E-Book, Spanisch, Band 518, 304 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Dexter Vista por última vez
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19744-29-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Serie del inspector Morse 2
E-Book, Spanisch, Band 518, 304 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-19744-29-6
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Colin Dexter (Stamford, 1930?-?Oxford, 2017) ganador en dos ocasiones del prestigioso premio Gold Dagger de la Crime Writers Association, escribió numerosas novelas y relatos protagonizados por Endeavour Morse, inspector de la policía de Oxford. Desde su estreno en 2012, la serie basada en el personaje ha ido convirtiéndose, temporada tras temporada, en uno de los grandes éxitos recientes de crítica y público de la televisión británica.
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«Que yo supiera no había conexión alguna entre ellos más allá del débil nexo de la sucesión».
PETER CHAMPKIN
El lunes siguiente a la entrevista de Morse con Strange, en diferentes partes del país, cuatro personas bastante normales se disponían a ocuparse de sus respectivos asuntos. Lo que hacía cada uno de ellos era, a su manera, bastante corriente; en algún caso, corriente hasta el aburrimiento. Con diversos grados de confianza, los cuatro se conocían, aunque en el caso de uno o dos de ellos no se podía decir que mantuvieran ninguna clase de relación estrecha. No obstante, todos compartían un nexo común, que durante las siguientes semanas los arrastraría inexorablemente hasta el centro de una investigación criminal. Pues los cuatro habían conocido, de nuevo con diversos grados de confianza, a una joven llamada Valerie Taylor.
El señor Baines había sido subdirector de la Escuela de Educación Secundaria Roger Bacon de Kidlington desde su inauguración hacía tres años. Antes de eso también había sido subdirector en esos mismos edificios, aunque por aquel entonces albergaban una escuela secundaria moderna,3 incorporada actualmente al bloque superior del sistema tripartito.
Un sistema que, en su sabiduría o temeridad (de eso Baines no estaba seguro), había adoptado el Comité Educativo de Oxfordshire como respuesta a los problemas que amenazaban al mundo de la educación en general y a los niños de Kidlington en particular. Los alumnos volvían al día siguiente, el martes dieciséis de septiembre, tras un descanso de seis semanas y media; un periodo que, mientras sus colegas iban en coche a hoteles del continente, Baines había dedicado a pelear con los abrumadoramente complejos problemas que supone la planificación de los horarios. Esta tarea suele ser responsabilidad del subdirector y en el pasado Baines solía llevarla a cabo con gusto. Había un cierto desafío intelectual en lograr combinar las innumerables opciones del currículum con las inclinaciones y capacidades del personal disponible; y al mismo tiempo (para Baines) una indirecta sensación de poder. Por desgracia Baines había empezado a verse como un buen perdedor, el perfecto padrino pero nunca el novio. Tenía cincuenta y cinco años, era soltero y matemático de formación. A lo largo de los años había optado muchas veces al puesto de director y en dos ocasiones había quedado segundo en la pugna. Se había presentado como candidato al puesto por última vez en este mismo instituto hacía tres años y medio, con muy buenas sensaciones. Pero incluso entonces, en el fondo sabía que no iba a conseguirlo. No es que le impresionara demasiado el hombre que habían escogido, Phillipson. Al menos, no en aquel momento. Tenía treinta y cuatro años y llegaba cargado de nuevas ideas, ansioso por cambiarlo todo, como si los cambios fueran siempre a mejor. Sin embargo, durante el último año había aprendido a respetar bastante más al director. Sobre todo después de su glorioso enfrentamiento con aquel detestable conserje.
Baines estaba sentado en la pequeña oficina que hacía las veces de cuartel general para él y la señora Webb, la secretaria del director —una mujer decente y juiciosa que, al igual que él, había servido en los viejos tiempos de la escuela secundaria moderna—. Era media mañana y acababa de dar los últimos retoques a los horarios del comedor. Todo el mundo estaba incluido en el complejo cronograma salvo, por supuesto, el director. Y él mismo. Alguna ventaja debía tener también él. Atravesó la exigua y caótica oficina con la hoja manuscrita en la mano.
—Tres copias, querida.
—Inmediatamente, supongo —respondió la señora Webb de buen humor, al tiempo que cogía otro sobre sellado y miraba el destinatario antes de abrirlo hábilmente por la parte superior con ayuda de un abrecartas.
—¿Qué le parece una taza de café? —sugirió Baines.
—¿Y qué hay del horario?
—Está bien. Yo prepararé el café.
—No, no lo hará. Quédese donde está —replicó ella.
La mujer se levantó de la silla, cogió el hervidor y se dirigió a la habitación de al lado. Baines miró con pesadumbre la pila de cartas. Nada fuera de lo común, desde luego. Padres, albañiles, reuniones, seguros, exámenes. Él mismo habría estado lidiando con todo de no ser por… Rebuscó caprichosamente entre las cartas que quedaban y de repente una chispa de interés apareció en sus astutos ojos. La carta estaba bocabajo y leyó la leyenda sobre la solapa cerrada: «Policía del Valle del Támesis». La cogió y le dio la vuelta. Estaba dirigida al director con las palabras «PRIVADO Y CONFIDENCIAL» escritas a máquina en la parte superior, en negritas mayúsculas de color rojo.
