E-Book, Spanisch, Band 472, 424 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
De La Roche Jalna. Saga de los Whiteoak
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18708-30-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Saga de los Whiteoak 1
E-Book, Spanisch, Band 472, 424 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-18708-30-5
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Mazo de la Roche (Newmarket, 1879-Toronto, 1961) fue una escritora canadiense mundialmente famosa por su saga de los Whiteoak, dieciséis volúmenes que narran la vida de una familia de terratenientes de Ontario entre 1854 y 1954. La serie vendió más de once millones de ejemplares, se tradujo a decenas de idiomas y fue llevada al cine y a la televisión. Con la publicación de Jalna (1927), su autora se convirtió en la primera mujer en recibir el sustancioso premio otorgado por la revista estadounidense The Atlantic Monthly, que la consagraría en adelante como una verdadera celebridad literaria.
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II
La familia
Muy nutrida estaba la mesa, y hablaban todos a la vez, a cada cual más alto. Aunque sin perder bocado al hablar, por mucho humo que echara la comida, de lo caliente que estaba: iban y venían los platos, chocaban entre sí los cubiertos; y, a veces, al que hablaba no se lo entendía hasta que no había regado la comida que le impedía el habla con un trago de té. Nadie prestó atención a Wakefield, que ocupó el sitio de siempre, a la derecha de su hermanastra Meg. Se sentaba ahí desde que empezó a comer con los mayores, primero en una trona, luego, según fue creciendo, aupado a un tomo de La poesía británica, una antología que no leía nadie en la familia y que pasó a ser «el libro de Wakefield», desde el primer día que se lo pusieron debajo. A decir verdad, ya no le hacían falta esos centímetros de más para manejarse bien con el cuchillo y el tenedor, pero le había cogido costumbre, y que un Whiteoak se acostumbrara a algo equivalía a decir que se aferraba a ello con tenaz contumacia. Le gustaba notar la tapa dura debajo, aunque a veces, después de sentir en carne propia la correa de Renny o la zapatilla de Meg, habría preferido que La poesía estuviera acolchada.
—¡Quiero comer! —Levantó la voz, con un tono muy distinto al que había empleado con la señora Brawn, la señora Wigle y el cura—. ¡Hagan el favor de darme de comer!
—A callar. —Meg le quitó el tenedor que esgrimía en el aire—. Renny, anda, dale carne a este niño. Ya sabes que el gordo no se lo come. Solo la carne magra.
—Habría que obligarlo a que se comiera el gordo. Es bueno para la salud. —Renny trinchó unos trozos de carne y añadió una tira de gordo.
Habló la abuela, con un hilo de voz, con la comida en la boca.
—Haced que se coma el gordo, que es bueno. Los niños están muy mimados hoy día. Dadle solo el gordo. Yo me como el gordo y voy para los cien.
Wakefield la fusiló con la mirada desde el otro lado de la mesa.
—El gordo no me lo voy a comer; yo no quiero llegar a cien años.
La abuela soltó una carcajada, complacida con su nieto.
—No temas, cariño, que no llegarás. Aquí solo yo llegaré a los cien. Noventa y nueve ya, y no me pierdo ni una comida. Ponme un poco de salsa, Renny, en este pedazo de pan. Anda, un poquito de salsa.
Sostenía el plato en alto, con un fuerte temblor de manos. El tío Nicholas, su hijo mayor, sentado al lado de ella, tomó el plato y se lo pasó a Renny, que inclinó la bandeja de la carne para que el jugo rojizo colmara uno de los extremos. Puso dos cucharadas de salsa en el pedazo de pan.
—Más, más —ordenaba la abuela, y Renny echó una cucharada más.
—Ya vale, ya vale —refunfuñó Nicholas.
Wakefield la veía comer, cautivado. La abuela tenía dentadura postiza, puede que la más perfecta y eficaz que se hubiera hecho nunca. Cayera lo que cayera entre ambas hileras de dientes, era molido sin remedio para alimento de aquella vitalidad inagotable. Y así había sido muchos de sus noventa y nueve años. Mientras miraba a la abuela, el nieto no tocó su plato, en el que Meg había ido poniendo montoncitos apetitosos de puré de patata y trozos de nabo.
—Deja de mirar —lo reprendió Meg, con un susurro en la voz— y come.
—Vale, pero quítame un poco de gordo —susurró él a su vez, ladeando la cabeza.
Su hermana lo llevó a su plato.
Volvió la conversación por los derroteros de antes. ¿De qué estaban hablando?, se preguntaba Wake, sin prestar demasiada atención, mucho más interesado en la comida que tenía delante. Le pasaban las frases por alto, había como un choque de palabras encima de su cabeza. Puede que no fuera más que alguno de los debates que los llevaban a hablar horas enteras: qué convenía sembrar ese año; los planes futuros para Finch, que iba al colegio en el pueblo; saber cuál de los tres hijos varones de la abuela había echado más a perder su vida: Nicholas, sentado a la izquierda de ella, que de joven despilfarró el patrimonio con una vida licenciosa; Ernest, a la derecha de la abuela, arruinado por dudosas inversiones y los pagarés extendidos a sus hermanos y a sus amigos; o Philip, enterrado en el cementerio, casado en segundas nupcias (¡con quien yacía debajo de él en el panteón familiar!), que había engendrado a Eden, Piers, Finch y Wakefield, sumados sin venir a cuento a las grandes cargas de la familia.
