E-Book, Spanisch, Band 114, 432 Seiten
Reihe: Los Cuatro Vientos
Cuenca Las cien mejores poesías de la lengua castellana
1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-17266-04-2
Verlag: Renacimiento
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, Band 114, 432 Seiten
Reihe: Los Cuatro Vientos
ISBN: 978-84-17266-04-2
Verlag: Renacimiento
Format: EPUB
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Luis Alberto de Cuenca nació en Madrid el 29 de diciembre de 1950. Es Profesor de Investigación del CSIC y Académico numerario de la Real Academia de la Historia. Preside el Real Patronato de la Biblioteca Nacional. Entre sus libros poéticos figuran La caja de plata (Sevilla, Renacimiento, 1985, Premio de la Crítica), El otro sueño (Sevilla, 1987), El hacha y la rosa (Sevilla, 1993), El reino blanco (Madrid, 2010), La mujer y el vampiro (Madrid, 2010) y Cuaderno de vacaciones (Madrid, 2014, Premio Nacional de Poesía).
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COPLAS A LA MUERTE
DE DON RODRIGO MANRIQUE
JORGE MANRIQUE
( 1440-1479 )
Siempre he dicho que si tuviera que elegir un poema en lengua castellana –solo uno, no un centenar, como los de este libro–, ese sería Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, un autor en el que tradición y originalidad conviven en perfecta armonía y a una temperatura estética muy alta. El tono meditativo y elegíaco, la oportunidad en la elección de cada palabra, la mágica fluidez de versos y estrofas, revelan al poeta superdotado que fue Manrique, cuyo mensaje lírico sigue hoy más vivo que nunca.
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo a nuestro parescer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
Y pues vemos lo presente
cómo en un punto s’es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
porque todo ha de pasar
por tal manera.
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros, medianos
y más chicos,
allegados son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.
Dejo las invocaciones
de los famosos poetas
y oradores;
no curo de sus ficciones,
que traen hierbas secretas
sus sabores.
A aquel solo me encomiendo,
Aquel solo invoco yo,
de verdad,
que en este mundo viviendo
el mundo no conosció
su deidad.
Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nascemos,
andamos mientra vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenescemos;
así que, cuando morimos,
descansamos.
Este mundo bueno fue
si bien usásemos d’él
como debemos,
porque según nuestra fe
es para ganar aquel
que atendemos.
Y aun el hijo de Dios,
para sobirnos al cielo,
descendió
a nascer acá entre nos
y vivir en este suelo
do murió.
Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos,
las perdemos;
d’ellas deshace la edad,
d’ellas casos desastrados
que acaescen,
d’ellas, por su calidad,
en los más altos estados
desfallescen.
Decidme, la hermosura,
la gentil frescura y tez
de la cara,
la color y la blancura
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?
Las mañas y ligereza
y la fuerza corporal
de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega al arrabal
de senectud.
Pues la sangre de los godos,
el linaje y la nobleza
tan crescida,
¡por cuántas vías y modos
se sume su gran alteza
en esta vida!
Unos, por poco valer,
por cuan bajos y abatidos
que los tienen;
otros que, por no tener,
con oficios no debidos
se mantienen.
Los estados y riqueza
que nos dejan a deshora
¿quién lo duda?
No les pidamos firmeza,
pues que son de una señora
que se muda;
que bienes son de Fortuna
que revuelve con su rueda
presurosa,
la cual no puede ser una,
ni estar estable ni queda
en una cosa.
Pero digo que acompañen
y lleguen hasta la huesa
con su dueño:
por eso no nos engañen,
pues se va la vida apriesa
como sueño.
Y los deleites de acá
son, en que nos deleitamos,
temporales,
y los tormentos de allá,
que por ellos esperamos,
eternales.
Los placeres y dulzores
d’esta vida trabajada
que tenemos,
¿qué son sino corredores
y la muerte, la celada
en que caemos?
No mirando a nuestro daño
corremos a rienda suelta
sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta,
no hay lugar.
Si fuese en nuestro poder
tornar la cara fermosa
corporal
como podemos hacer
el ánima gloriosa
angelical,
¡qué diligencia tan viva
toviéramos toda hora,
y tan presta,
en componer la cativa,
dejándonos la señora
descompuesta!
Esos reyes poderosos
que vemos por escrituras
ya pasadas,
con casos tristes, llorosos,
fueron sus buenas venturas
trastornadas.
Así que no hay cosa fuerte,
que a papas y emperadores
y perlados
así los trata la muerte
como a los pobres pastores
de ganados.
Dejemos a los troyanos,
que sus males no los vimos
ni sus glorias;
dejemos a los romanos,
aunque oímos y leímos
sus historias.
No curemos de saber
lo de aquel siglo pasado
qué fue d’ello;
vengamos a lo de ayer,
que también es olvidado
como aquello.
¿Qué se hizo el rey don Juan?
Los Infantes de Aragón,
¿qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
como trujieron?
Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras
y cimeras,
¿fueron sino devaneos?,
¿qué fueron sino verduras
de las eras?
¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?
Pues el otro, su heredero,
don Enrique, ¡qué poderes
alcanzaba!,
¡cuán blando, cuán halaguero
el mundo con sus placeres
se le daba!
Mas veréis, ¡cuán enemigo,
cuán contrario, cuán cruel
se le mostró!
Habiéndole sido amigo,
¡cuán poco duró con él
lo que le dio!
Las dádivas desmedidas,
los edificios reales
llenos de oro,
las vajillas tan febridas,
los enriques y reales
del tesoro,
los jaeces y caballos
de su gente, y atavíos
tan sobrados,
¿dónde iremos a buscallos?,
¿qué fueron sino rocíos
de los prados?
Pues su hermano, el inocente
que, en su vida, sucesor
se llamó,
¡qué corte tan excelente
tuvo y cuánto gran señor
que le siguió!
Mas, como fuese mortal,
metióle la muerte luego
en su fragua.
¡Oh, juïcio divinal!,
cuando más ardía el fuego
echaste agua.
Pues aquel gran Condestable,
maestre que conoscimos
tan privado,
no cumple que d’él se hable,
sino solo que lo vimos
degollado.
Sus infinitos tesoros,
sus villas y sus lugares,
su mandar,
¿qué le fueron sino lloros?,
¿fuéronle sino pesares
al dejar?
Pues los otros dos hermanos,
maestres tan prosperados
como reyes,
que a los grandes y medianos
trujeron tan sojuzgados
a sus leyes;
aquella prosperidad
que tan alto fue subida
y ensalzada,
¿qué fue sino claridad
que, estando más encendida,
fue amatada?
Tantos duques excelentes,
tantos marqueses y condes
y barones
como vimos tan potentes,
di, Muerte, ¿dó los escondes
y traspones?
Y las sus claras hazañas
que hicieron en las guerras
y en las paces,
cuando tú, cruda, te ensañas,
con tu fuerza...