—¿Qué hace cotilleando mi correo?
La señora Webb enchufó el hervidor y con fingido enfado le arrebató la carta.
—¿Ha visto eso? —preguntó Baines.
La señora Webb miró la carta.
—No es asunto nuestro, ¿no le parece?
—¿Cree que habrá estado trampeando con la declaración de la renta? —preguntó Baines, riendo.
—No diga tonterías.
—¿La abrimos?
—Por supuesto que no —dijo la señora Webb.
Baines regresó a su exiguo escritorio y se dispuso a elaborar el horario de los prefectos escolares. Phillipson debía seleccionar a una docena de nuevos prefectos a principios de curso. O, para ser más precisos, le pediría a Baines una lista de posibles candidatos. En ciertos aspectos el director no era tan mal tipo.
Pillipson llegó justo después de las once.
—Buenos días, Baines. Buenos días, señora Webb.
Parecía excesivamente alegre. ¿Quizá había olvidado que las clases comenzaban mañana?
—Buenos días, director.
Baines siempre le llamaba director, mientras que el resto del personal le llamaba «señor». No era gran cosa, pero era algo.
Phillipson caminó hacia la puerta de su despacho y se detuvo ante la mesa de la señora Webb.
—¿Hay algo importante, señora Webb?
—Creo que no, señor. Aunque ha llegado esto.
Le entregó el sobre marcado como «PRIVADO Y CONFIDENCIAL» y Phillipson, frunciendo el ceño ligeramente desconcertado, entró en su despacho y cerró la puerta.
En el recién creado condado de Gwynedd, en una pequeña casa semiadosada en las afueras de Caernarfon, otro profesor era extremadamente consciente de que el curso comenzaba al día siguiente. Habían vuelto a casa el día anterior tras una parodia de vacaciones en Escocia (lluvia, dos pinchazos, una tarjeta de crédito perdida y más lluvia) y tenía un montón de cosas que hacer. Para empezar debía ocuparse del césped. Al contrario que su propietario, la pequeña parcela se había beneficiado de una serie de lluvias torrenciales y había crecido de forma alarmante durante su ausencia, por lo que necesitaba urgentemente una poda. A las nueve y media de la mañana descubrió que el alargador para el cortacésped eléctrico no funcionaba y se sentó en el escalón de la parte trasera de la casa apesadumbrado con un pequeño destornillador en la mano.
Las cosas raramente sucedían sin contratiempos en la vida de David Acum, hasta hacía dos años profesor auxiliar de francés en la Escuela de Educación Secundaria Roger Bacon de Kidlington y en la actualidad profesor auxiliar de francés en la Escuela de Caernarfon.
No fue capaz de encontrar el menor problema aparente en ninguno de los dos extremos del cable alargador y finalmente volvió a entrar en casa. Seguía sin haber señales de vida. Caminó hasta el pie de la escalera y gritó, sin disimular su enfado y su exasperación:
—¡Eh! ¿No crees que ya es hora de que te levantes de la cama de una puñetera vez?
No insistió y fue a sentarse enfurruñado a la mesa de la cocina, donde hacía media hora había preparado su propio desayuno, antes de subir diligentemente al primer piso una bandeja con una taza de té y tostadas. Volvió a trastear sin resultado con uno de los dichosos enchufes. Ella bajó diez minutos después, en camisón y zapatillas.
—¿Qué mosca te ha picado?
—¡Dios! ¿Es que no lo ves? Seguro que lo jorobaste la última vez que pasaste la aspiradora. ¡Aunque ya ni me acuerdo de cuándo fue eso!
Ella ignoró el insulto y le quitó el alargador. Él la miró mientras se apartaba el largo pelo rubio de la cara antes de desatornillar hábilmente y examinar los problemáticos enchufes. Ella era más joven que él (bastante más joven, al parecer), y seguía pareciéndole enormemente atractiva. Se preguntó, como le sucedía a menudo, si había tomado la decisión correcta y una vez más se dijo que sí.
El problema fue encontrado y reparado y David se sintió mejor.
—¿Una taza de café, cariño?
De repente todo era maravilloso.
—Dentro de un rato. Ahora tengo que poner manos a la obra.
Contempló el descuidado césped y soltó un juramento en voz baja al ver la llovizna que empezaba a salpicar el cristal de la ventana.
Una mujer de mediana edad, de aspecto desastrado y con rulos en el pelo, apareció de repente por una puerta de la planta baja. Su presa bajaba dando tumbos por las escaleras en esos momentos.
—Quiero hablar contigo.
—Ahora no, encanto, ahora no. Llego tarde.
—Si no puedes esperar ahora no hace falta que...