El comedor era una sala muy amplia, llena de muebles macizos que habrían hecho sombra y deprimido a una familia más floja. El aparador y los armarios se alzaban, imponentes, hasta el techo. Las cornisas relucían majestuosamente en lo más alto. Había postigos por dentro de las ventanas, y cortinajes de terciopelo amarillo, atados a los vanos con gruesos cordones, acabados en borlas de madera, con motivos labrados de figuras humanas, como en un arca de Noé. Todo para cerrar a cal y canto el mundo de los Whiteoak, donde discutían, comían, bebían y se entregaba cada uno a sus caprichos.
La superficie de las paredes que quedaba libre de muebles estaba ocupada por los retratos de la familia, pintados al óleo, con gruesos marcos, salvedad hecha del suplemento navideño de una revista inglesa, en llamativos tonos, con el marco de terciopelo rojo que le había puesto la madre de Renny y Meg, cuando era joven y estaba por desposarse.
El más importante era el del capitán Philip Whiteoak, luciendo el uniforme de oficial británico. Era el abuelo, quien, de haber vivido todavía, pasaría de los cien años, ya que era mayor que la abuela. Mostraba el retrato a un caballero de piel clara y bien proporcionadas formas, con el pelo ondulado de color castaño, vivos ojos azules y una boca dulce y decidida.
Estuvo destinado en Jalna, en la India, donde conoció a Adeline Court, buena moza, llegada de Irlanda para visitar a una hermana casada. La señorita Court era guapa y de buena familia —mejor incluso que la del capitán, y bien que se encargaba ella de recordárselo—, y además, gozaba para su uso exclusivo de una pequeña fortuna que le dejara una tía abuela soltera, hija de un noble. Se enamoraron perdidamente uno del otro: ella, de la boca dulce y decidida de él; y él, de la esbelta y grácil figura de ella, realzada por los amplios miriñaques, del tupido pelo rojo «en cascada» y, sobre todo, de los apasionados ojos de color cobrizo.
Contrajeron matrimonio en Bombay, en 1848, año de extendida zozobra prácticamente en todo el mundo. Poca zozobra vivieron ellos entonces, aunque habrían de tenerla a manos llenas con el tiempo, cuando la boca de él viró decididamente de la dulzura a la contumacia, y el mal genio extinguió la ternura y la pasión en los ojos de ella. Hacían la pareja más guapa y radiante del destacamento. Si una reunión en sociedad no contaba con su presencia, se volvía un muermo.
Estaban dotados de agudeza y elegancia, y de más dinero que ninguno de los otros jóvenes y militares destinados en Jalna. Todo iba bien hasta que les nació una niña de delicada salud, no deseada por una pareja entregada a sus placeres. El llanto infantil trajo un torrente de achaques a la joven madre, quien, pese al empeño de los médicos y una aburrida temporada en las montañas, parecía condenada a la invalidez. Por aquella misma época, el capitán Whiteoak tuvo una acalorada discusión con el coronel, y era como si todo su mundo, doméstico y militar, sucumbiera bajo el efecto de algún embrujo.
El destino, al parecer, movió los hilos para llevar a los Whiteoak a Canadá. Y fue que, justo cuando el médico insistía en que su esposa solo recobraría la salud si vivía un tiempo en clima frío y vigorizante, al marido le llegó noticia de que había muerto un tío suyo destinado en la plaza militar de Quebec, dejándolo en posesión de muchas tierras.
Philip y Adeline decidieron a la vez —y, aparte del matrimonio, fue la única decisión de empaque a la que llegaron sin tirarse los trastos a la cabeza— que estaban hasta el moño de la India, de la vida militar, de hacerle la pelota a sus superiores, tan bobos y coléricos, y de recibir visitas de un grupo de gente de clase media, con sus cotilleos y miras estrechas. Estaban hechos los dos para una vida más libre y menos convencional. De repente, el alma impetuosa que habitaba en ellos tuvo ansias de Quebec. En sus cartas, el tío de Philip se había deshecho en elogios de las bondades de Quebec, de cuán deseable era como sitio de residencia, de lo libres que estaban de las angostas convenciones imperantes en el Viejo Mundo, sumado a la suerte de vivir con el legado de los franceses.
El capitán Whiteoak no tenía demasiado buena opinión de los franceses —había nacido el año de Waterloo, y allí perdió a su padre—, pero le gustaron las descripciones de Quebec, y al hallarse en posesión de tierras, con una herencia en metálico, pensó que nada mejor que irse a vivir allí, al menos, por un tiempo. Se veía a sí mismo en encantadora estampa: del brazo de su Adeline, paseando por la orilla del río después de salir de misa los domingos, sin necesidad de llevar un uniforme incómodo, embutido en primorosos pantalones, con abrigo de doble solapa y reluciente sombrero de copa, todo encargado en Londres; mientras su Adeline flotaba literalmente rodeada de encajes, frunces y velos de vistosos tintes. También se veía en compañía de bellas jóvenes francesas cuando Adeline tuviera un segundo y posible parto; aunque, para ser justos con él, no imaginaba nada que fuera más allá de tener entre las suyas unas manitas aterciopeladas y mirar,...