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Collins / Wallace / Doyle | 3 Libros para Conocer Ficción Detectivesca | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 21, 583 Seiten

Reihe: 3 Libros para Conocer

Collins / Wallace / Doyle 3 Libros para Conocer Ficción Detectivesca


1. Auflage 2021
ISBN: 978-3-98522-697-9
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 21, 583 Seiten

Reihe: 3 Libros para Conocer

ISBN: 978-3-98522-697-9
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Ficción Detectivesca.Los cuatro hombres justos por Edgar Wallace.El sabueso de los Baskerville Arthur Conan Doyle.La Piedra Lunar por Wilkie Collins.Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

Richard Horatio Edgar Wallace (Greenwich, Inglaterra, Reino Unido, 1 de abril de 1875 Beverly Hills, Estados Unidos, 10 de febrero de 1932) fue un novelista, dramaturgo y periodista británico, padre del moderno estilo thriller y aclamado mundialmente como maestro de la narración de misterio. Además es el autor del guion original de la película King-Kong.Arthur Ignatius Conan Doyle (Edimburgo, 22 de mayo de 1859-Crowborough, 7 de julio de 1930) fue un escritor y médico británico, creador del célebre detective de ficción Sherlock Holmes. Fue un autor prolífico cuya obra incluye relatos de ciencia ficción, novela histórica, teatro y poesía.William Wilkie Collins (Londres, 8 de enero de 1824 - ib., 23 de septiembre de 1889) fue un novelista, dramaturgo y autor de relatos cortos inglés. Es considerado uno de los creadores del género de la novela policíaca, a través de una narrativa caracterizada por la atmósfera de misterio y fantasía, el suspense melodramático y el relato minucioso.

