E-Book, Spanisch, Band 114, 432 Seiten
Reihe: Los Cuatro Vientos
Cuenca Las cien mejores poesías de la lengua castellana
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-17266-04-2
Verlag: Renacimiento
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 114, 432 Seiten
Reihe: Los Cuatro Vientos
ISBN: 978-84-17266-04-2
Verlag: Renacimiento
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Hace casi ciento diez años preparó don Marcelino Menéndez Pelayo, director de la Biblioteca Nacional, una antología de las cien mejores poesías de la lengua castellana. La selección reflejaba, desde luego, su gusto personal, pero también el de su tiempo. Luis Alberto de Cuenca dirigió la Biblioteca Nacional entre 1996 y 2000, y fue en ese lapso de tiempo, concretamente en 1998, cuando vio la luz la primera edición de sus Cien mejores poesías de la lengua castellana, florilegio que a su vez reflejaba los gustos de su autor y de su tiempo. Ahora, con importantes modificaciones, vuelve a editarse de manera definitiva la antología de Luis Alberto, que rescata poetas injustamente olvidados, reivindica la poesía tradicional y descubre a los ojos del lector actual parcelas sorprendentes de los mejores poetas que escribieron en castellano. He aquí, pues, un libro de compañía para todas las horas, que, ábrase por donde se abra, nos habla de luces y de sombras, de alegrías y penas, de amor y desamor: de belleza siempre.
Luis Alberto de Cuenca nació en Madrid el 29 de diciembre de 1950. Es Profesor de Investigación del CSIC y Académico numerario de la Real Academia de la Historia. Preside el Real Patronato de la Biblioteca Nacional. Entre sus libros poéticos figuran La caja de plata (Sevilla, Renacimiento, 1985, Premio de la Crítica), El otro sueño (Sevilla, 1987), El hacha y la rosa (Sevilla, 1993), El reino blanco (Madrid, 2010), La mujer y el vampiro (Madrid, 2010) y Cuaderno de vacaciones (Madrid, 2014, Premio Nacional de Poesía).
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9 COPLAS A LA MUERTE
DE DON RODRIGO MANRIQUE JORGE MANRIQUE ( 1440-1479 ) Siempre he dicho que si tuviera que elegir un poema en lengua castellana –solo uno, no un centenar, como los de este libro–, ese sería Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, un autor en el que tradición y originalidad conviven en perfecta armonía y a una temperatura estética muy alta. El tono meditativo y elegíaco, la oportunidad en la elección de cada palabra, la mágica fluidez de versos y estrofas, revelan al poeta superdotado que fue Manrique, cuyo mensaje lírico sigue hoy más vivo que nunca. Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo a nuestro parescer, cualquiera tiempo pasado fue mejor. Y pues vemos lo presente cómo en un punto s’es ido y acabado, si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado. No se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio, porque todo ha de pasar por tal manera. Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir; allí los ríos caudales, allí los otros, medianos y más chicos, allegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos. Dejo las invocaciones de los famosos poetas y oradores; no curo de sus ficciones, que traen hierbas secretas sus sabores. A aquel solo me encomiendo, Aquel solo invoco yo, de verdad, que en este mundo viviendo el mundo no conosció su deidad. Este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar; mas cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar. Partimos cuando nascemos, andamos mientra vivimos, y llegamos al tiempo que fenescemos; así que, cuando morimos, descansamos. Este mundo bueno fue si bien usásemos d’él como debemos, porque según nuestra fe es para ganar aquel que atendemos. Y aun el hijo de Dios, para sobirnos al cielo, descendió a nascer acá entre nos y vivir en este suelo do murió. Ved de cuán poco valor son las cosas tras que andamos y corremos, que, en este mundo traidor, aun primero que muramos, las perdemos; d’ellas deshace la edad, d’ellas casos desastrados que acaescen, d’ellas, por su calidad, en