kioto y se sumerge en las enseñanzas del budismo zen. De esta miríada de ideas, lugares y personas emerge una poética alternativa del minimalismo, entendido como una forma radical de aprehender las cosas tal y como son, en lugar de evadirnos de la realidad o de su falta de respuestas. La crítica ha dicho... «Desear menos rompe la cáscara inerte del minimalismo en tanto que objeto de consumo y deja al descubierto una realidad palpitante y sorprendente.» Jenny Odell, autora de Cómo no hacer nada «Desear menos no es tanto una contribución como un correctivo al canon minimalista.» Jia Tolentino, The New Yorker «Chayka guía al lector en un viaje a través de la historia y alrededor del globo, dando la misma importancia a minimalistas como Steve Jobs (que vivía en una casa gigante que estaba totalmente vacía) y a Cicerón.» Wired «Un trayecto artístico, poético y casi sensitivo por diferentes fuentes del minimalismo.» Liliana Arroyo, El País «Asesta un estoconazo tras otro a la moda minimalista.» Jorge Freire, The Objective

(Portland, 1988) es un periodista y crítico cultural afincado en Washington D.C. Escribe habitualmente sobre tecnología y cultura digital en The New Yorker. También ha colaborado con The New York Times Magazine, The New Republic y Harper's. Su reportaje sobre el turismo en Islandia fue seleccionado como uno de los mejores textos de viaje de Estados Unidos en 2020. Gatopardo ha publicado su primer ensayo, Desear menos (2021), una búsqueda de los orígenes estéticos y filosóficos del minimalismo contemporáneo.
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1

Cuando Sonrisa Andersen era niña, su hogar era un caos. A los ocho años, sus padres se separaron y ella se trasladó a Colorado Springs con su madre. Con el paso del tiempo, comprendería que su madre era una acaparadora compulsiva. Quizás se debiera a la amargura por el fracaso de su matrimonio, o quizás se tratase de un hábito que fue empeorando a medida que su madre se hacía más dependiente de las drogas y el alcohol. Sobre la mesa de la cocina había pilas de ropa que llegaban hasta el techo, prendas donadas gratuitamente por iglesias u organizaciones benéficas, que a veces ni siquiera eran de la talla adecuada, y a veces aún sucias. La abuela de Andersen, con su mejor intención, les había procurado muebles rescatados de la calle, que se iban amontonando. Sobre las encimeras y por todo el suelo de la cocina se desparramaba una avalancha de cazuelas y sartenes, más de las que podrían usar nunca. Su madre arramblaba con cualquier cosa que pudiera conseguir gratis o muy barata, la llevaba a casa y la dejaba por ahí.

De pequeña, Andersen trataba de ponerlo todo en orden, pero sin demasiado éxito. Se convirtió en una experta en capacidad organizativa, encontrando un lugar para cada cosa. Conseguía mantener el orden en su espacio propio, pero al otro lado de la puerta de su dormitorio persistía el caos. La familia era pobre; si hubiese sido más sensata, su madre podría haber comprado solo lo necesario, pero en cambio la pobreza suscitó en ella una mentalidad de asedio. Un suéter, una silla, una bandeja de horno: uno nunca sabía qué cosas no podría reemplazar si las desechaba. La perspectiva de desembarazarse de algo llevaba aparejada una sensación de riesgo que lo hacía insoportable.

Andersen era consciente de que si quería que sus circunstancias cambiasen era preciso irse de casa. A los diecisiete años se alistó en las Fuerzas Aéreas y se fue a Nuevo México para conseguir, más tarde, otro destino militar de vuelta en Colorado. Su carrera la llevaría a Alaska y luego a Ohio, donde actualmente reside con su marido, Shane, y trabaja como técnico de fisiología aeroespacial. Pero la ansiedad del agobiante entorno de su hogar nunca la abandonó. El desorden se volvía a colar sigilosamente, a pesar de que ahora ella creía tenerlo controlado.

Se dio cuenta de que ella y Shane poseían dos cafeteras en vez de una. Jarroncitos de Ikea y otros objetos decorativos diversos ocupaban todas las superficies posibles. Sin saber cómo, en su cocina aparecieron diez espátulas. Había aparatos comprados por internet, montones de material para hacer álbumes y souvenirs de las maratones que había corrido. De vez en cuando pagaban con tarjeta de crédito un traje, una televisión o un teléfono móvil. A principios de 2016, cuando Andersen tenía treinta años, uno de los dos todoterrenos de la pareja se averió sin remedio y lo dejaron abandonado en el camino de entrada. De modo que se hicieron con un tercer coche mediante leasing, lo que vino a sumarse a todos sus demás gastos. Tenían demasiadas cosas y demasiadas deudas que no podían pagar. No sabía cómo hacer para evitar repetir el patrón establecido por su madre ni cómo sortear el peligro de acumular cada vez más y más.

Andersen deseaba tener todo aquello de lo que había carecido en su infancia, las comodidades de que disfrutaban sus colegas y vecinos. Quería ser como las personas que salían en los anuncios, con sus salones inmaculados de revista de decoración. «Ves que la gente a tu alrededor tiene todas esas cosas —la casa, el coche, la lavadora-secadora— y te parece que son felices, y que eso es lo que los hace felices —confesó—. Compras y compras sin parar, creyendo que eso forma parte de tu vida ideal.» Cada nueva adquisición le procuraba una pequeña descarga de dopamina, que se desvanecía en cuanto la había desempaquetado y empezaba a ocupar sitio.