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V
El ultraje al «Megaphone»   El redactor jefe del Megaphone, al volver de cenar, se topó con el director del periódico en la escalera. El director, hombre de rostro juvenil, interrumpió sus cábalas sobre un nuevo proyecto (el Megaphone era la sede de los nuevos proyectos), y se interesó por el asunto de los Cuatro Hombres Justos. —La excitación popular va en aumento —informó el redactor jefe—. La gente no habla de otra cosa que del próximo debate sobre el Acta de Extradición, y el Gobierno está adoptando todo género de medidas para prevenir un ataque a Ramon. —¿Cuál es, no obstante, la creencia general? El interrogado se encogió de hombros. —En realidad, nadie cree que vaya a suceder nada, a pesar de la bomba. El director, tras meditar unos instantes, preguntó de pronto: —¿Qué piensas tú? El redactor jefe se echó a reír. —Pienso que nunca llevarán a cabo la amenaza; por esta vez, los cuatro han dado con un hueso duro de roer. Si no hubieran avisado a Ramon hubieran podido hacer algo, pero estando éste ya en guardia… —Ya lo veremos —terminó el director, y se fue a su casa. El redactor jefe, mientras subía por la escalera, se preguntó por cuánto tiempo los Cuatro serían noticia en su periódico, y casi deseó que realizaran el atentado, aunque resultase fallido, cosa que consideraba inevitable. Su despacho estaba cerrado y a oscuras. Sacó la llave del bolsillo, la insertó en la cerradura, la hizo girar, abrió la puerta y entró. —Me pregunto… —musitó, alargando la mano hacia el interruptor de la luz… Hubo un destello cegador y unas fugaces llamaradas, y el cuarto volvió a sumirse en la oscuridad. Sobresaltado, salió al corredor y pidió a voces una luz. —¡Qué venga el electricista! —tronó—. ¡Se ha fundido uno de esos malditos plomos! Una linterna reveló que la habitación estaba llena de un humo acre, y el electricista descubrió que habían sacado todas las bombillas de sus casquillos y las habían dejado sobre el escritorio. De uno de los brazos de la lámpara pendía un fino alambre en espiral, a cuyo extremo había una cajita negra, de la que surgía el humo. —Abrid las ventanas —ordenó el jefe de redacción. Trajeron un cubo con agua y metieron cuidadosamente la cajita en él. Fue entonces cuando el redactor jefe reparó en el sobre de color gris verdoso que yacía sobre la mesa. Lo cogió, le dio la vuelta, lo abrió y observó que la solapa todavía estaba húmeda. Decía la nota: Distinguido señor: Cuando encienda la luz este atardecer, probablemente se imaginará por un momento que es víctima de uno de esos «ultrajes» a que tanto le gusta referirse. Le debemos nuestras disculpas por las molestias que podamos haberle causado. La sustitución de una lámpara por un «enchufe» conectado a una pequeña carga de magnesio en polvo es el motivo de su desconcierto. Le rogamos crea que hubiera sido igual de sencillo conectar una carga de nitroglicerina, con lo que usted hubiese sido su propio verdugo. Hemos dispuesto esta artimaña como prueba de nuestra inflexible intención de cumplir nuestra promesa respecto al Acta de Extradición. No existe ningún poder en la tierra que pueda salvar a sir Philip Ramon de la destrucción, y le rogamos a usted, como controlador de un gran medio de difusión, que haga uso de su influencia para inclinar la balanza hacia el lado de la justicia, invocando a su Gobierno para que desapruebe una medida tan injusta, para que se salven no sólo las vidas de muchas personas inofensivas que han hallado un refugio en su país, sino también la vida de un ministro de la Corona, cuya única culpa, a nuestros ojos, es su celo en favor de una causa injusta. (firmado) LOS CUATRO HOMBRES JUSTOS —¡Uiu! —Silbó el redactor jefe, pasándose un pañuelo por la frente y mirando la empapada caja que flotaba tranquilamente sobre el agua del cubo. —¿Le ocurre algo, señor? —preguntó el electricista. —Nada, nada —fue la seca respuesta—. Termine su trabajo, ponga esas bombillas en su sitio y váyase. El obrero, picado por la curiosidad, contempló la flotante caja y el pedazo de alambre. —Esto es algo raro, señor —comentó—. Si quiere saber mi opinión… —No le he pedido su opinión. Acabe su trabajo y márchese —le atajó el redactor jefe del Megaphone. —Le ruego que me perdone; no quería molestarlo —se disculpó humildemente el artesano. Media hora después, el redactor jefe del Megaphone estaba discutiendo la situación con Welby. Welby, que era el más destacado corresponsal extranjero en Londres, sonrió amablemente y confesó su asombro. —Siempre he creído que esos tipos hablan en serio —afirmó con entusiasmo—. Es más, tengo el pleno convencimiento de que cumplirán su promesa. Cuando estuve en Génova —Welby obtenía mucha de su información de primera mano—. ¿O fue en Sofía?…, conocí a un sujeto que me habló del caso Trelovitch. El general Trelovitch era uno de los que asesinaron al rey de Servia, como tú recordarás. Bien, una noche salió de su cuartel para asistir al teatro… Aquella misma noche lo hallaron muerto en una plaza pública con una espada atravesándole el corazón. En aquel caso hubo dos detalles dignos de mención —el corresponsal del extranjero los indicó con los dedos—. Primero, el general asesinado era un notable espadachín, y todas las evidencias mostraban que no lo habían matado a sangre fría, sino en un duelo; segundo, el muerto llevaba un corsé, como suelen llevarlo muchos militares agermanados, y uno de sus atacantes reparó en el hecho, seguramente al propinarle una estocada, y le obligó a quitárselo; sea como sea, lo cierto es que hallaron dicha prenda muy cerca del cadáver. —¿Se supo por entonces que aquello era obra de los Cuatro? —inquirió el redactor jefe. Welby negó con la cabeza. —Ni siquiera yo tenía idea entonces de que existieran. ¿Y tú qué has hecho después del susto que te llevaste? —He interrogado a los porteros, a los botones y a cuantos estaban de servicio en aquellos momentos, pero la llegada y la marcha de nuestro misterioso amigo (no creo que fuera más de uno) sigue sin explicación. La verdad es, Welby, que estoy bastante desorientado. La goma del sobre todavía estaba húmeda. La carta debió de ser escrita dentro del edificio y metida en el sobre momentos antes de entrar yo en mi despacho. —¿Estaban abiertas las ventanas? —No; las tres estaban cerradas con pestillo, y hubiera sido imposible penetrar en la habitación por ese medio. El detective que se presentó para obtener un informe de las circunstancias del caso fue de la misma opinión. —La persona que dejó la nota debió de salir de esta habitación como mucho un minuto antes de llegar usted —concluyó, y se hizo cargo de la carta. Siendo un detective joven y entusiasta, antes de dar por terminada la investigación efectuó un registro sumamente meticuloso de la estancia, levantando alfombras, golpeando paredes, inspeccionando armarios y tomando laboriosas e innecesarias medidas con una regla graduada. —Muchos policías se burlan de las historias de detectives —explicó al divertido redactor jefe—, pero yo he leído todas las obras de Gaboriau y Conan Doyle, y creo en la observación de los pequeños detalles. No halló ceniza de cigarrillos o algo por el estilo, ¿verdad? —preguntó anhelosamente. —Siento decirle que no —dijo el jefe de redacción gravemente. —Lástima —se condolió el detective, y tras envolver la «máquina infernal» y el alambre, se despidió. Poco después el redactor jefe comunicó a Welby que el discípulo de Holmes había dedicado media hora a examinar el suelo con su magnífica lupa. —Encontró medio soberano que perdí hace semanas. No hay mal que por bien no venga. Nadie se enteró en toda la tarde de lo ocurrido en el despacho del jefe de redacción, a excepción de éste y Welby. Hubo cierto rumor en el departamento de los redactores, referente a un pequeño incidente ocurrido en el sancta sanctorum. —Al jefe se le fundió un plomo en su despacho y se llevó un susto de aúpa —anunció el periodista que se cuidaba de las listas de embarque. —Pues a mí —dijo el experto en climatología, levantando la vista de su mapa del tiempo— también me ha ocurrido algo parecido. Una de estas noches… El redactor jefe había dirigido unas firmes palabras al detective antes de la marcha de éste. —Sólo usted y yo conocemos lo sucedido aquí, de modo que si se filtra la noticia sabré que es culpa de Scotland Yard. —Le aseguro que nadie sabrá nada por boca nuestra —repuso el detective—. Ya estamos metidos en aguas demasiado calientes. —Está bien —aprobó el jefe de redactores, pero aquel «está bien» sonó como una amenaza. Así que Welby y el redactor jefe guardaron secreto el incidente hasta media hora antes de que el periódico entrara en prensa. Este proceder puede extrañar al profano, mas la experiencia ha demostrado a la mayoría de quienes controlan los periódicos que las noticias tienen una malhadada tendencia a filtrarse al exterior antes de ser publicadas. Se sabe de linotipistas avarientos (pues hasta los linotipistas pueden ser avarientos) que han obtenido copias de importantes noticias en exclusiva...



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