los más altos estados desfallescen. Decidme, la hermosura, la gentil frescura y tez de la cara, la color y la blancura cuando viene la vejez, ¿cuál se para? Las mañas y ligereza y la fuerza corporal de juventud, todo se torna graveza cuando llega al arrabal de senectud. Pues la sangre de los godos, el linaje y la nobleza tan crescida, ¡por cuántas vías y modos se sume su gran alteza en esta vida! Unos, por poco valer, por cuan bajos y abatidos que los tienen; otros que, por no tener, con oficios no debidos se mantienen. Los estados y riqueza que nos dejan a deshora ¿quién lo duda? No les pidamos firmeza, pues que son de una señora que se muda; que bienes son de Fortuna que revuelve con su rueda presurosa, la cual no puede ser una, ni estar estable ni queda en una cosa. Pero digo que acompañen y lleguen hasta la huesa con su dueño: por eso no nos engañen, pues se va la vida apriesa como sueño. Y los deleites de acá son, en que nos deleitamos, temporales, y los tormentos de allá, que por ellos esperamos, eternales. Los placeres y dulzores d’esta vida trabajada que tenemos, ¿qué son sino corredores y la muerte, la celada en que caemos? No mirando a nuestro daño corremos a rienda suelta sin parar; desque vemos el engaño y queremos dar la vuelta, no hay lugar. Si fuese en nuestro poder tornar la cara fermosa corporal como podemos hacer el ánima gloriosa angelical, ¡qué diligencia tan viva toviéramos toda hora, y tan presta, en componer la cativa, dejándonos la señora descompuesta! Esos reyes poderosos que vemos por escrituras ya pasadas, con casos tristes, llorosos, fueron sus buenas venturas trastornadas. Así que no hay cosa fuerte, que a papas y emperadores y perlados así los trata la muerte como a los pobres pastores de ganados. Dejemos a los troyanos, que sus males no los vimos ni sus glorias; dejemos a los romanos, aunque oímos y leímos sus historias. No curemos de saber lo de aquel siglo pasado qué fue d’ello; vengamos a lo de ayer, que también es olvidado como aquello. ¿Qué se hizo el rey don Juan? Los Infantes de Aragón, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán? ¿Qué fue de tanta invención como trujieron? Las justas y los torneos, paramentos, bordaduras y cimeras, ¿fueron sino devaneos?, ¿qué fueron sino verduras de las eras? ¿Qué se hicieron las damas, sus tocados, sus vestidos, sus olores? ¿Qué se hicieron las llamas de los fuegos encendidos de amadores? ¿Qué se hizo aquel trovar, las músicas acordadas que tañían? ¿Qué se hizo aquel danzar, aquellas ropas chapadas que traían? Pues el otro, su heredero, don Enrique, ¡qué poderes alcanzaba!, ¡cuán blando, cuán halaguero el mundo con sus placeres se le daba! Mas veréis, ¡cuán enemigo, cuán contrario, cuán cruel se le mostró! Habiéndole sido amigo, ¡cuán poco duró con él lo que le dio! Las dádivas desmedidas, los edificios reales llenos de oro, las vajillas tan febridas, los enriques y reales del tesoro, los jaeces y caballos de su gente, y atavíos tan sobrados, ¿dónde iremos a buscallos?, ¿qué fueron sino rocíos de los prados? Pues su hermano, el inocente que, en su vida, sucesor se llamó, ¡qué corte tan excelente tuvo y cuánto gran señor que le siguió! Mas, como fuese mortal, metióle la muerte luego en su fragua. ¡Oh, juïcio divinal!, cuando más ardía el fuego echaste agua. Pues aquel gran Condestable, maestre que conoscimos tan privado, no cumple que d’él se hable, sino solo que lo vimos degollado. Sus infinitos tesoros, sus villas y sus lugares, su mandar, ¿qué le fueron sino lloros?, ¿fuéronle sino pesares al dejar? Pues los otros dos hermanos, maestres tan prosperados como reyes, que a los grandes y medianos trujeron tan sojuzgados a sus leyes; aquella prosperidad que tan alto fue subida y ensalzada, ¿qué fue sino claridad que, estando más encendida, fue amatada? Tantos duques excelentes, tantos marqueses y condes y barones como vimos tan potentes, di, Muerte, ¿dó los escondes y traspones? Y las sus claras hazañas que hicieron en las guerras y en las paces, cuando tú, cruda, te ensañas, con tu fuerza...