Döblin | No habrá perdón | E-Book | www.sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, 480 Seiten

Döblin No habrá perdón


1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-350-4979-5
Verlag: EDHASA
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 480 Seiten

ISBN: 978-84-350-4979-5
Verlag: EDHASA
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Karl, huérfano todavía niño de un padre de la baja aristocracia rural, va a parar con su madre y sus hermanos a una ciudad innominada, en un momento innominado, que no resulta difícil identificar como el Berlín inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial. Allí experimentará los conflictos que afrontan las clases sociales, los efectos de las crisis económicas, el profundo enfrentamiento que divide a los explotadores y a los explotados. Y, con todo ello, la evolución personal lo situará en una continua encrucijada, en una constante necesidad de tomar decisiones, hasta la última página del libro. Primera novela de Alfred Döblin tras huir de la Alemania nazi, escrita en 1934, 'No habrá perdón' es una novela de profunda intención política, de impresionante descripción sociológica y de inspiración claramente biográfica. Con la magnífica pluma a la que nos tiene acostumbrados, vibrante y enérgica, Döblin nos lleva a las raíces de un mundo que, en lo esencial, parece en ocaciones no haber cambiado.

Alfred Döblin (Szczecin, Polonia, 1878 - Emmendingen, 1957) ha pasado a la historia de la literatura universal como autor del Berlin Alexanderplatz. A raíz de la toma del poder por los nazis en 1933, Döblin emigró a Francia, y en 1940, con la ocupación de Francia, huyó a los Estados Unidos. Volvió a Alemania, convertido al catolicismo, en 1945, como funcionario del gobierno militar francés, y allí completó una serie de cuatro novelas sobre la revolución alemana, «Noviembre de 1918» (1950), antes de regresar a Francia en 1951. «Noviembre de 1918» es una tetralogía que consta de los siguientes volúmenes: Burgueses y soldados I El pueblo traicionado II-1 El regreso de las tropas del frente II-2 Karl y Rosa III
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Partida

Con sus negros ropajes, esperaban en el pequeño andén descubierto, la madre inmóvil bajo el ardiente sol, entre dos campesinas que se cubrían la frente con sus coloridos pañuelos de cabeza y mataban las moscas que zumbaban alrededor de sus desnudas pantorrillas; hacían visera con la mano para atisbar el tren, pero aún no venía, todavía no; habían salido demasiado temprano, llevaban en camino desde el amanecer, para dejar por fin atrás la pena y la despedida.

La madre estaba envuelta en su tupido velo de viuda, apretaba flores y pañuelo en la mano izquierda, llevaba en la derecha un bolsito con el dinero y los documentos. Su hijita, con capotita negra, vestida de domingo, se agarraba a su falda por detrás y miraba, con el pulgar metido en la boca, a sus dos hermanos, el mayor y el menor, que patrullaban incansables a lo largo de las vías con sus chaquetas nuevas y baratas, los pantalones largos demasiado apretados, los desacostumbrados sombreros de paja con la cinta de luto en las cabezas redondeadas. A veces se permitían detenerse para discutir, a espaldas de las mujeres, sobre los baúles amontonados aquí y allá como en un pequeño bastión, aquí estaba la vajilla, aquí más vajilla, aquí las cosas de mamá, aquí las de la pequeña Marie, aquí está el viejo reloj.

Entonces vibraron los raíles, la madre cogió la mano de la niña, dos hombres sencillos con gorras de funcionario salieron fumando de la caseta de la estación, uno de ellos cogió una carretilla vacía y la empujó detrás de los baúles, los chicos se acercaron corriendo, habían descubierto al fondo de las vías el punto negro que aumentaba de tamaño, que se acercaba con temblor y estrépito, la locomotora alzaba cada vez más su negro escudo de hierro, los raíles temblaban al ritmo de sus embestidas, el tren se acercaba escupiendo vapor, poderoso, ralentizaba su respiración, se forzaba a pararse jadeando pesadamente, se detenía con un chirrido.