De modo que hizo lo que haría cualquier millennial y buscó en Google una solución al estrés. Esta búsqueda la condujo a una serie de blogs sobre «minimalismo»: un estilo de vida que consiste en vivir con menos y ser feliz con lo que ya posees, siendo más consciente de ello. Los blogueros minimalistas eran hombres y mujeres que, como ella, habían tenido una revelación como consecuencia de una crisis personal de consumismo. Comprar más no había logrado hacerlos más felices. En realidad, era una trampa; necesitaban establecer una nueva relación con sus posesiones, lo que por lo general comportaba deshacerse de la mayoría de ellas. Tras haber pasado por un proceso de «minimalización» y haberse desprendido de todo lo que podían, los blogueros mostraban con orgullo sus apartamentos vaciados —estantes abiertos en la cocina con solo unos cuantos platos, armarios en los que colgaban una pocas prendas de un solo color— y compartían las estrategias que empleaban para no poseer más de cien objetos. Sus consejos les reportaban una audiencia de gente igualmente insatisfecha, y ellos se aprovechaban de su condición de expertos en minimalismo para pedir donaciones o vender libros. Entre todos, la más famosa era Marie Kondo, una gurú japonesa del orden cuyos libros, que llenaban los anaqueles de todas las librerías del país, se vendían por millones. El principal mandamiento del kondoísmo era que había que desprenderse de todo lo que no «produzca felicidad», una expresión que se convertiría en proverbial.

Lo que el colectivo de blogueros llamaba «minimalismo» consistía en una especie de simplicidad cultivada, un mensaje moral combinado con un estilo visual particularmente austero. Era un estilo que estos exhibían ante todo en Instagram y en Pinterest (donde Andersen se hizo un tablero con la etiqueta #minimalismo), dos redes sociales que animan a acumular objetos aspiracionales digitales, cuando no físicos. Dentro de la imaginería minimalista podían distinguirse unos cuantos sellos distintivos: azulejos blancos lisos, similares a los del metro, mobiliario de estilo escandinavo moderno de mediados del siglo xx, y prendas fabricadas con tejidos orgánicos de marcas que prometían que nunca necesitarías comprar más de un artículo de cada tipo. Junto a los productos había memes monocromos con eslóganes como «Posee menos cosas. Encuentra más objetivos» y «Cuanto más tires, más encontrarás». El minimalismo era tanto una marca con la que sentirse identificado como una forma de enfrentarse al desorden.

Andersen se compró los libros minimalistas y escuchó los pódcast. Influenciada por ellos, eliminó todo lo que adornaba las paredes de su domicilio, limpió de cachivaches todas las superficies, y colocó muebles hechos de madera de pino clara para que las habitaciones resplandeciesen al sol. Ahora que no compraban cosas nuevas, la pareja tenía suficiente dinero para pagar sus deudas y los préstamos de estudiante de Shane. El efecto resultó refrescante tanto mental como físicamente; Andersen sintió que se había quitado un peso de encima, y el motivo iba mucho más allá de la ausencia de desorden. Empezó a adquirir cierta fama entre sus amistades por su identidad minimalista. Por Navidades, su jefe le regaló un adorno y le dijo en broma que no le estaba permitido venderlo en eBay para sacárselo de encima, pero eso es lo que ella pensaba hacer de todos modos. El minimalismo requería disciplina. Le costó todo un año decidir si debía gastar veinte dólares en una nueva taza de cristal para el café para llevar. (Lo hizo, y valió la pena.) Sentía que había conseguido romper el hechizo que el consumismo había ejercido sobre ella. «No tienes que querer cosas —decía—. Se parece a una meditación, es casi como repetir un mantra.»

Andersen estaba convencida de que su traumática infancia no era la única responsable. Algo funcionaba mal en lo que había sido el sueño americano de materialismo exitoso.

Conocí a Andersen en 2017 en Cincinnati, donde ambos asistíamos a una conferencia sobre minimalismo que se celebraba en una sala de baile de la localidad, con sillas plegables dispuestas en filas sobre un suelo pegajoso de cerveza seca. Tenía un aire de compostura y confianza en sí misma que procedía de las experiencias por las que había pasado, mezclado con cierta timidez. No había nada superfluo en su forma de comportarse. En este sentido, era lo opuesto a los dos hombres treintañeros que habíamos ido a ver, un par de blogueros entusiastas, llamados Joshua Fields Millburn y Ryan Nicodemus, que en 2010 habían empezado a autodenominarse The Minimalists. Ambos habían disfrutado de sueldos de cientos de miles de dólares como ejecutivos de marketing tecnológico, pero al verse asediados por crecientes deudas y problemas de adicción le dieron al botón de reset y se dedicaron a bloguear, relatando cómo se deshicieron de todo y empezaron de nuevo.

The Minimalists autopublicaron libros y acumularon millones de oyentes en su pódcast. En 2016, Netflix compró un documental realizado por ellos que mostraba prácticas minimalistas en diversos lugares de Estados Unidos. Ese fue el punto de inflexión; la mayoría de los fans con los que hablé en Cincinnati citaban esa película como su momento de conversión al minimalismo.

Millburn y Nicodemus, ambos vestidos de negro, emprendieron su gira «Menos es Ahora», un recorrido a escala nacional por teatros y salas de baile, donde audiencias de centenares de personas acudían a escuchar el mensaje de que «las cosas más importantes de la vida no son en realidad cosas», tal como Millburn proclamó desde el escenario aquella noche. El local estaba repleto de parejas y familias, así como de gente que había acudido sola: mujeres que...



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