Las dos campesinas se frotaron las pantorrillas, torcieron en una mueca dolorida sus viejos y tostados rostros. Un funcionario gritó el nombre de la estación, hizo señas a las mujeres, abrió la puerta de un coupé en la cabecera del tren, los baúles fueron llevados atrás, las campesinas arrastraron detrás de la mujer una pesada maleta cubierta con una lona negra. Los chicos fueron los primeros en encaramarse al tren, el menor ya se había arrodillado en el banco, radiante, y se asomaba por la ventanilla. La madre caminó lentamente con la niña. La ayudaron a subirla al vagón, todo el mundo tiraba y empujaba de la maleta, los niños alborotaron pidiendo los baúles, pero ya estaban almacenados en el vagón de equipajes. Entonces sonó el silbato, la puerta se cerró de golpe, las dos campesinas en el andén retrocedieron y tiraron del pico de sus pañuelos.

La pesada carcasa de hierro pasó delante de ellas y salió resoplando de la estación. Vieron la cara feliz del pequeño y la triste y cerrada del mayor. La viuda se sentaba en medio del banco, muda, con su hijita abrazada a su lado, las flores y el pañuelo en el regazo.

Las relucientes vías volvieron a quedar despejadas. Las campesinas abandonaron el ardiente andén, cruzaron el pueblo, sumido en el silencio del mediodía, caminaron largo rato por la sinuosa carretera hasta doblar hacia los campos. Pasaron por delante de un pequeño grupo de abedules, de un prado, de una granja, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Unos patos nadaban en un charco junto a ella, de la granja venía ruido de reses, martillazos y voces humanas. A un lado de la finca, el que daba a la carretera, estaba la posada, de dos plantas, con su alto tejado rojo. Estaba oculta por un andamio, resplandecía, recién blanqueada. En ese momento estaban levantando en el tejado una muestra azul, que mostraba radiante, hacia la carretera, las letras doradas: «Zum Wiesengrund. Posada, fonda». Debajo de la muestra se abombaba una lona: «Nuevo propietario».

Aquellos a quienes había pertenecido aquella finca se iban ahora muy lejos de allí, por entre los campos de cereal infinitamente altos.

Dejaban atrás a su padre, en su tumba del cementerio de la localidad. Quedaba allí tendido tan feliz como lo había estado durante su vida para alegría de sus amigos, no siempre de su familia. El hombre del que ahora se separaban y cuyas cuentas tenían que pagar había sido un monstruo, y el predilecto de todos ellos. Era un hombre corpulento, jovial, de ojos claros, tan sólo arrendatario de aquel suelo, pero una especie de caballero, un espíritu inquieto, un quiero y no puedo, un fantasioso. En dos días y dos noches había liquidado su vida, que tenía el siguiente contenido: explotar una pequeña finca, casarse con una mujer severa y acomodada, engendrar tres hijos, comprar una granja desmesuradamente grande y morir mientras aún estaba instalándose. Le quitó el dinero a su mujer con la amenaza de, en caso contrario, seguir su propio camino; se había ocupado poco de su trozo de tierra, dedicado tan sólo al estéril juego, el torneado de la madera y las patentes. Con el dinero de la mujer, compró libre y alegremente aquella finca venida a menos, cabalgó con sus amigos por los campos, hizo derribar los establos, levantar otros nuevos, renovar la posada y la explotación, había visto poner los andamios que ahora la revestían. Asumió deuda tras deuda. Una mañana trajeron del campo a tan alegre planificador, su dolencia renal le había jugado una mala pasada, yacía en los patatales terciado debajo de su caballo, boca abajo, con un pie en el estribo; el caballo relinchaba y volvía la cabeza hacia él. No recobró el conocimiento hasta la mañana siguiente, sonrió a su mujer a su cordial manera y preguntó por los pintores. Aún aguantó dos días y dos noches, con gesto atento y jovial, como si estuviera escuchando una historia divertida. Al segundo día, aquella expresión pícara y divertida incluso se intensificó, de tal modo que, si se entraba de pronto en la habitación, se obtenía la impresión de que aquel hombre estaba haciendo teatro, de que sólo había que esperar un poco para que él mismo se hartara de aguantarse y rompiera a reír. Pero a la tercera mañana yacía exactamente igual, sin hacer un solo movimiento, sólo que ahora rígido y blanco, e incluso había dejado de respirar. No se podía considerar posible meter en cierto modo vivo en el ataúd a un hombre así. Había muerto a su manera, como un pájaro al que no se puede atrapar.

La mujer iba sentada en el banco en el traqueteante vagón de ferrocarril. El tren resoplaba por entre los amarillos campos de cereal, se la llevaba lejos de la tierra en la que había nacido y en la que había transcurrido su vida entera. Llevaba con ella a sus tres hijos, un corazón paralizado y la miseria. Había perdido la primera parte de su vida. Cabía preguntarse si habría una segunda. Aquel hombre la había querido, y la primera época de su matrimonio había estado como en otro mundo. Luego, su carácter afloró. Le cargó el peso de la casa, y ella tuvo que aceptarlo, no quería complicarle las cosas. Luchó por él. Él debía darle la alegría que ella no conocía. Pero no sirvió de nada, vivió sólo de las migajas que él le arrojaba entre sus juegos y giras de placer. Y por fin tuvo que darle su herencia, su dinero, atemorizada porque él iba a cogerlo, para qué estaba ahí si no. La vida, lo que para ella era vida, amenazaba con pasar definitivamente de largo. Después de algunos meses espléndidos, casi mareantes, con excursiones a la ciudad, recorridos por las fincas, visitas y cálculos, después de haber pagado el arriendo y la mudanza, yacía muerto. Así sonaba el trueno del destino. Ahora, la vida había pasado de largo. Mientras estaba en pie junto a la tumba, aún no lo tenía todo claro. No pensaba más que en su propio corazón ahogado. Pero la granja estaba ahí, los espantosos andamios, los cimientos de los establos, los albañiles, pintores, nuevas máquinas. Aparecían todas las personas a las que hacía meses había visto venir con ademanes obsequiosos, durante un impaciente minuto expresaban su condolencia, luego se quitaban la máscara y eran secos acreedores que sacaban papeles del bolsillo. Las deudas, las deudas, las deudas, cada vez que sonaba la campanilla era un acreedor. Por las noches yacía insomne y sola en el gran dormitorio, se quejaba de que había querido aquella suerte, se mordía las uñas, se avergonzaba, no podía decírselo a nadie, ella era la culpable de todo, y ahora tenía que pagar por ello. Granja y finca iban a pasar a otras manos, ella retenía como loca una pequeña suma, pero la batalla aún no había terminado. No se habría quedado allí ni siquiera sin el escarnio de la gente y las descaradas acusaciones contra su marido. No quería seguir viendo ese sitio, ese paisaje, ese aire. Era, sólo a ella se lo confesaba, el rostro de su pecado. Y subió al tren, huyó, velada en negro, de la tierra en la que había nacido, en la que había buscado el amor y la felicidad, y se fue a la ciudad desconocida, al desierto.

Con la cabeza apoyada en el marco de la ventana, el mayor, Karl, dormía en un rincón, con el sombrero de paja en el regazo. Era tan alto como la mujer, pasaba de los dieciséis años, mejillas coloradas, rubio oscuro como el padre, con el mismo rostro redondo y suave, respiraba por la boca, se le veía un hueco en el maxilar superior, le faltaban dos dientes, porque el padre le había pegado cuando había querido marcharse, aquella vez. Durante la pelea, la mujer había sujetado al marido por los hombros y lo había sacudido para que entrase en razón, él la había empujado y de pronto su hijo, aquel joven que nunca parecía haberse dado cuenta de las disputas entre sus padres,...



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